John Norman - El proscripto de Gor

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Tarl Cabot, el protagonista de esta serie, pone fin a su largo exilio y retorna a ese extraño mundo: Gor o la Contratierra.
Ahí fue otrora, un guerrero altivo y poderoso. Pero todo ha cambiado: su hogar destruido; su bella esposa, Talena, ha muerto o tal vez desaparecido; el resto de su familia y sus hermanos, diseminados aquí y allá.
Y ahora Cabot es declarado proscripto; todos los hombres tienen orden de matarlo.
Su única oportunidad es hallar a los reyes sacerdotes de Gor y someterse a ellos.
Pero Tarl Cabot no está dispuesto a hacerlo.
Este segundo tomo de la serie GOR, que ha escrito John Norman, apasionará a los lectores como ya lo ha hecho en EE.UU., Inglaterra, Francia y Alemania.

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Pero no sólo las ciudades tienen sus Piedras del Hogar, también los pueblos pequeños y modestos y las chozas más primitivas de estos pueblos contienen sus propias Piedras, como asimismo las habitaciones ricamente decoradas del Administrador de una ciudad tan grande como Ar.

Mi Piedra del Hogar era la Piedra de Ko-ro-ba, la ciudad a la que ahora deseaba regresar.

En el zurrón también encontré una bandolera, junto con la espada corta de los goreanos. La desenvainé. Estaba bien equilibrada, con doble filo, de casi cincuenta centímetros de largo. La empuñadura me resultaba conocida, y reconocí asimismo algunas ralladuras en la hoja. Era el arma que había utilizado durante el sitio de Ar. Me invadió una sensación extraña al volver a sostenerla en la mano y sopesarla; la curva conocida entre los dedos. Con esta espada me había abierto camino hacia el cilindro central de Ar, cuando liberé a Marlenus, el discutido Ubar de esta ciudad. Esta arma se había cruzado con el arma de Pa-Kur, el Jefe de los Asesinos, con quien tuve que luchar por Talena, mi amada. Y ahora volvía a sostener la espada en mi mano. Me preguntaba cómo había podido suceder esto y sólo sabía que respondía a los deseos de los Reyes Sacerdotes.

Dos objetos que había esperado encontrar no se hallaban en el zurrón: un aguijón y un silbato de tarn. El aguijón de tarn es una vara pequeña, de unos cincuenta centímetros de largo. En su mango tiene también un pequeño interruptor, que cuando entra en funcionamiento, electrifica a la barra y lanza un sinnúmero de chispas. Se la utiliza para controlar a los tarns, esas aves gigantescas, semejantes a halcones, muy difundidas en Gor y utilizadas como cabalgaduras. Los tarns son entrenados desde pequeños para reaccionar frente a las indicaciones del aguijón de tarn.

El silbato de tarn se utiliza para llamar al animal. Generalmente los tarns sólo reaccionan ante un único sonido: el silbido de su amo. Esto no sorprende si sabemos que son amaestrados por los miembros de la Casta de Criadores de Tarns para reaccionar así. Cuando se le deja o vende el tarn a un guerrero, el nuevo jinete recibe el silbato. Por consiguiente, el tarnsman cuida este objeto con sumo cuidado, pues si llegara a caer en manos enemigas habría perdido su cabalgadura.

Me puse las rojas vestiduras propias del guerrero goreano. Me desconcertaba el hecho de que mi ropa, así como mi casco y escudo, no llevara insignias. Esto contradecía las costumbres goreanas, ya que por lo general sólo los proscriptos, hombres sin ciudad, no llevan blasón.

Me coloqué el casco y me pasé el escudo y la espada por encima del hombro izquierdo. Luego tomé la lanza con la mano derecha y por último contemplé el cielo y elegí mi camino de acuerdo con la posición del sol, sabiendo bien que Ko-ro-ba se encontraba al noroeste de las montañas.

Mi paso era leve; mi estado de ánimo óptimo. Estaba otra vez en mi patria, pues allí donde me esperaba mi amada, estaba mi patria. Allí donde mi padre me había esperado, después de una separación de más de veinte años, donde había bebido y reído junto a guerreros amigos, donde había aprendido a leer y escribir por obra de mi querido amigo, el escriba Torm, ahí estaba mi patria.

Mis pensamientos brotaban en goreano, de forma tan espontánea que parecía que no hubiera estado ausente durante siete años. De repente advertí que había empezado a cantar una canción guerrera, mientras caminaba por la hierba. Había regresado a Gor.

