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Naomi Novik: El dragón de su Majestad

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Naomi Novik El dragón de su Majestad

El dragón de su Majestad: краткое содержание, описание и аннотация

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Vuela a lomos de un dragón y combate en la fuerza aérea más poderosa de la Historia. El capitán Will Laurence sella su destino al capturar el precioso cargamento de la fragata Amitié. El tesoro es un huevo de dragón imperial, regalo del emperador chino a Napoleón. Cuando la fantástica criatura salga del cascarón, elegirá al capitán como su criador. Éste pronto descubrirá que entrenarlo es una aventura fascinante y juntos protagonizarán momentos decisivos en la Historia de Europa…

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El capitán francés había arrojado por la borda el diario del Amitié, pero sus marineros habían sido menos discretos que los oficiales y a través de sus quejas Wells pudo conocer con toda claridad las causas que retrasaron la llegada al puerto: fiebres entre la dotación, total ausencia de viento en la zona de las calmas ecuatoriales durante casi un mes, una gotera en los tanques de agua que había menguado las reservas y, por último, la galerna que también ellos habían tenido que capear recientemente. Había sido una concatenación de hechos desafortunados, y Laurence era consciente de que la naturaleza supersticiosa de sus hombres se agitaría ante la idea de llevar el huevo, que, sin lugar a dudas, consideraban el causante de todo, a bordo del Reliant.

Por supuesto, procuraría que la tripulación lo ignorase; cuanto menos se supiera del largo rosario de desastres que había sufrido el Amitié, mejor. Por eso, después de que se hiciera el silencio de nuevo, se limitó a decir:

—Por desgracia, la presa ha tenido un viaje realmente malo. Esperaban haber llegado a puerto hace un mes, si no antes, y el retraso ha hecho que cuanto concierne al huevo sea más apremiante.

La perplejidad y la incomprensión presidían la mayoría de los rostros, aunque comenzaban a extenderse las miradas de preocupación, por lo que zanjó el asunto afirmando:

—En resumen, el dragón está a punto de romper el huevo, caballeros.

Se oyó otro murmullo, esta vez de decepción, e incluso unas pocas protestas en voz baja. Por lo general, hubiera tomado nota de los infractores para darles una leve reprimenda pero, tal y como estaban las cosas, lo dejó pasar. Pronto iban a tener más motivos de queja. Por el momento, no habían comprendido el significado de sus palabras; simplemente habían pensado que eso supondría una reducción del botín al pasar de un huevo intacto a lo que pagarían por un dragoncillo sin adiestrar, mucho menos valioso.

—Tal vez no todos ustedes sean conscientes —dijo al tiempo que silenciaba los susurros con una mirada— de que Inglaterra se encuentra en una situación grave en lo que se refiere a la Fuerza Aérea. Por supuesto, somos más hábiles y somos capaces de sobrevolar cualquier otro país, pero los franceses doblan nuestro número de crías y resulta innegable que tienen más variedad de especies. Un dragón correctamente enjaezado nos resulta más valioso que una nave de primera clase con cien cañones, incluso un simple Tanator Amarillo o un Winchester de tres toneladas. El señor Pollitt cree que esta cría es un espécimen de primera a juzgar por el tamaño y el color del huevo, y muy probablemente se trate de una de las especies grandes, que son muy raras.

—¡Vaya! —exclamó el guardiamarina Carver con tono horrorizado, como si hubiera comprendido el significado de las palabras de Laurence.

Se puso colorado de inmediato, cuando todas las miradas se clavaron en él, y cerró la boca.

Laurence ignoró la interrupción. Riley se cuidaría de retirarle el grog a Carver durante una semana sin necesidad de que él se lo ordenara. Al menos, la exclamación había predispuesto a los demás.

—Es nuestro deber intentar al menos ponerle un arnés al animal —informó—. Confío, caballeros, en que todos los aquí presentes estén dispuestos a cumplir su deber con Inglaterra. La Fuerza Aérea no es la clase de vida para la que ninguno de nosotros hemos sido educados, pero tampoco la Armada es una sinecura, y no hay ni uno solo de ustedes que no comprenda que es un servicio duro.

—Señor —intervino el teniente Fanshawe con ansiedad; era un joven de muy buena familia, hijo de un conde—, cuando dice «nosotros», esto… ¿Se refiere a todos nosotros?

