Robert Jordan - El despertar de los héroes

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Las fuerzas del mal se agitan y tienden sus garras sobre el mundo, al mismo tiempo que surgen señales que auguran la proximidad de la Ultima Batalla, donde ha de decidirse la suerte de la humanidad.
Según afirman las profecías, en ella tendrá que luchar el Dragón Renacido para proteger a la Luz del avance de las Tinieblas. Padan Fain, un siniestro seguidor del señor de la Oscuridad, ayudado por las abominables criaturas que componen sus ejércitos, roba el Cuerno de Valere, un objeto decisivo para decantar la supremacía en el combate. Rand y sus amigos parten en su persecución en compañía de un pelotón de soldados del reino de Shienar. El largo y azaroso viaje los llevará hasta los confines del continente, donde al fin recuperan el Cuerno, y a cuya llamada acuden los héroes de todas las eras. Entretanto, Rand averiguará inquietantes detalles acerca de su origen y de su verdadera identidad, y la vorágine de los acontecimientos lo obligará a ocupar un lugar fundamental en el desenlace de la historia del mundo.

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A poca distancia de la illiana, había otra mujer, sola y admirablemente silenciosa. Con un cuello de cisne y una lustrosa melena negra cuyas ondulaciones le llegaban hasta la cintura, daba la espalda a la pared de piedra, observándolo todo. No había nerviosismo allí, sino un sereno dominio de sí. Aquello era, en efecto, muy loable, pero su piel cobriza y su traje largo de color crema, que no dejaba al descubierto más que sus manos, ceñido y de tela apenas opaca que insinuaba sus formas sin revelarlas era una marca patente de su pertenencia a la alta aristocracia de Arad Doman. Y, a menos que el hombre que se hacía llamar Bors anduviera totalmente desencaminado en sus suposiciones, el macizo brazalete de oro que lucía en su muñeca izquierda tenía grabadas las enseñas de su casa. Sin duda, había de ser de su propia familia; ningún domani de alta alcurnia sería capaz de doblegar su orgullo llevando las insignias de otra casa. Aquella ostentación era una absoluta temeridad.

Un hombre vestido con una chaqueta shienariana de cuello alto y tonalidad azul cielo pasó ante él dedicándole una recelosa mirada que lo recorrió de pies a cabeza. Su porte lo identificaba como soldado, y la postura de sus hombros, su manera de mirar sin posar la vista más de unos instantes en un lugar, y su mano, aparentemente dispuesta a empuñar rápidamente una espada que no llevaba en el cinto, no hacían más que corroborar tal apreciación. El shienariano apenas desperdició un minuto en el hombre que se autodenominaba Bors; sus hombros encorvados no expresaban ninguna amenaza.

El individuo que se hacía llamar Bors esbozó una mueca de desdén mientras el shienariano proseguía su camino, con la mano derecha cerrada en un puño y los ojos escrutando a alguien más para detectar su peligrosidad. Él era capaz de desenmascararlos a todos, desde su clase social a su país de origen. Mercaderes y guerreros, plebeyos y nobles. De Kandor y Cairhien, Saldaea y Ghealdan: de cada una de las naciones y de casi todos los pueblos existentes. Arrugó la nariz, presa de una súbita aversión. Incluso había un gitano, ataviado con pantalones de color verde chillón y una escandalosa chaqueta amarilla. «Llegado el Día, podremos prescindir de ésos».

Los que disimulaban conscientemente su apariencia no salían, en la mayoría de los casos, mejor parados, a pesar de ir envueltos en capas y telas. Advirtió, bajo el borde de una túnica oscura, las botas adornadas con plata de un gran señor de Tear, y, bajo otra, la imagen fugaz de unas espuelas con la cabeza dorada de un león, que únicamente utilizaban los oficiales de alto rango de la guardia de la reina de Andor. Un sujeto esbelto, cuya delgadez era patente bajo su hábito negro que barría el suelo y una anónima capa gris abrochada con un anodino broche de plata, escudriñaba desde las sombras de su profunda capucha. Aquél podía ser cualquiera, proceder de cualquier país… salvo por la estrella de seis puntas tatuada entre el pulgar y el índice de su mano derecha. Por consiguiente era un Marino y una mirada a su mano izquierda proclamaría las marcas de su clan y estirpe. El hombre que se autodenominaba Bors no se molestó en tratar de averiguar cuáles eran.

De pronto entrecerró los ojos, fijándolos en una mujer rebujada en negro, que no mostraba más que los dedos. En su mano derecha había un anillo con la forma de una serpiente que se mordía la cola. Aes Sedai o, como mínimo, una mujer que había recibido las enseñanzas de las Aes Sedai en Tar Valon. Nadie más llevaría tal joya. Para él, ambas cosas se reducían a lo mismo. Apartó la mirada de ella antes de que notara que la observaba y casi de inmediato distinguió otra mujer completamente arropada en negro que también lucía el anillo con la Gran Serpiente. Las dos brujas no daban muestras de conocerse entre sí. En la Torre Blanca se sentaban como arañas en medio de una telaraña, tendiendo los hilos en los que danzarían reyes y reinas, entrometiéndose en asuntos ajenos. «¡Malditas sean hasta la eternidad!» Cayó en la cuenta de que estaban rechinándole los dientes. Si el número de adeptos había de disminuir —y en efecto, así debía suceder antes del Día—, había ciertos elementos cuya desaparición sería aún más ansiada que la de los gitanos.

