1 ...6 7 8 10 11 12 ...47 La mujer alargó la mano derecha, con dedos largos y finos y con una manicura exquisita, las uñas esmaltadas de madreperla, y cogió delicadamente el vaso. Mientras lo levantaba, McKintock no pudo retenerse, quizá embriagado por ese perfume y esa visión, y levantó también su vaso, diciendo con voz mesurada:
—¡Salud!
Ella giró levemente la cabeza en su dirección, y al mismo tiempo inclinándola hacia delante. Esbozó una leve sonrisa y respondió sin inflexiones de la voz:
—Salud.
Después volvió a mirar delante de ella y bebió un pequeño sorbo de su licor, mientras McKintock se tragaba de una sola vez todo lo que le quedaba del suyo.
Y se quedó así, con el vaso vacío en la mano, dándose cuenta solamente entonces de que se había bebido tres cuartos de su contenido de un solo trago. El güisqui lo estaba inundando de un calor agradable, y el perfume de la mujer lo embriagaba y despertaba en él sensaciones olvidadas mucho tiempo atrás. Y, sobre todo, ella estaba allí, a un metro de distancia, increíblemente atractiva y perfecta, aquella que podría haber sido su mujer ideal, si alguna vez él hubiera pensado que había un tal prototipo.
Sin ni siquiera darse cuenta de lo que hacía, dejó el vaso, bajó del taburete y dio un paso hacia la mujer, la sonrió y tendió amigablemente su mano, diciendo tímidamente:
—¿Me permite? Soy Lachlan McKintock.
Ella posó su copa, se giró hacia él y le dio la mano con elegancia.
—Cynthia Farnham, es un placer.
—Cynthia... —McKintock se quedó atónito. Después siguió, con voz baja y tranquila—: Es uno de los apodos de la diosa Artemisa, hija de Zeus y de Leto, hermana gemela de Apolo. Nació en la isla de Delos, en la cima del monte Kynthos, del que deriva el nombre Cynthia. Diosa de la luna, era extremadamente bella y fue una de las divinidades más amadas de la Antigua Grecia. Y... —dejó de hablar, incierto.
Mientras él hablaba, Cynthia había empezado a sonreír, complacida.
—¿Y...? —le urgió inclinando la cabeza ligeramente hacia la izquierda.
Ahora ya McKintock no podía echarse atrás. La suerte estaba echada.
—... espero no tener el mismo final que Acteón. Era un príncipe de Tebas que, cuando fue a cazar, descubrió a Artemisa mientras ella se daba un baño, desnuda. Se escondió y se quedó observándola, pero estaba tan fascinado que, sin darse cuenta, pisó una rama. El ruido lo descubrió, y Artemisa se sintió tan ultrajada por la mirada fija de Acteón que le lanzó agua mágica y lo transformó en un ciervo. Sus perros creyeron que era una presa y lo hicieron pedazos, matándolo. —Hizo una pausa, vacilante, y luego repitió—: Espero no tener el mismo final que Acteón...
Ella rio, divertida.
—No veo perros por aquí.
McKintock respiró, aliviado, y rio a su vez, después, retomó la palabra en un tono confidencial:
—Uf, por esta vez estoy a salvo. Discúlpeme si la he molestado —dijo, y volvió a su taburete.
—No hay de qué excusarse. A mí también me gusta charlar relajadamente, después del día que he tenido. ¿Lachlan, ha dicho? ¿Cuál es su origen?
McKintock se relajó.
—Es un nombre gaélico, y parece que significa «proveniente del lago», o, a lo mejor, «guerrero belicoso».
—Prefiero la primera acepción. ¿Qué opina usted?
—Ciertamente. Estoy de acuerdo. —McKintock se sentía realmente a gusto hablando con Cynthia. Era agradable conversar con ella, y tanto o más encontrar inmediatamente puntos en común. ¡Hacía mucho tiempo que sus relaciones con los demás consistían únicamente en silencios estresantes, decisiones amargas y pomposos discursos públicos!
McKintock propuso a la mujer:
—¿Qué le parece si nos sentamos? —Sugirió, señalando un agradable espacio anexionado al bar, con mesas bajas y cómodos sillones.
