Margaret Weis - Ámbar y Sangre

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Con este título finalizan las aventuras de la guerrera Mina.
El mundo de Krynn siempre tiene sorpresas para los incautos, pero la revelación de que una mortal, que primero dedicó su vida al Dios Único y luego a Chemosh, es a su vez una diosa, rebasa todos los límites conocidos. Para Mina, significa caer en la locura al conocer la verdad.
Los dioses de la Oscuridad y de la Luz se muestran ansiosos por tener a Mina como una de los suyos, ya que ella puede romper el equilibrio de poder en el cielo. Pero Mina tiene sus propios planes.

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No vio a ninguno de los tres, pero sí a una persona que vestía una túnica roja y que observaba la batalla con interés, tranquilamente debajo de un árbol.

Beleño no pudo ver a la persona con claridad, por culpa del humo, pero tenía la esperanza de que fuera uno de los sacerdotes. De nuevo en el suelo, dedicó al saltamontes una caricia de agradecimiento y lo guardó en un bolsillo. Después echó a correr hacia la figura de rojo, gritando «¡ayuda!» y agitando los brazos mientras corría.

La persona lo vio llegar e inmediatamente levantó las manos. En sus dedos crepitó un relámpago azul que frenó de golpe a Beleño. No era un sacerdote de Majere. Era un hechicero Túnica Roja.

—No te acerques más, kender —le advirtió el hechicero con voz muy seria.

Era una voz de mujer, grave y melodiosa. Beleño no podía verle la cara, pues se la tapaba la capucha de la túnica, pero distinguió los brillantes anillos que refulgían en sus dedos y reconoció el magnífico terciopelo rojo de la túnica.

—¡Señora Jenna! —exclamó aliviado—, ¡Me alegro tanto de que seáis vos!

—Eres Beleño, ¿no es así? —preguntó la mujer, sorprendida—. El kender acechador nocturno. Y la señorita Atta —saludó a la perra, que gruñía y no osaba acercarse a ella.

El rayo que había nacido en sus dedos dejó de brillar y la hechicera extendió la mano para estrechar la del kender. Pero Beleño la miró con recelo y se llevó las manos a la espalda, por si acaso quedaba un poco de magia capaz de achicharrarle la carne.

—Señora Jenna, necesito que me ayudéis... —le dio tiempo a decir, antes de que ella lo interrumpiera.

—En nombre de Lunitari, ¿qué está pasando aquí? —quiso saber—, ¿Acaso el pueblo de Solace se ha vuelto completamente loco? Estaba buscando a Gerard y me dijeron que podría encontrarlo aquí. Oí que había algunos problemas, pero no tenía ni idea de que iba a meterme en un auténtico campo de batalla...

Sacudió la cabeza.

—¡Esto es increíble! ¿Quién lucha contra quién y en nombre de qué causa? ¿Puedes decírmelo tú?

—Sí, señora —repuso Beleño—. No, señora. Es decir, podría pero no puedo. No tengo tiempo. Debéis ir a salvar a Rhys, señora. Está en el templo atrapado por unos anillos de oro mágicos y hay un Caballero de la Muerte que ha jurado matarlo. Yo mismo lo ayudaría, pero Rhys me dijo que tenía que encontrar a Mina. Es una diosa, sabes, y no podemos tenerla por ahí suelta. ¡Muchas gracias! Siento no poder quedarme a charlar. Tengo que irme corriendo ahora mismo. ¡Adiós!

—¡Espera! —gritó Jenna, agarrándolo por el cuelo cuando Beleño estaba a punto de salir disparado—. ¿Qué has dicho? ¿Rhys y unos anillos mágicos y qué más?

Beleño había gastado todo el aliento que le quedaba contando la historia una vez. No le quedaba más para repetirla de nuevo y, justo en ese momento, adivinó lo que parecía el revuelo del vestido de Mina desapareciendo en una voluta de humo.

—Rhys... el templo... solo... ¡Caballero de la Muerte! —exclamó con voz entrecortada—, ¡Id a salvarlo, señora! ¡Corred!

—A mi edad, yo ya no corro a ningún sitio —replicó Jenna con seriedad.

—Pues entonces caminad rápido. ¡Por favor, daos prisa! —gritó Beleño y, con un movimiento de serpiente, se zafó de Jenna y se fue calle abajo, raudo como una liebre, con Atta siguiéndole los talones.

—¿Has mencionado a un Caballero de la Muerte? —gritó Jenna cuando ya le daba la espalda.