3. Zosk

Había recorrido un buen trecho del camino a Ko-ro-ba, cuando noté con alegría que llegaba a uno de los caminos estrechos que conducen a la ciudad. Lo reconocí, pero aun si no lo hubiera hecho, no hubiera podido pasar por alto las insignias de la ciudad sobre las piedras pasang al borde del camino. Allí podía enterarme acerca de la cantidad de pasangs que todavía faltaban para llegar a las murallas de la ciudad. Un pasang equivalía aproximadamente a un kilómetro.

El camino, como en casi todo Gor, estaba construido en la tierra como un muro, algo que debía perdurar a través de cientos de generaciones. Los goreanos, que tienen poco sentido para el progreso, le dan mucha importancia a un trabajo artesanal bien hecho. No importa qué es lo que construyan, siempre piensan en seguir utilizándolo hasta que por obra del tiempo quede reducido a polvo. Y este camino no era más que un sendero secundario insignificante, sin ancho suficiente como para dar cabida simultánea a dos carretas.

Comprobé con sorpresa que entre las piedras del empedrado crecían matas de hierba; y sin embargo nos encontrábamos muy cerca de la ciudad. De vez en cuando alguna vid extendía sus zarcillos a través del camino.

Comenzaba a anochecer, y de acuerdo con las piedras pasang, todavía debía caminar durante algunas horas. A pesar de que aún no reinaba la oscuridad muchos de los pájaros multicolores se habían retirado ya a sus nidos. Aquí y allá comenzaban a revolotear enjambres de insectos nocturnos. Las sombras de las piedras pasang se habían vuelto más largas y, como están colocadas de tal manera que sirven también como relojes de sol, pude enterarme de que ya había pasado la decimocuarta ahn u hora goreana. El día goreano está dividido en veinte ahns. El décimo ahn corresponde al mediodía, el vigésimo a la medianoche. Cada ahn se compone de cuarenta ehns o minutos, y cada ehn de ochenta ihns o segundos.

Pensé si tenía sentido continuar la marcha. Pronto se pondría el sol y la noche goreana está llena de peligros, particularmente para un hombre a pie.

En la oscuridad el eslín, una fiera impresionante de seis patas, medio serpiente medio mamífero, sale de caza. Todavía no había visto a ninguno de estos monstruos, pero hacía años me habían mostrado, en cierta oportunidad, sus huellas.

A la luz de las tres lunas goreanas también se divisaba a veces la sombra del ul, un gigantesco lagarto volador, que en busca de su presa se alejaba considerablemente de sus pantanos nativos en el delta del Vosk.

Lo que más me inquietaba imaginar era quizás las manadas de varts, aquellos roedores voladores ciegos, parecidos a los murciélagos, que en pocos minutos podían devorar totalmente un cuerpo; cada animal llevaba un pequeño trozo de carne a su oscura caverna.

Otro peligro más me acechaba en el camino, por el hecho de no contar con ninguna luz para alumbrarme. Al oscurecer, serpientes de las más variadas especies aparecen en el camino buscando calor, ya que las piedras retienen durante largo tiempo el calor diurno del sol. Entre estas serpientes se encontraba la enorme pitón goreana, el hith. Aún más peligroso era quizás el diminuto ost, un pequeño reptil maligno, de color naranja claro, de apenas unos treinta centímetros de largo, cuya mordedura resulta mortal a los pocos segundos.

A pesar de mis ansias de regresar a Ko-ro-ba, decidí abandonar el camino, envolverme en mi capa y pasar la noche al abrigo de algunas rocas o quizá entre algunos arbustos espinosos, donde podía dormir con relativa seguridad. Mas cuando empezaba a pensar en interrumpir el viaje, noté de pronto que tenía hambre y sed y el zurrón con las armas no contenía comida ni agua.

Apenas me había alejado de las piedras del camino, cuando observé una figura ancha y encorvada, que se acercaba con pasos cuidadosamente medidos. Sobre la espalda llevaba un enorme haz de leña, sostenido por dos cordeles, que sujetaba por delante con los puños. Por su figura, así como por su carga, parecía ser un miembro de la Casta de los Portadores de Leña o Leñadores, una casta goreana que, junto con la Casta de los Carboneros, provee en gran medida de combustible a las ciudades goreanas.

El peso que este hombre sostenía sobre su espalda era inconcebible y hubiera dado que hacer a más de uno. El haz sobresalía a una altura casi equivalente al tamaño de un hombre sobre su espalda encorvada y tenía un ancho de más de un metro. Yo sabía que el soporte de la carga dependía, en gran parte, del hábil empleo de sogas y músculos dorsales, pero sin lugar a dudas también intervenía la fuerza pura, y este hombre, lo mismo que sus hermanos de casta, había sido formado a lo largo de generaciones para su tarea.

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