John Norman - El guerrero de Gor

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Un profesor de historia, en una excursión campesina, encuentra una placa de metal con un mensaje fechado tres siglos antes. A poco pierde el rumbo y resulta transportado por una nave espacial hasta un nuevo mundo: Gor o la Contratierra.
Transmutado así en el tiempo y en el espacio, Tarl Cabot se transforma en uno de los elegidos para ser entrenados en el arte de la guerra por los esgrimistas y arqueros de Gor.
¿Con qué fin se entrena Cabot?
¿Qué misión tiene reservada en la Contratierra? ¿Con qué propósitos se lo ha elegido?
La serie de novelas que ha escrito John Norman, da respuesta a estos interrogantes, que se han formulado y develado ya varias decenas de millones de lectores en EE.UU., Inglaterra, Francia y Alemania.

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—¡Una carrera! —exclamé.

—¡De acuerdo! —respondió a gritos. Hizo girar a su tarn y se alejó volando. Me sentí fastidiado. Él era tan hábil en su trato con el animal, que enseguida se adelantaba y resultaba imposible alcanzarlo. Finalmente también yo logré hacer girar al animal y traté de aguijonearlo. Se me ocurrió que estas aves habrían sido entrenadas para reaccionar ante la voz humana. Entonces vociferé en goreano y en inglés:

—¡Har-ta! ¡Har-ta! ¡Más rápido! ¡Más rápido!

El tarn pareció percibir lo que yo quería. Observé en él un cambio notable. Estiró la cabeza hacia adelante; las alas de repente batían el aire como látigos, los ojos relampagueaban y cada músculo y cada hueso parecían irradiar una fuerza inusitada. Fue un vuelo vertiginoso. Al cabo de un instante apenas nos adelantamos al sorprendido Tarl, y pocos momentos después aterrizamos sobre el gran cilindro, del que habíamos partido minutos antes.

—¡Por las barbas de los Reyes Sacerdotes! —tronó Tarl el Viejo, mientras hacía aterrizar a su ave— ¡Este tarn es increíble!

Los tarns, dejados en libertad, volvieron por propio impulso a sus corrales, y Tarl el Viejo y yo descendimos a nuestras habitaciones. Tarl casi no cabía en sí de orgullo.

—¡Qué tarn! —exclamó—. Yo te llevaba un pasang de ventaja y sin embargo me has ganado. —El pasang es una unidad de distancia en Gor, que aproximadamente equivale a un kilómetro. —¡Este tarn está hecho a tu medida!

—Yo pensé que quería matarme —dije—. Casi tengo la impresión de que los criadores de tarns no domestican suficientemente a sus animales.

—Estás equivocado —exclamó Tarl el Viejo—. El entrenamiento es excelente. El espíritu del tarn no debe ser quebrantado, por lo menos en el caso del tarn de combate. Está domesticado hasta tal punto que depende de la fuerza de su amo si el animal lo devora o le obedece. Tú llegarás a conocer al tuvo y él a ti. En el cielo, los dos seréis uno solo: el tarn, el cuerpo, y tú, su voluntad. Vivirás con él un armisticio continuo. Si eres débil o indefenso, te mata. Pero mientras te mantengas fuerte y te afirmes como su amo, te acata y te respeta —calló un instante—. No estábamos seguros de ti, tu padre y yo, pero hoy sé con certeza a qué atenerme. Has dominado un tarn, un tarn de combate. Por tus venas debe de correr la sangre de tu padre, que fue una vez Ubar, líder guerrero de Ko-ro-ba, la ciudad de los cilindros, y que ahora es su administrador.

Me sentí sorprendido, pues no sabía que mi padre había sido jefe supremo de esta ciudad y que ahora se desempeñaba como su más alto funcionario civil.

De repente algo interrumpió nuestra conversación. Delante de nuestras ventanas se oyó un aleteo; Tarl el Viejo se arrojó sobre mí y me echó al suelo. En el mismo instante el pivote de hierro de una ballesta entró silbando a través de una de las estrechas ventanas, golpeó la pared detrás de la pata de mi silla y giró por la habitación. De un vistazo logré distinguir el casco negro de un tarnsman, que ya volvía a alejarse. Se oyeron gritos, pasos apresurados. Corrí a la ventana y vi cómo numerosos pivotes de ballesta trataban de alcanzar al agresor, que ya se encontraba a casi un pasang de distancia.

—Un miembro de la Casta de los Asesinos —dijo Tarl el Viejo—, Marlenus, que bien quisiera ser Ubar de todo Gor sabe de tu existencia.