Sonó un tintineo, compuesto de una sola nota vacilante que, procedente a un tiempo de todas direcciones, atajó bruscamente cualquier otro ruido con la precisión del filo de un cuchillo.

Las imponentes puertas del fondo de la sala se abrieron, para dar paso a dos trollocs con mallas negras que les llegaban hasta las rodillas, decoradas con púas. Todos los presentes, incluso el hombre que se hacía llamar Bors, retrocedieron.

Con una estatura que superaba en uno o dos palmos a la de los más altos hombres congregados allí, eran una repulsiva mezcolanza de hombre y animal, con unas caras deformes y alteradas. Uno tenía un macizo y acerado pico en lugar de boca, y plumas donde debería haberle crecido el cabello. El otro caminaba sobre pezuñas, su cara terminaba en un prominente y peludo hocico y en su cabeza despuntaban unos cuernos de cabra.

Haciendo caso omiso de los humanos, los trollocs se volvieron hacia la puerta y realizaron una profunda reverencia, en actitud servil y acobardada. Las plumas de uno de ellos se irguieron formando una enhiesta cresta.

Cuando un Myrddraal avanzó entre ellos, se postraron de rodillas. Éste iba ataviado con unas prendas negras cuya intensidad hacía aparecer, por contraste, claras las mallas de los trollocs y las máscaras de los humanos. Su atuendo se mantenía inalterable, sin una arruga, mientras se movía con la agilidad de una víbora.

El hombre que se autodenominaba Bors notó cómo los labios se le separaban para esbozar un rictus, el cual reflejaba en parte una amenaza y por otra un temor, que le avergonzaba confesarse incluso a sí mismo. El Fado tenía al descubierto su pálida faz de hombre, carente de ojos y con la lisura de un huevo, semejante a un gusano.

El terso semblante blanco giró, al parecer mirándolos a todos, uno por uno. Un visible escalofrío los recorrió bajo el peso de aquella mirada en la que no mediaban ojos. Sus finos y exangües labios se arquearon en una especie de sonrisa al tiempo que los personajes enmascarados intentaban retroceder para fundirse entre la multitud y evitar así aquel escrutinio. La mirada del Myrddraal los hizo desplegarse formando un semicírculo encarado hacía la puerta.

El hombre que se hacía llamar Bors tragó saliva. «Llegará un día, Semihombre, cuando el Gran Señor de la Oscuridad llegue de nuevo, en que elegirá a sus Nuevos Señores del Espanto y tú te humillarás ante ellos. Te humillarás ante los hombres. ¡Ante mí! ¿Por qué no dices nada? ¡Deja de mirarme y habla!»

—Vuestro amo va a entrar. —La rasposa voz del Myrddraal recordaba el sonido de una piel seca de serpiente restregada— ¡Postraos boca abajo, gusanos! ¡Arrastraos, no sea que su relumbre os ciegue y os queme!

El individuo que respondía al nombre de Bors se sintió rebosar de rabia, tanto por el tono empleado como por las palabras pronunciadas, pero entonces el aire suspendido sobre el Myrddraal comenzó a brillar y ello suprimió súbitamente su acceso de furia. «¡No es posible! ¡No es posible que…!» Los trollocs ya se habían pegado al suelo como si quisieran esconderse en él.

Sin aguardar a ver si los demás se movían, el supuesto Bors se postró con el rostro inclinado, gruñendo al golpearse contra la piedra. A sus labios afluyeron las palabras de un encantamiento para prevenir el peligro —el encantamiento era una pobre defensa contra lo que temía— y oyó un centenar de voces, jadeantes a causa del miedo, que lo acompañaban murmurando la misma fórmula.

—El Gran Señor de la Oscuridad es mi señor y yo lo sirvo de todo corazón hasta la última fibra de mi alma. —En lo más recóndito de su mente oía una voz empavorecida. «El Oscuro y todos los Renegados están confinados…» Estremeciéndose, la silenció. Hacía mucho tiempo que había dejado de escuchar aquella voz— He aquí que mi señor es el Señor de la Muerte. Sin pedirle nada lo sirvo en espera del Día de su Advenimiento y, sin embargo, lo sirvo con la firme confianza de la vida eterna. —«… confinados en Shayol Ghul, encerrados por el Creador en el momento de la creación. No, ahora me hallo al servicio de un amo distinto»— Sin duda los fieles serán exaltados en la tierra, exaltados sobre los paganos, elevados por encima de tronos, pero yo sirvo humildemente en espera del Día de su Advenimiento. —«La mano del Creador nos resguarda a todos y la Luz nos protege de la Sombra. ¡No, no! Un amo distinto»—. Se acerca veloz el Día del Retorno. Se aproxima veloz el Gran Señor de la Oscuridad para guiarnos y gobernar el mundo por los siglos de los siglos.

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