John Norman - El proscripto de Gor

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Tarl Cabot, el protagonista de esta serie, pone fin a su largo exilio y retorna a ese extraño mundo: Gor o la Contratierra.
Ahí fue otrora, un guerrero altivo y poderoso. Pero todo ha cambiado: su hogar destruido; su bella esposa, Talena, ha muerto o tal vez desaparecido; el resto de su familia y sus hermanos, diseminados aquí y allá.
Y ahora Cabot es declarado proscripto; todos los hombres tienen orden de matarlo.
Su única oportunidad es hallar a los reyes sacerdotes de Gor y someterse a ellos.
Pero Tarl Cabot no está dispuesto a hacerlo.
Este segundo tomo de la serie GOR, que ha escrito John Norman, apasionará a los lectores como ya lo ha hecho en EE.UU., Inglaterra, Francia y Alemania.

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Cuando comencé a cubrirlo con rocas, observé los restos del cráneo, que apenas consistían en algo más que un puñado de desechos óseos. El cerebro había sido literalmente extraído por las llamas. La luz matinal brilló brevemente sobre algo dorado entre los blancos trozos óseos. Lo levanté. Era una pequeña red de fino alambre dorado. No sabía qué hacer con ella y la arrojé a un costado.

Amontoné unas piedras sobre su cuerpo, suficientes en cantidad como para que la tumba fuera visible y para mantener alejadas a las fieras.

Coloqué una gran piedra plana cerca de la cabecera de la tumba y grabé en ella las siguientes palabras con la punta de mi lanza: “Soy un hombre de Ar, la gloriosa”. No conocía nada más acerca de ese hombre.

De pie junto a la tumba desenvainé mi espada. El muerto me había dicho que me matara con ella para evitar mi deshonra, para frustrar una vez al menos la voluntad de los poderosos Reyes Sacerdotes de Gor.

—No, amigo —le dije a los restos del guerrero de Ar—. No, no me mataré. Tampoco me someteré a los Reyes Sacerdotes ni viviré la vida vergonzosa que me tienen destinada.

Alcé la espada en dirección hacia el valle en el cual se había levantado la ciudad de Ko-ro-ba.

—Hace mucho tiempo —dije— consagré esta espada al servicio de Ko-ro-ba. Este compromiso no se ha modificado.

Como todo goreano, conocía la ubicación de los Montes Sardos, la patria de los Reyes Sacerdotes, una vasta zona prohibida en la que no podía penetrar ningún mortal, ningún ser humano que viviera a la sombra de las Montañas. Se decía que la Piedra del Hogar suprema de todo Gor se encontraba en esos montes y que era la fuente del poder de los Reyes Sacerdotes; se decía también que ningún hombre había regresado vivo de aquellas montañas, que nadie había visto jamás a un rey sacerdote y sobrevivido a ese encuentro.

Volví a envainar la espada, sujeté el casco a mi hombro, recogí el escudo y la lanza y me encaminé en dirección hacia los Montes Sardos.

6. Vera

Los Montes Sardos, que nunca había visto hasta entonces, se hallaban a una distancia de más de mil pasangs de Ko-ro-ba. Mientras que los hombres que viven a la sombra de los Montes, como se suele llamar a los mortales, raramente los penetran y en el caso de hacerlo nunca regresan, muchos llegan hasta sus orillas aunque sólo sea para hallarse a la sombra de estas rocas que ocultan los secretos de los Reyes Sacerdotes. De hecho, se espera de todo goreano que al menos una vez en su vida lleve a cabo tal peregrinación.

Cuatro veces al año, coincidiendo con los solsticios y equinoccios, se realizan ferias en las llanuras al pie de los Sardos, presididas por comités de Iniciados, ferias en las que los hombres de muchas ciudades se mezclan sin derramamiento de sangre, épocas de tregua, de juegos y competencias, de compras y ventas.

Torm, mi amigo perteneciente a la Casta de los Escribas, había concurrido a tales ferias para intercambiar rollos escritos con los estudiosos de otras ciudades, hombres a quienes nunca hubiera conocido a no ser por estas ferias, hombres de ciudades enemigas, a quienes sin embargo les interesaban más las ideas que el odio al enemigo, hombres como Torm, que amaban el saber de tal manera que de buena gana arriesgaban el peligroso viaje a los Montes Sardos, si esto les brindaba la posibilidad de discutir acerca de un texto o tratar de adquirir un rollo valioso. De la misma manera, hombres pertenecientes a las Castas de los Médicos, Constructores y de otras profesiones, utilizaban las ferias para difundir e intercambiar información.

