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Terry Goodkind: La Piedra de las Lágrimas. La amenaza del custodio

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Terry Goodkind La Piedra de las Lágrimas. La amenaza del custodio

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— Bueno, sí, supongo que…

— Diez o quince puntos bastarán —dijo Zedd a la corpulenta sanadora inclinada entre las dos mujeres tendidas en el suelo. Tras examinar la pequeña herida, la matrona posó su dura mirada de ojos azules en el mago.

— Estoy segura de que sabéis mejor que nadie qué conviene, mago Zorander —dijo la sanadora con voz serena, aunque su mirada dejaba traslucir que había comprendido sus verdaderas intenciones.

— ¡Qué! ¿Vas a permitir que una estúpida partera haga el trabajo por ti?

— Milady, soy un anciano. Jamás he sido bueno cosiendo heridas, y ahora el pulso me tiembla horriblemente. Me temo que os haría más mal que bien, pero, si insistís, me esforzaré para…

— No —replicó desdeñosamente la dama—. Que sea la partera quien lo haga.

— Muy bien. —Zedd miró a la sanadora. El rostro de la mujer no revelaba emoción alguna, aunque se había ruborizado ligeramente—. Teniendo en cuenta cuánto sufre la señora, me temo que sólo hay un remedio para sus otras heridas. ¿Llevas algo de raíz de zarzo en esos grandes bolsillos?

— Sí, pero… —La sanadora frunció el entrecejo, desconcertada.

— Perfecto —la interrumpió Zedd—. Creo que con dos terrones bastará.

— ¿Dos? —inquirió, la matrona, enarcando una ceja.

— ¡No escatimes conmigo! —exigió lady Ordith—. Si no hay suficiente para todos, pues alguien menos importante que yo tendrá que quedarse sin. ¡Exijo que me des la dosis completa!

— Muy bien. —Zedd alzó la mirada hacia la sanadora—. Adminístrale la dosis completa. Tres terrones de raíz, no enteros, sino a tiras.

«¿A tiras?», articuló en silencio e incrédulamente la sanadora, abriendo mucho los ojos. Zedd bizqueó y asintió. La matrona esbozó una ligera sonrisa.

La raíz del zarzo se utilizaba para calmar el dolor de pequeñas heridas, pero debía tomarse entera. Sólo se necesitaba un pequeño terrón. En tanta cantidad y a tiras le provocaría un ardor insoportable en las partes íntimas. La buena señora iba a pasarse la mayor parte de la semana siguiente en el excusado.

— ¿Cómo te llamas, querida? —preguntó Zedd a la sanadora.

— Kelley Hallick.

El mago lanzó un cansado suspiro.

— Kelley, ¿quedan heridos a los que no puedas atender tú?

— No, señor. Middea y Annalee se están ocupando de los últimos.

— Entonces, te ruego que te lleves a lady Ordith a un lugar donde no… donde esté más cómoda mientras la atiendes.

Kelley bajó la mirada hacia la joven sobre la cual Zedd había posado una mano tranquilizadora, examinó el zarpazo en el abdomen y luego buscó de nuevo los ojos del hechicero.

— Por supuesto, mago Zorander. Parecéis muy cansado. Si queréis, venid a verme más tarde y os prepararé una infusión de damiana. —Nuevamente, las comisuras de sus labios se curvaron en una leve sonrisa.

Zedd no pudo reprimir una sonrisa. Además de sus efectos tonificantes, la infusión de damiana poseía también efectos afrodisíacos. Por cómo chispeaban los ojos de la mujer, Zedd supuso que ésta preparaba muy bien la infusión de damiana.

— Tal vez lo haga —repuso Zedd, guiñándole un ojo. En cualquier otro momento habría considerado seriamente esa oferta, pues Kelley era una mujer atractiva, pero en esos momentos nada estaba más lejos de su mente.

— Lady Ordith, ¿cómo se llama vuestra sirvienta?

— Jebra Bevinvier. Es una inútil total; holgazana e insolente.

— Bueno, ya no tendréis que soportar más sus deficientes servicios. Necesitará mucho tiempo para recuperarse, y vos os marcharéis muy pronto.

— ¿Marcharme? ¿Cómo que marcharme? —La dama alzó la nariz con arrogancia—. No tengo intención alguna de marcharme.

— El palacio ya no es un lugar seguro para una dama de vuestra importancia. Tendréis que iros por vuestra seguridad. Como vos misma habéis dicho, los guardias se pasan dormidos la mitad del tiempo. Debéis alejaros de aquí.

