Poul Anderson - La única partida en esta ciudad

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La única partida en esta ciudad: краткое содержание, описание и аннотация

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Sandoval, que tenía mejor voz, tomó la palabra. Su relato había sido fabricado con la idea de explotar la superstición de los semicivilizados mongoles sin despertar demasiado escepticismo en los chinos. Realmente había dos grandes reinos al sur, les explicó. El suyo estaba muy lejos; el de sus rivales estaba al norte y al este, con una ciudadela en las planicies. Ambos estados poseían inmenso poder, llamárase magia o ingeniería inteligente. Los del imperio del norte, los malos, consideraban suyo todo aquel territorio y no tolerarían una expedición extranjera. Era seguro que sus exploradores no tardarían en encontrar a los mongoles y que los aniquilarían con truenos. La benévola tierra al sur de los buenos no podía ofrecerles protección, sólo enviar a unos emisarios para que advirtiesen del peligro a los mongoles.

—¿Por qué los nativos no han hablado de esos señores? —preguntó Li con astucia.

—¿Han oído hablar del Ka Kan todos los pequeños pobladores de las selvas de Burma? —respondió Sandoval.

—Soy un extranjero ignorante —dijo Li—. Perdonadme si no os entiendo cuando habláis de armas irresistibles.

Que es la forma más amable en la que jamás me han llamado mentiroso , pensó Everard. En voz alta dijo:

—Puedo ofreceros una pequeña demostración, si el Noyon dispone de algún animal que podamos matar.

Toktai lo pensó. Su rostro podría haber estado grabado en piedra, pero estaba cubierto de sudor. Entrechocó las manos y ladró a los guardias. Después siguieron hablando de cosas intrascendentes mientras el silencio se hacía más denso.

Un guerrero apareció al cabo de una hora casi interminable. Dijo que un par de jinetes habían capturado un ciervo. ¿Serviría para los propósitos del Noyon? Sí. Toktai fue el primero en salir, abriéndose paso por entre un montón de hombres reunidos. Everard lo siguió, deseando que aquello no fuese necesario. Montó el rifle.

—¿Te encargas tú? —le preguntó a Sandoval.

—Dios, no.

El ciervo, una gama, había sido llevado a la fuerza al campamento. Temblaba cerca del río, con las cuerdas alrededor del cuello. El sol, que apenas tocaba los picos occidentales, le daba el color del bronce. Había una especie de bondad ciega en su mirada a Everard. Él indicó a los hombres que se apartasen y apuntó. El primer tiro lo mató, pero siguió disparando hasta destrozar el cuerpo.

Cuando bajó el arma, el aire parecía rígido. Miró los gruesos cuerpos de piernas torcidas, los rostros redondos y bajo control; los olía con intensidad sobrenatural: el olor limpio de sudor, caballo y humo. Se sentía como el inhumano que ellos debían ver.

—Ésta es la menor de las armas que se usan aquí—dijo—. Un alma tan arrancada del cuerpo no encontraría el camino a casa.

Se dio la vuelta. Sandoval lo siguió. Sus caballos estaban fuera, con las cosas apiladas a un lado. Ensillaron, sin hablar, montaron y se internaron en el bosque.

4

El fuego ardía con los golpes de viento. En aquel momento apenas los sacaba de las sombras… frente, nariz y mejillas entrevistas, un brillo en los ojos. El fuego volvió a hundirse en el rojo y azul sobre los tizones blancos y las oscuridad envolvió a los hombres.

Everard no lo sentía. Cogió la pipa entre las manos, chupó de ella y tragó el humo, pero encontró poco alivio. Cuando habló, el vasto susurro de los árboles, en lo alto casi ahogó su voz, y tampoco eso lamentó.

Cerca había sacos de dormir, sus caballos, el escúter —trineo antigravedad y saltador espaciotemporal— que los había traído. Por lo demás la zona estaba vacía; kilómetro tras kilómetro, los fuegos humanos como el suyo eran tan pequeños y solitarios como las estrellas en el universo. En algún lugar aulló un lobo.

