Margaret Weis - Ámbar y Cenizas

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La Guerra de los Espíritus ha concluido, y la magia, al igual que los dioses, ha reaparecido. Pero éstos compiten por la supremacía, y los enfrentamientos, que han extendido la miseria y la desdicha, han desestabilizado el poder en Ansalon.
Ante la tumba de la Diosa de la Oscuridad, la guerrera Mina piensa que su existencia ha terminado. La llegada de Chemosh confirma su creencia pero las intenciones del dios no son lo que aparentan: no ha acudido a su encuentro para reclamar su muerte sino para que le entregue su fe.

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El vendaval amainó. Las nubes tormentosas menguaron. Las aguas del océano se agitaron, lamieron las rocas del Alcázar de las Tormentas de manera ominosa. Hizo que la pieza de khas de su hijo girara en su mano.

—Un gran parecido —dijo, esquiva.

—Sí que lo es —convino Krell con sarcástica seriedad—. Creo que el escultor captó la esencia de lord Ariakan a la perfección. El rostro es muy expresivo, en especial los ojos. Al mirarlos se puede ver su alma...

Las nubes de confusión se abrieron en la mente de Zeboim desgarradas por un viento helado de terror. Había amado a Ariakan, lo había adorado, lo había idolatrado. Su muerte había dejado un vacío que no podría llenar toda la creación. Miró a los ojos de la pieza de khas y los ojos de ésta le devolvieron la mirada; una mirada iracunda, furiosa, impotente... Zeboim emitió un grito ahogado.

—¡Chemosh! —Miró enloquecida en derredor—. ¡Chemosh! —repitió, ahora con un aullido de rabia, de miedo, de consternación—. ¡Libera a mi hijo! ¡Libéralo! ¡Ya! ¡Ahora mismo o...!

—¿O qué? —inquirió Krell.

Alargando la mano, arrebató la figurilla de lord Ariakan de los temblorosos dedos de la diosa.

—Amenaza todo lo que quieras, señora. Brama y arde en cólera. No puedes hacer nada.

Volvió a colocar la pieza de khas sobre el tablero. La figura de la reina yacía tirada a los pies del rey negro, y entonces Zeboim reparó en su semejanza con el Señor de la Muerte. Lo miró fijamente, con la garganta constreñida hasta el punto de que apenas podía hablar.

—¿Qué quiere Chemosh de mí? —preguntó con voz baja, tensa.

—Quiere los mares en calma. Los vientos amainados. El oleaje suave. Quiere que cierto monje deje de ser un incordio. Aparte de eso, ocurra lo que ocurra en el mundo, o debajo de él, no entrarás en acción. En pocas palabras, que no harás nada porque no puedes hacer nada. Si no quieres poner en peligro a tu querido hijo.

—¿Qué trama Chemosh? —demandó Zeboim en tono reprimido.

Krell se encogió de hombros. Recogió la figurilla de la reina y la puso a un lado del tablero, lejos de la batalla. Después tomó la del caballero y la sostuvo en la mano, con la cabeza sujeta entre el pulgar y el índice.

—¿Aceptas, señora?

Zeboim echó una mirada angustiada a la figurilla. —Chemosh ha de prometer que liberará a mi hijo.

—Oh, sí —repuso Krell—. Lo promete. El día de su triunfo, el rey Chemosh liberará el alma de lord Ariakan. Tienes su palabra.

—¡El rey Chemosh! —Zeboim soltó una risa amarga—. ¡Eso no ocurrirá nunca!

—Por el bien de tu hijo, señora, más vale que reces para que pase —adujo Krell—. ¿Aceptas? —La mano embutida en el guantelete se ciñó alrededor de la figurilla de forma que ésta dejó de verse.

—¡Acepto! —gritó la diosa, incapaz de pensar nada salvo en la mirada atormentada de su hijo— Acepto.

—Bien. —Krell colocó el caballero de nuevo sobre el tablero, delante del rey negro—. Y ahora quiero reanudar mi partida. Puedes irte, señora.

A Zeboim le palpitaban las sienes a causa de la ira, sentía sus latidos en el pecho hasta el punto de que faltó poco para que se asfixiara. El cielo se tornó negro por todo el mundo. Los mares y los ríos empezaron a subir. Los barcos se balancearon de manera precaria en las aguas turbulentas. La gente gritó que Zeboim estaba a punto de descargar su furia y provocaría huracanes, tifones, tornados, inundaciones, que traerían muerte y ruina. Alzaron los ojos hacia las nubes arremolinadas y esperaron, aterrados, que la violencia de la diosa se descargara sobre ellos.

