David Brin - Navegante Solar
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»Dígame, aunque evité losh detectoresh del borde con mish espectrosh, ¿no le extrañó que a vecesh aparecieran en lo alto cuando yo eshtaba en la zona invertida?
Jacob intentaba pensar. Tenía apoyada la pistola aturdidora contra su mejilla. Su frescor le agradaba, pero no le proporcionaba ninguna idea. Y tenía que dedicar parte de su atención a hablar con Culla.
—Nunca me molesté en pensarlo, Culla. Supongo que simplemente se inclinaba y lanzaba el rayo a través del campo de suspensión semitransparente de la cubierta. Y se reflejaba en ángulo dentro del casco.
De hecho, ésa era una pista válida. Jacob se preguntó por qué la había pasado por alto.
¡Y la brillante luz azul, durante su trance en La Baja! ¡Sucedió justo antes de que despertara para ver a Culla ante él! ¡El eté debió de sacarle un holograma! ¡Vaya forma de conocer a alguien y no olvidar nunca su cara!
—Culla —dijo lentamente—. No es que esté resentido ni nada por el estilo, ¿pero fue usted responsable de mi loca conducta al final de la última inmersión?
Hubo una pausa. Entonces Culla habló, con crecientes balbuceos.
—Shí, Jacob. Lo shiento, pero she eshtaba volviendo demashiado inquishitivo. Eshperaba deshacreditarle. Fra-cashé.
—¿Pero cómo...?
—¡Oí a la doctora Martine hablar de losh efectosh del desh-lumbramiento en losh humanosh!
El pring casi gritó. Era la primera vez, que Jacob recordara, que el pring había interrumpido a alguien.
—¡Experimenté con el doctor Kepler durante meshesh! Luego con LaRoque y Jeff... luego con ushted. Ushé un rayo difractado eshtrecho. ¡Nadie pudo verlo, pero deshenfocó shush penshamientosh!
»No shabía lo que haría ushted. Pero shabía que shería embarazosho. Lo shiento de nuevo. ¡Era neceshario!
Definitivamente ya no ascendían. El gran filamento que habían dejado tan sólo unos minutos antes gravitaba sobre la cabeza de Jacob. Altos chorros se retorcían y curvaban hacia la nave, como dedos atenazantes.
Jacob había estado intentando encontrar una salida, pero su imaginación estaba bloqueada por una poderosa barrera.
¡Muy bien, me rindo!
Llamó a su neurosis para ofrecerle sus términos. ¿Qué demonios quería la maldita cosa?
Sacudió la cabeza. Tendría que invocar a la cláusula de emergencia. Hyde iba a tener que salir y convertirse en parte de él, como en los viejos y malos tiempos. Como cuando persiguió a LaRoque en Mercurio, y cuando irrumpió en el laboratorio fotográfico. Se preparó para entrar en el trance.
—¿Por qué, Culla? ¡Dígame por qué ha hecho todo esto!
No es que tuviera importancia. Tal vez Hughes estaba escuchando. Tal vez Helene estaba grabando. Jacob estaba demasiado ocupado para darle importancia.
¡Resistencia! En las coordenadas no-lineales y no-ortogonales del pensamiento cribó sentimientos y sensaciones. Envió a hacer su trabajo a los viejos sistemas automáticos hasta el punto en que aún funcionaran.
Lentamente, los marcos y camuflajes cayeron y se encontró cara a cara con su otra mitad.
Las murallas, inescalables en los pasados asedios, eran ahora aún más extraordinarias. Los parapetos de tierra habían sido reemplazados por piedra. La valla estaba hecha de agujas afiladas, finas y de treinta kilómetros de largo. En lo alto de la torre más alta ondeaba una bandera. El estandarte decía «Lealtad». Revoloteaba sobre dos estacas, y en cada una de ellas había empalada una cabeza.
Reconoció al instante una de ellas. Era la suya propia. Aún brillaba la sangre que manaba del cuello cercenado. La expresión era de remordimiento.
La otra cabeza le hizo estremecerse. Era Helene. Su rostro estaba manchado y lacerado, y mientras la contemplaba, sus ojos se movieron débilmente. La cabeza estaba todavía viva.