—Supongo —dijo Everard—, que todo policía, de vez en cuando, se siente como un bastardo. Hasta ahora tú has sido sólo un observador, Jack. Las misiones de acción, como las que yo llevo a cabo, son en ocasiones difíciles de aceptar.

—Sí. —Sandoval había estado más callado que su amigo. Apenas se había movido desde la cena.

—Y ahora esto. Sea lo que sea lo que debas hacer para cancelar una interferencia temporal, al menos siempre puedes pensar que estás restaurando la línea original de desarrollo. —Everard dio una chupada de la pipa—. No me recuerdes que «original» no tiene sentido en este contexto. Es una palabra de consuelo.

—Aja.

—Pero cuando nuestros jefes, nuestros queridos superhombres danelianos, nos dicen que debemos interferir… sabemos que la gente de Toktai nunca regresó a Catay. ¿Por qué tú o yo tenemos que intervenir? Si se encontrasen con indios hostiles o algo así y fuesen exterminados, no me importaría. Al menos, no más de lo que me importa cualquier incidente similar en ese matadero que llaman historia humana.

—No tenemos por qué matarlos, ya lo sabes. Sólo hay que conseguir que regresen. La demostración de esta tarde podría ser suficiente. —Sí. Regresar… ¿y qué? Probablemente morir en el mar. No tendrán un viaje de regreso fácil: tormentas, niebla, corrientes contrarias, rocas, en esas naves primitivas concebidas para los ríos. ¡Y los enviaremos a ese viaje precisamente en este momento! Si no hubiésemos interferido, hubiesen regresado a casa después, en unas circunstancias distintas para el viaje… ¿Por qué debemos aceptar la culpa?

—Podrían incluso llegar a casa —murmuró Sandoval.

—¿Qué? —Everard estaba sorprendido.

—Por la forma en que hablaba Toktai. Estoy seguro de que planea regresar a caballo, no en esos barcos. Como ha supuesto, es fácil cruzar el estrecho de Bering; los aleutianos lo hacen continuamente. Manse, me temo que no es suficiente con dejarlos partir.

—¡Pero no van a volver a casa! ¡Eso lo sabemos!

—Supón que lo consiguen. —Sandoval empezó a hablar en un tono un poco más alto y con mayor rapidez. El viento nocturno rugía alrededor de las palabras—. Vamos a jugar un momento con la idea. Supongamos que Toktai va al sudeste. Es difícil saber qué podría detenerlo. Sus hombres son capaces de vivir de los frutos de la tierra, incluso en los desiertos, con mucha mayor facilidad que Coronado o tipos parecidos. No tiene que avanzar demasiado hasta encontrarse con gente del neolítico, con las tribus agrícolas pueblo. Eso lo animará aún más. Estará en México antes de agosto. México es ahora tan deslumbrante como lo fue, lo será, en los días de Cortez. E incluso más tentadora: los aztecas y toltecas todavía están decidiendo quién es el amo, con un montón de tribus por ahí dispuestas a ayudar a un recién llegado contra ambos. Las armas españolas no representaron, no representarán, ninguna diferencia real, como recordarás si has leído a Díaz. Los mongoles son superiores, en el combate cuerpo a cuerpo, a cualquier español… No es que imagine que Toktai vaya a meterse directamente. Sin duda será muy amable, pasará el invierno, y aprenderá todo lo que pueda. El año próximo volverá al norte, se irá a casa, ¡informará a Kublai de que uno de los territorios más ricos y lleno de oro del mundo está listo para ser conquistado!

—¿Qué hay de los otros indios? —dijo Everard—. No sé mucho de ellos.

—El nuevo Imperio maya está en su cumbre. Una nuez muy dura, pero por eso provechosa. Pienso que una vez que los mongoles se establezcan en México, nada los detendrá. Perú tiene una cultura incluso superior en este momento, y mucha menos organización de la que se encontró Pizarro; la quechuaymar, la llamada raza inca, es todavía sólo un poder entre varios.

»¡Y luego está la tierra! ¿Puedes imaginar lo que la tribu mongol haría con las grandes praderas? —No me los imagino emigrando en hordas —dijo Everard. Había algo en la voz de Sandoval que le inducía a ponerse a la defensiva—. Hay demasiada Siberia y Alaska en el camino.

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