Ella miró el reloj y estimó la propuesta durante un momento, cosa que angustió a McKintock, hasta que dijo:
—Claro, todavía es pronto.
Cogió su copa y se dirigió, junto con él, hacia el salón. Se instalaron uno enfrente del otro, con una mesa baja entre los dos.
Ella bebió un sorbo de jerez; McKintock, que no tenía ya nada que beber, se giró hacia la barra del bar e hizo un gesto al dependiente, que acababa de volver. El camarero llegó rápidamente y McKintock se dirigió de nuevo a Cynthia:
—¿Puedo permitirme invitarle a algo? ¿Le apetece picar algo, salado o dulce? ¿Un helado?
Ella reflexionó y luego se decidió:
—¿Por qué no? Algo salado, gracias.
McKintock pidió una tónica, y el camarero se fue a preparar todo.
Cynthia cruzó las piernas y asumió una pose poco espontánea.
—¿A qué se debe su presencia en Birmingham? —le preguntó.
—He venido por la conferencia sobre la mitología griega. Soy profesor de Letras Clásicas y quiero mantenerme al día.
—Ah, entiendo. Por eso sabía todo de Artemisa. Pero... —añadió con algo de malicia— ¿y si le hubiese mandado un cerdo salvaje?
Eso fulminó a McKintock. Se puso rojo hasta la punta del pelo, sintiéndose un perfecto imbécil. Cynthia sabía todo de Artemisa, ¡todo! Había estado jugando con él hasta ese momento, y él no se había dado cuenta.
—Habría acabado como Adonis, muerto por el cerdo salvaje que le envió Artemisa —constató, avergonzado. Después tuvo una idea.
—Pero era lógico: ¿quién mejor que la diosa en persona podría conocer sus propias leyendas?
Cynthia sonrió, halagada.
—Esta vez seré magnánima Sobre todo porque esta diosa se ocupa de inversiones, más que de culebrones del Olimpo.
McKintock sonrió ahora, y se sintió feliz de haberla conocido. Era una mujer culta e inteligente, increíblemente fascinante.
El camarero trajo las cosas. Como Cynthia había acabado su jerez entre tanto, McKintock la miró interrogativo, y ella pidió:
—Una tónica para mí también, por favor.
Comenzaron a picotear los aperitivos, que eran muy diversos y sabrosos. Por algún momento estuvieron en silencio, hasta que McKintock le preguntó:
—¿Así que inversiones? Interesante. Debe ser un trabajo de gran responsabilidad.
—Efectivamente —confirmó ella—. Hay que considerar que quien decide investir espera tener beneficios, o al menos conservar el capital investido, en el peor de los casos. Eso depende del perfil de riesgo del inversor. Cuanto más alto es el riesgo, y entonces hablamos de invertir mayoritariamente en acciones, mayores pueden ser los beneficios, con la condición de que la inversión sea a un plazo de, por lo menos, cinco años. Este período es suficientemente largo para permitir que las acciones aumenten de valor en el tiempo, aunque estén sometidas a fuertes variaciones a corto plazo ligadas a los altibajos del mercado. Lo que cuenta es la tendencia, en este caso, porque si las acciones son de las llamadas sanas, su valor aumentará irremediablemente, excepto en caso de guerras, revoluciones, o perturbaciones a nivel nacional o mundial. Si el inversor está razonablemente seguro de no necesitar el dinero invertido, al menos por la duración mínima necesaria para este tipo de operaciones, es muy probable que después de algunos años se encuentre con unos beneficios significativos. Cierto, nadie conoce el futuro, por lo que el riesgo de perder dinero existe, es real, pero la economía presenta ciertos movimientos cíclicos que permiten hacer previsiones razonables e invertir en consecuencia.
Mientras tanto el camarero había llevado la tónica para Cynthia, que bebió un sorbo y continuó:
—El extremo opuesto es el riesgo bajo, es decir, la inversión en valores de renta fija. En ese caso, el horizonte temporal es mucho más breve; puede ser incluso menor de un año. Estos valores, de hecho, dan un rendimiento bajo pero seguro, por lo que son aconsejables para quienes no quieren arriesgar nada, se contentan con pocos beneficios y saben que tendrán el capital disponible cuando lo necesiten.
Читать дальше