Enfatizó la palabra todos con una insinuación claramente egoísta y Laurence notó cómo su rostro enrojecía de ira mientras contestaba con brusquedad:

—Todos, señor Fanshawe, ¡ya lo creo! A menos que haya aquí alguien que sea demasiado cobarde para hacer el intento, y en tal caso ese caballero podrá explicarse ante una corte marcial cuando desembarquemos en Madeira.

Recorrió la sala con una mirada de enojo y nadie más se atrevió a sostenerla ni protestar.

Era el que más furioso estaba de todos porque comprendía aquel sentimiento, él mismo lo compartía. Sin duda, ningún hombre crecía con la esperanza de convertirse en aviador, y odiaba tener que pedir a sus oficiales que afrontaran ese destino. Después de todo, aquello suponía el final de cualquier semejanza con una vida normal. No se parecía a la Marina, donde se podía conducir la nave de regreso, devolverla a la Armada y quedarse en tierra, independientemente de que te gustase o no.

No se podía dejar un dragón en un muelle o permitirle deambular suelto ni siquiera en tiempos de paz, y para impedir que un animal adulto de veinte toneladas campara a sus anchas se necesitaba casi la plena atención de un aviador y un equipo de asistentes. Además, el empleo de la fuerza era inútil con los dragones, que eran muy melindrosos con sus cuidadores; algunos no admitían cambio alguno, ni siquiera aunque acabaran de romper el huevo, y ninguno después de haberse alimentado por primera vez. Era posible retener a un dragón salvaje en los lugares de cría gracias al continuo suministro de comida, compañeros y un refugio cómodo, pero no se les podía mantener al aire libre ni tampoco hablarían con los hombres.

Por eso, si un recién salido del cascarón consentía que alguien le pusiera un arnés, el deber le vinculaba con el animal para siempre. Un aviador no podía administrar ninguna clase de patrimonio ni formar una familia ni entrar en sociedad en grado alguno. Vivían como hombres excluidos y en buena medida fuera del alcance de la ley, ya que resultaba imposible castigar al aviador sin perder así la posibilidad de emplear al dragón. En tiempos de paz, vivían en una suerte de escandaloso y atroz libertinaje en pequeños enclaves, por lo general situados en los lugares más remotos e inhóspitos de Gran Bretaña, donde al menos se les podía conceder cierta libertad a los dragones. Aunque se honraba a los hombres de la Fuerza Aérea sin cuestionar su valor y su entrega al deber, la perspectiva de entrar en sus filas no resultaba atractiva para ningún caballero que se hubiera educado en una sociedad respetable.

No obstante, ellos procedían de buenas familias, eran hijos de caballeros que comenzaron su adiestramiento en la Armada a los siete años; además, el que otra persona distinta a los oficiales de la Fuerza Aérea intentara poner el arnés al dragón constituía un insulto intolerable. Si había que pedir a uno que asumiera el riesgo, debía pedírselo a todos. Aun así, le hubiera gustado librar a Carver de todo aquello, y lo hubiera hecho si Fanshawe no hubiera hablado de forma tan improcedente, ya que sabía que el muchacho padecía de vértigo, lo cual suponía un grave impedimento para un aviador. Pero la lastimosa petición había creado una atmósfera en la que esa exclusión hubiera parecido favoritismo, y eso no era posible.

Inspiró hondo, aún hirviendo de rabia, y volvió a hablar:

—Ninguno de los aquí presentes ha sido entrenado para ese cometido, por lo que el único medio justo de encomendar esa tarea es echarlo a suertes. Naturalmente, todos los caballeros con familia están excusados. Señor Pollitt —ordenó al cirujano, que tenía esposa y cuatro hijos en Derbyshire—, usted extraerá por nosotros el nombre del elegido. Caballeros, escriban su nombre en uno de esos trozos de papel y métanlo en esta bolsa.

Predicando con el ejemplo, Laurence rasgó un trozo de cuartilla con su nombre escrito, lo dobló y lo introdujo en la bolsita.

Riley se adelantó de inmediato y los demás le imitaron obedientemente. Fanshawe escribió su nombre con pulso tembloroso y la cara colorada bajo la fría mirada de Laurence. Carver, sin embargo, escribió con resolución a pesar de la palidez de sus mejillas. El último fue Battersea, que, a diferencia de la práctica totalidad de sus compañeros, se descuidó en el momento de rasgar el papel, de modo que su trozo era inusualmente grande. El capitán llegó a oír el susurro de Carver:

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