—¿Quién es Marlenus? —pregunté; me temblaba la voz.

—Mañana lo sabrás —respondió Tarl el Viejo—. Y mañana te dirán también por qué te han traído a Gor.

—¿Por qué no puedo saberlo ahora?

—Porque el día de mañana tarda poco en llegar —me respondió.

Lo miré fijamente:

—¿Y esta noche? —pregunté.

—Esta noche —dijo— nos emborracharemos.

A la mañana siguiente desperté sobre la estera de dormir, en un rincón de mi habitación. Sentía frío. Tenía un terrible dolor de cabeza y la impresión de que innumerables puntas de lanza me atravesaban el cerebro. Me incorporé con dificultad, me levanté, fui a tropezones hasta la palangana que se encontraba sobre la mesa y me salpiqué el rostro con agua.

No recordaba muy bien qué había ocurrido la noche anterior. Tarl el Viejo y yo habíamos paseado por la ciudad visitando una taberna tras otra, y todavía recordaba que yo había avanzado cantando y trastabillando por estrechos puentes sin barandillas. Tarl el Viejo también había bebido demasiado del jugo fermentado de granos; se llamaba Pagar-Sa-Tarna, deleite de la hija de la vida. Pero solía llamárselo simplemente «Paga». No tenía la menor intención de volver a probar ese brebaje.

Recordé asimismo a las muchachas de la última taberna, magníficas figuras en sedosos vestidos de baile, esclavas criadas para el entretenimiento, para la pasión, como si se tratara de animales. Si era cierto que existían seres esclavos o libres de nacimiento, como sostenía Tarl el Viejo, estas muchachas eran esclavas de nacimiento. Era imposible imaginarlas de otra manera, pero también ellas debían de sentir un doloroso despertar, debían esforzarse en levantarse, en asearse. En particular, recordaba a una muchacha, su cuerpo, delgado como una vara, su pelo negro enmarañado sobre los hombros oscuros, las campanillas en los tobillos, el leve tañido tras las cortinas en la alcoba. De pronto se me ocurrió pensar que hubiera deseado poseer a esa muchacha por más tiempo que esa única hora por la que había pagado. Desterré el pensamiento de mi cabeza dolorida y, precisamente cuando me estaba abotonando la túnica, Tarl el Viejo entró en la habitación.

—Ahora iremos a la sala del Consejo —dijo.

Lo seguí.

La sala del Consejo es la habitación en la cual realizan sus reuniones los representantes elegidos de las castas elevadas de Ko-ro-ba. Cada ciudad tiene una habitación semejante. Esta se encontraba en el cilindro más grande, y el techo era por lo menos seis veces más alto que el de una habitación común. Los puntos de luz, que me recordaban el cielo estrellado, brillaban en el techo; las paredes estaban pintadas horizontalmente con franjas de colores, de abajo hacia arriba de color blanco, azul, amarillo, verde y rojo, de acuerdo con los colores de las castas. En cinco niveles diferentes junto a la pared, un nivel para cada una de las castas elevadas, se alzaban los bancos de piedra para los miembros del Consejo. Los bancos correspondían al color de la pared que se encontraba detrás de ellos.

El banco más bajo, pintado de blanco, les estaba reservado a los Iniciados, los intérpretes de la voluntad de los Reyes Sacerdotes. Detrás de ellos se encontraban sentados —en este orden— los representantes de los Escribas, de los Constructores, de los Médicos y de los Guerreros.

Comprobé que Torm no se contaba entre los representantes de los Escribas y sonreí.

—Soy demasiado práctico por naturaleza —decía— como para ocuparme de los asuntos inútiles relacionados con el gobierno.

Me llamó agradablemente la atención el hecho de que a mi propia casta, la Casta de los Guerreros, le correspondía el status más bajo; si hubiera sido por mí, los guerreros no hubieran debido pertenecer en absoluto a las castas elevadas. Por otra parte, tenía mucho que objetar al hecho de que la Casta de los Iniciados ocupara el lugar de honor, ya que éstos eran, a mi parecer, en un grado aun mayor que los soldados, miembros improductivos de la sociedad. Al menos los guerreros ofrecían su protección a la ciudad, mientras que los iniciados en todo caso se ofrecían para curar enfermedades y plagas, que, en gran medida, ellos mismos habían provocado.

En medio de la sala circular se alzaba una especie de trono, sobre el cual se hallaba, vestido en su traje de ceremonia —una sencilla túnica marrón—, mi padre, administrador de Ko-ro-ba, anteriormente Ubar, jefe supremo de la ciudad. A sus pies tenía un casco, un escudo, una lanza y una espada.

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