¿Pero por qué? ¿Por qué esa furia contra Helene? ¡Y por qué los tonos de suicidios. esta reluctancia a unirse con él para crear el casi ubersmensch que fuera antaño?
Si Culla decidía atacar ahora, estaría indefenso. Tenía los oídos llenos del quejido de un viento ululante. Hubo un rugir de cohetes y luego el sonido de alguien cayendo... el sonido de alguien llamando mientras caía.
Y por primera vez pudo distinguir sus palabras.
— Jacob! ¡Cuidado con el primer escalón...!
¿Eso era todo? ¿Entonces por qué tanto alboroto? ¿Por qué tantos meses intentando averiguar lo que resultó ser la última ironía de Tania?
Por supuesto. Su neurosis le dejaba ver, ahora que la muerte era inminente, que las palabras ocultas eran otro señuelo. Hyde ocultaba algo más. Era...
Culpa.
Sabía que llevaba su carga tras el incidente en la Aguja Vainilla, pero nunca había advertido cuánta. Ahora vio lo enfermizo que era este acuerdo Jekyll y Hyde con el que había estado viviendo. En vez de curar lentamente el trauma de una dolorosa pérdida, había sellado una entidad artificial, para que creciera y se alimentara de él y de su vergüenza por haber dejado caer a Tania... por la suprema arrogancia del hombre que, aquel aciago día a treinta kilómetros de altura, pensó que podía hacer dos cosas a la vez.
Había sido tan sólo otra forma de arrogancia, una creencia de que podía superar la forma normal humana de recuperarse de las penas, el ciclo de dolor y trascendencia con el que se enfrentaban cientos de millones de seres humanos cuando sufrían una pérdida. Eso y el consuelo de la cercanía de otras personas.
Y ahora estaba atrapado. El significado del estandarte en las murallas estaba claro. En su enfermedad, había pensado en expiar parte de su culpa con demostraciones de lealtad hacia la persona a la que había fallado. No una lealtad externa sino interior, una lealtad enfermiza basada en apartarse de todo el mundo, mientras se convencía de que se encontraba bien, puesto que había tenido amantes.
¡No era extraño que Hyde odiara a Helene! ¡No era extraño que también quisiera muerto a Jacob Demwa!
Tania nunca lo habría aprobado, le dijo. Pero no estaba escuchando. Tenía su propia lógica y ningún sentido.
¡Ella habría querido a Helene!
No sirvió de nada. La barrera era firme. Abrió los ojos.
El rojo de la cromosfera se había vuelto más intenso. Ahora se encontraban en el filamento. Un destello de color, visto incluso a través de las gafas, le hizo mirar a la izquierda.
Era un toroide. Estaban en medio del rebaño.
Mientras observaba, pasaron varios más, con sus bordes festoneados de brillantes diseños. Giraban como donuts locos, ajenos al peligro de la Nave Solar.
—Jacob, no ha dicho nada. —La voz característica de Culla sonó en el fondo de su interior. Jacob se recuperó al oír su nombre—. Sheguro que tiene alguna opinión shobre mish motivosh. ¿No she ha dado cuenta que de eshto shurgirá un bien mayor, no shólo para mi eshpecie sino para la shuya y también para shush pupilosh?
Jacob sacudió vigorosamente la cabeza para despejarla. ¡Tenía que combatir de algún modo el cansancio inducido por Hyde! La línea de plata que era su mano ya no dolía.
—Culla, tengo que pensar un poco sobre esto. ¿Podemos retirarnos y parlamentar? Puedo traerle algo de comida y tal vez logremos llegar a un acuerdo.
Hubo una pausa. Entonces Culla habló lentamente.
—Esh ushted muy tramposho, Jacob. Me shiento tentado, pero veo que sherá mejor que ushted y shu amigo she queden quietosh. De hecho, me asheguraré. Shi alguno de losh dosh she mueve, lo «veré».
Jacob se preguntó aturdido qué trampa había en ofrecer comida al alienígena. ¿Por qué se le había ocurrido aquella idea?
Ahora caían más rápido. En lo alto, el rebaño de toroides se extendía hacia la ominosa pared de la fotosfera. Los más cercanos brillaban azules y verdes mientras pasaban. Los colores se difuminaban con la distancia. Las bestias más lejanas parecían diminutos anillos de boda, cada uno con un pequeño destello de luz verde.
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