Zeboim buscó ayuda en los cielos. Llamó a su padre, Sargonnas, pero él sólo tenía oídos para los minotauros. Buscó a su hermano gemelo, Nuitari, dios de la luna negra, pero no lo pudo localizar.

Comprendió que, de todos modos, no podían hacer nada. Y ella tampoco.

La diosa soltó un profundo y trémulo gemido. Pequeñas gotas de lluvia cayeron del cielo. Las nubes se deshicieron en jirones. El viento amainó hasta reducirse a un susurro. Mares y océanos se encalmaron.

En el Alcázar de las Tormentas las olas lamieron suavemente las rocas. Los nubarrones tormentosos se alejaron y el sol brilló radiante, tanto que a Krell, que no estaba acostumbrado a tal resplandor, le resultó molesto y tuvo que dejar la partida de khas para cerrar las contraventanas.

3

Los barcos de la fuerza expedicionaria de los minotauros se arrastraban como insectos sobre un mar tan calmo como una balsa de aceite. Los remeros de los inmensos trirremes bogaron sin descanso, día y noche, hasta que muchos se desplomaron, exhaustos. Tripulantes y pasajeros empezaron a enfermar y a morir. Por todo el mundo los barcos languidecían en océanos sin vida. Por todas partes, los marineros rezaban a Zeboim en busca de auxilio; un auxilio que no llegó. Desesperados, algunos se volvieron hacia otros dioses para que intercedieran ante Zeboim.

Sargonnas, sobre todo, habría estado encantado de poder hacerlo. Sus ejércitos tendrían que haber llegado a Silvanesti a mitad de verano y así aprovechar el buen tiempo para fortificar defensas, conquistar nuevas tierras, construir casas para los inmigrantes. Con la lentitud que avanzaban las naves tal vez llegaran a tiempo de celebrar Yule.

Los que llegaran...

En un arrebato de ira, el dios astado pateó el cielo en busca de su hija. No se le ocurría qué perverso capricho se había apoderado de ella, pero su última pataleta tenía que terminar. Corrían peligro sus planes de conquista, tanto del mundo como del plano celestial.

Sargonnas buscó en mares y ríos, en arroyos y regatos. Buscó entre las nubes, que ya no bullían agitadas sino que se agrupaban en masas grises, densas, y lloraban sobre los quietos mares. Desgarró las nieblas y deshizo las calimas, gritó su nombre con voz atronadora.

Zeboim no contestó. Había desaparecido y ninguno de los dioses, ni siquiera Zivilyn con su visión poderosa supo decir dónde se había metido.

Rhys buscaba también a Zeboim. Aunque sus medios eran infinitamente más modestos que los de los dioses, estaba llevando a cabo la búsqueda con el mismo celo y, hasta el momento, con igual fortuna.

El monje y Beleño se habían quedado en Solace durante varios días para seguir con la investigación sobre los saludables muertos amantes de la vida. Rhys mantuvo a su hermano bajo estrecha vigilancia en tanto que Beleño recorría la ciudad en busca de otros cadáveres andantes. Su número iba creciendo. El kender veía más cada día, todos ellos risueños, charlatanes, bebedores, juerguistas. Todos ellos cascarones oscuros, vacíos, sin vida.

—Ayer por la mañana vi a una de ellas coqueteando con un joven —le contó el kender a Rhys—. Esta mañana he vuelto a verlo a él.

El monje le lanzó una mirada interrogativa.

—No pude hacer nada, Rhys —se disculpó Beleño, frustrado—. Intenté prevenirlo sobre tontear con ese tipo de mujer, pero me dijo que me metiera en mis asuntos y que si me pillaba fisgoneando otra vez me haría papilla y me metería en una de sus bolsas.

—Tenemos que hacer algo para detener a esos «Predilectos de Chemosh» —manifestó Rhys—. He impedido varias veces a mi hermano que mate, más por asustar a la víctima que por hacerle algo a él. Se niega a hablar conmigo, y eso cuando me reconoce, cosa que ocurre rara vez. Al parecer no se acuerda de mi intento de matarlo, o, si lo recuerda, no me guarda rencor, porque cuando le salgo al paso se limita a reírse y luego se aleja. Tampoco puedo estar encima de él día y noche. Él no necesita dormir, pero yo sí.

Miró un tanto frustrado a Lleu, que paseaba tranquilamente, con aire garboso, por la calle mayor de Solace, el sombrero echado hacia atrás como si quisiera sentir la caricia del sol matinal en la cara, sólo que estaba lloviznando. Llevaba días cayendo esa llovizna y Solace se había convertido en un barrizal por el que se movían ciudadanos empapados y malhumorados.

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