—Un antiguo Caballero de la Muerte —aulló Beleño, girando la cabeza y, satisfecho consigo mismo, siguió corriendo para buscar a Mina.

—Un antiguo Caballero de la Muerte. Bueno, eso es un alivio —murmuró Jenna.

De todos modos, seguía muy confusa y se quedó preguntándose qué debería hacer. Podría haber hecho caso omiso de la historia de Beleño porque era el cuento de un kender (¿una diosa por ahí suelta?), pero lo conocía y Beleño no era el típico kender. Había conocido a Beleño la última vez que había estado en Solace, aquella aciaga ocasión en que Gerard, Rhys, un paladín de Kiri-Jolith y ella habían intentado, sin éxito, capturar a un Predilecto.

Jenna había aprendido a respetar y admirar a Rhys Alarife, el monje de maneras gentiles y voz suave, y era consciente de que el mismo Rhys tenía al kender en mucha estima, lo que decía mucho a favor de Beleño. Además, tenía que admitir que Beleño se había mantenido a la altura de las circunstancias durante la última crisis y había actuado con prudencia y racionalmente, algo que no podía decirse de la mayoría de los kender, fueran cuales fuesen las circunstancias.

Por tanto, Jenna llegó a la conclusión de que bien podría ser cierto que Rhys se encontraba en peligro, como Beleño afirmaba, aunque debía reconocer que tenía sus dudas en cuanto a la existencia de un Caballero de la Muerte, fuera cual fuese su actual forma. Reconoció la necesidad de apresurarse y, tras cubrirse la cabeza con la cogulla, pronunció una palabra mágica y se trasladó con sosiego y dignidad a través del tiempo y el espacio.

Como Jenna ya le había dicho al kender, a su edad, ella ya no corría a ningún sitio.

8

Atrapado por los anillos mágicos, Rhys yacía indefenso en el suelo, sin poder hacer nada, aparte de contemplar el humo que flotaba entre las columnas. El dolor de su cabeza había desaparecido, pues la herida se había curado con el beso de Mina. Pensó en aquella ironía, extraña y cruel: el beso que había matado a su hermano lo había curado a él.

No muy lejos, Krell gemía y empezaba a recuperar la consciencia.

Lo acosaba la tentación de rebelarse contra los anillos mágicos, pero habría sido una lucha inútil que sólo serviría para que malgastara sus fuerzas. Rezó a Majere, pidiendo la bendición del dios y que le fueran concedidas valentía y sabiduría para enfrentarse a aquel enemigo, y fortaleza para aceptar la muerte cuando le llegara, pues Rhys era perfectamente consciente de que, aunque estaba decidido a luchar, la victoria era imposible.

Terminó de orar, se colocó boca abajo como pudo y se dispuso a esperar, pues era lo único que podía hacer.

Krell gruñó y levantó la dolorida cabeza. Trató de incorporarse, pero se desplomó y gimió quejumbroso. Mascullando que aquel yelmo era demasiado apretado, estuvo forcejeando un rato con él y al final logró quitárselo. Lo lanzó al suelo, gimió de nuevo y se llevó la mano a la frente. Tenía un buen chichón sobre el ojo izquierdo y la mejilla izquierda hinchada. No se veía sangre, pero debía de tener un dolor de cabeza insoportable. Krell se palpó con cuidado las zonas magulladas y maldijo furioso.

Recogió el casco y se lo encajó en la cabeza. Se levantó con movimientos pesados y vio a Rhys, que seguía atado en el suelo, y las bandas vacías que habían sujetado a Mina.

Krell se arrancó otra púa de hueso del hombro y se acercó a Rhys con pasos pesados.

—¿Dónde está la niña? —bramó Krell—. ¡Dímelo, maldito seas!

Intentó clavarle la púa, pero Rhys giró sobre sí mismo, rodó por el suelo y chocó contra Krell. Con el hombro golpeó las espinillas protegidas por la armadura de hueso. Krell cayó de cabeza sobre Rhys y aterrizó sobre el duro suelo de piedra con tal fuerza que las columnas se estremecieron.

Krell emitió un ruido extraño, después se puso a cuatro gatas como pudo y, desde esa posición y con la ayuda de un banco de piedra, logró levantarse de nuevo. Recogió la púa y lentamente se acercó a Rhys, que seguía en el suelo, renqueando y respirando con dificultad.

—Te crees muy listo, ¿verdad, monje? —Krell alzó la púa—. ¡A ver si puedes esquivar esto!

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