— Repito que no tengo intención alguna de…

— Kelley, por favor, llévate a lady Ordith a un lugar donde puedas atenderla —dijo el mago a la sanadora, dirigiéndole una firme mirada.

Antes de darle oportunidad de seguir causando problemas, Kelley se llevó a rastras a la dama como si fuese un saco de ropa sucia. El mago dirigió a Jebra una cálida sonrisa y le apartó del rostro algunos mechones de pelo, rubio rojizo y corto. La joven se apretaba la grave herida con un brazo. Zedd había logrado detener la hemorragia casi por completo, pero eso no bastaba para salvarla; debía volver a meter dentro los intestinos.

— Muchas gracias, señor. Ahora ya me siento mucho mejor. Si me ayuda a levantarme, no os molestaré más.

— Quédate tumbada, pequeña —repuso el mago suavemente—. Debemos hablar.

Con una dura mirada, obligó a retroceder a los espectadores. A los soldados de la Primera Fila les bastó esa fugaz mirada para empezar a apartar a los curiosos.

El labio de la joven temblaba, y su pecho subía y bajaba más rápidamente. A duras penas logró hacer un gesto de asentimiento.

— Voy a morir, ¿verdad?

— No voy a mentirte, pequeña. Esa herida es tan grave que no sé si me alcanza el talento para curarla, y además estoy agotado. Pero no puedo descansar ahora. Si no hago algo ya mismo, morirás. Pero, si lo intento, podría acelerarte el fin.

— ¿Cuánto tiempo?

— Si no hago nada, durarás horas, tal vez toda la noche. Podría calmarte el dolor para que la agonía se te hiciera más soportable.

La joven cerró los ojos, y por el rabillo de éstos se le escaparon lágrimas.

— Nunca creí que me importaría morir.

— ¿Debido a la piedra de Vidente que llevas?

— ¿Lo sabe? ¿Reconoce la Piedra? ¿Sabe qué soy? —inquirió la joven, con ojos desorbitados.

— Así es. Ha quedado muy atrás el tiempo en que la gente reconocía a un Vidente por la Piedra, pero yo soy muy anciano, y no es la primera vez que veo una. ¿Es por eso por lo que no quieres que te ayude? ¿Temes qué pueda pasarme si lo intento?

La joven asintió débilmente.

— Pero de pronto siento deseos de vivir.

— Eso es lo que quería saber, pequeña —le dijo Zedd, palmeándole suavemente un hombro—. No te preocupes por mí. No soy un novato, sino mago de Primera Orden.

— ¿De Primera Orden? —musitó Jebra, muy asombrada—. No sabía que aún quedaban. Por favor, señor, no arriesgue su vida por salvar a alguien como yo.

— El riesgo no es tan grande. Sólo sufriré un poco de dolor. Y, por cierto, llámame Zedd.

La joven se quedó pensativa un momento, tras lo cual aferró el brazo del mago con su mano libre.

— Zedd…, si se me permite elegir… elijo luchar por la vida.

Zedd sonrió levemente y le acarició la frente cubierta por un sudor frío.

— En ese caso, te prometo que lo haré lo mejor que pueda. —La joven hizo un gesto de asentimiento mientras se aferraba a su brazo y a su única esperanza—. ¿Puedes hacer algo para ahorrarme el dolor de las visiones?

La joven se mordió el labio inferior y negó con la cabeza. Las lágrimas anegaron de nuevo sus ojos.

— Lo siento —se disculpó en un susurro apenas audible—. Tal vez no deberías…

— Chsss, pequeña —la consoló él.

El mago inspiró profundamente y colocó una mano sobre el brazo que impedía que los intestinos se desparramaran. Entonces puso suavemente la palma de su otra mano sobre los ojos. Sólo desde fuera no podría sanar esa herida; debía curarla desde dentro, con la ayuda de la mente de la joven. Pero el intento podría matarlos a ambos.

Cuando se sintió preparado, el mago derribó sus barreras mentales. El impacto del dolor fue tal que se quedó sin aliento. Ni siquiera osaba gastar la mínima energía necesaria para inspirar. El hechicero apretó los dientes y se opuso a la presión con unos músculos duros como piedras. Ni siquiera había llegado aún al dolor de la herida. Primero debía enfrentarse al dolor de las visiones de Jebra y superarlo antes de tratar de ayudarla.

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