Las ferias contribuyen a unir intelectualmente a las ciudades goreanas, aisladas en otros aspectos. Y supongo que las ferias contribuyen, de manera similar, a que se estabilicen los dialectos goreanos, que de lo contrario se desarrollarían independientemente unos de otros, de modo que en el curso de pocas generaciones se volverían mutuamente ininteligibles. Esto es algo que comparten todos los goreanos: el saber su lengua materna, a través de sus centenares de variantes, a la que simplemente llaman “el idioma”, y aquel que no lo habla, sin tener en cuenta su origen o su rango, es considerado inaceptable. A diferencia de los habitantes de la Tierra, el goreano otorga poca importancia al criterio de la raza, y en cambio valora en alto grado el idioma y la ciudad. Al igual que nosotros, encuentra razones para odiar a sus semejantes, pero sus razones difieren de las nuestras.

Habría dado mucho por poder contar con un tarn para mi viaje, a pesar de saber que estas aves nunca vuelan por zonas montañosas. Por alguna razón los intrépidos tarns, semejantes a los halcones, así como los más lerdos tharlariones, los lagartos que sirven de cabalgadura y animales de carga a los goreanos, se niegan a internarse en las montañas. Los tharlariones se vuelven incontrolables, y a pesar de que el tarn se esfuerza en volar, el ave pierde casi de inmediato su sentido de la orientación; no logra coordinarse y cae en medio de chillidos sobre las llanuras, al pie de los montes.

En Gor, cuyo índice de población humana es relativamente bajo, prolifera la vida animal, y en las semanas subsiguientes me resultó fácil alimentarme gracias a la caza. Completaba mi dieta con frutos frescos que recogía de los árboles y arbustos, y con pescado, atrapando a los peces con mi lanza en los fríos y rápidos ríos de Gor. En una ocasión, llevé a la choza de una pareja de campesinos un tabuk, un antílope amarillo de un solo cuerno, que había cazado en una espesura de Ka-la-na. Sin formular preguntas, lo cual ante la ausencia de insignias en mis ropas tampoco hubiera sido aconsejable, compartieron el festín y ellos, a su vez, me dieron hilo, pedernal y un odre.

El campesino goreano no teme al proscripto, ya que raramente tiene algo que valga la pena que le sea robado, a menos que tenga una hija. En efecto, la población campesina y los proscriptos de Gor viven según un acuerdo casi tácito, según el cual el campesino protege al proscripto y éste, como retribución, comparte con el campesino parte de su botín o presa. El campesino no ve esto como algo deshonesto; para él es una forma de vida a la que está acostumbrado. Por supuesto, la situación es diferente cuando se conoce de manera explícita que el proscripto procede de una ciudad que no es la propia. En tal caso suele considerárselo un enemigo que debe ser denunciado cuanto antes a las patrullas.

Por prudencia evité las ciudades en mi largo viaje, a pesar de que pasé por más de una. Pisar una ciudad sin permiso o sin razón satisfactoria equivale a un crimen capital, castigado por lo general con un empalamiento rápido y brutal. Las almenas de las murallas de las ciudades goreanas se hallan coronadas a menudo por los restos de visitantes poco gratos. El goreano se muestra desconfiado frente a cualquier extraño, en particular en las proximidades de su ciudad natal.

Se decía que existía una ciudad donde se trataba al extranjero de manera diferente; la ciudad de Tharna, que según afirmaban los rumores estaba dispuesta a aceptar la “aventura de la hospitalidad”, como daba en llamarse. Se comentaba que en esta ciudad muchas cosas eran diferentes, entre ellas también el hecho de ser gobernada por una reina o Tatrix, y que en consecuencia, la posición de las mujeres en esta ciudad, en contraste con las costumbres goreanas generales, era de privilegio y de oportunidad.

Me alegraba saber que al menos existiera una ciudad goreana en la cual las mujeres libres no tuvieran necesidad de llevar ropas que sirvieran para ocultarlas, y limitar sus actividades en gran medida a las tareas de la casa. Suponía que también podrían hablar con otras personas y no sólo con sus parientes y Compañeros Libres.

Yo consideraba que gran parte de la barbarie goreana quizá debía retrotraerse a esta torpe represión del bello sexo, cuya dulzura e inteligencia podría contribuir significativamente a suavizar las rudas costumbres reinantes. En efecto: las mujeres de algunas ciudades, como había sucedido en Ko-ro-ba, ya habían podido desempeñar cierto papel dentro del sistema de las castas y habían gozado de una vida relativamente libre.

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