Robert Silverberg - La segunda invasión
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- Название:La segunda invasión
- Автор:
- Издательство:Minotauro
- Жанр:
- Год:2006
- Город:Barcelona
- ISBN:978-84-450-7610-1
- Рейтинг книги:5 / 5. Голосов: 1
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Lucio Emilio Capito dijo:
—Y así pues, ¿qué clase de ejército tienen?
—Yo no vi ningún ejército. Vi una ciudad, campesinos, picapedreros, orfebres, sacerdotes, nobles —dijo Druso—.Y al danio.
—El danio, sí. Un salvaje, un bárbaro. Vamos a llevarnos su pellejo a casa y lo clavaremos en un poste enfrente del Capitolio de la misma manera que se colgaría la piel de una bestia. Pero ¿dónde crees que tendrán el ejército? ¿No viste barracones?, ¿campos de instrucción?
—Yo estuve en el centro de una bulliciosa ciudad —contestó Druso al cónsul—. Vi templos y palacios, y lo que creo que eran tiendas. En Roma, ¿puede alguien ver un barracón en el centro del Foro?
—Son sólo salvajes desnudos que luchan con arcos y jabalinas —dijo Capito—. Ni siquiera tienen caballería, por lo que parece. O ballestas, o catapultas. Los liquidaremos en tres días.
—Sí, quizá lo hagamos.
Druso vio que no conseguiría nada discutiendo. El otro, mayor que él, cargaba con la responsabilidad de dirigir aquella invasión. El sólo era un comandante auxiliar. Y los ejércitos de Roma habían marchado a la vanguardia del mundo desde hacía trece siglos, sin que un solo rival se les pudiera resistir. Aníbal y los cartagineses. Los feroces guerreros galos, los salvajes britanos, los godos, los hunos, los vándalos, los persas, los fastidiosos teutones. Todos ellos habían osado desafiar a Roma y habían sido machacados por esto.
Sí, todo habían sido derrotas para ellos. Aníbal había representado un verdadero incordio, descendiendo de las montañas con aquellos elefantes y provocando toda clase de trastornos en las provincias. Varo había perdido aquellas tres legiones en los bosques teutónicos. Los ejércitos invasores bajo Valerio Marcio habían sido totalmente destruidos allí mismo, en Yucatán, hacía poco más de cinco años. Pero perder alguna batalla de vez en cuando era lo que cabía esperar. A la larga, el destino de Roma era el dominio del mundo. ¿Cómo lo había dicho Virgilio? «No pongo a los romanos ni frontera ni límite de tiempo.»
Sin embargo,Virgilio no había mirado a los ojos a Olao el danio, ni tampoco lo había hecho el cónsul Lucio Emilio Capito. Druso, que sí lo había hecho, se encontró preguntándose cómo quedarían las siete legiones de la segunda expedición tras la contienda contra los ejércitos del barbado dios blanco de los mayas. Siete legiones, ¿cuánto era eso? ¿Cuarenta mil hombres? Contra un número desconocido de guerreros mayas, millones de ellos quizá, luchando en su terreno, en defensa de sus campos, sus esposas, sus dioses. Los romanos habían luchado antes contra semejantes adversidades y habían ganado, reflexionaba Druso. Pero no tan lejos de casa, y no contra Olao el danio.
Los planes de Capito implicaban un asalto inmediato a la ciudad cercana. Las catapultas y arietes romanos destrozarían con facilidad sus murallas, que no parecían, ni de lejos, tan resistentes como las de las ciudades romanas. Era extraño que aquel pueblo no rodeara sus ciudades con murallas macizas, cuando los enemigos podían presentarse por todas partes. Pero esos enemigos no debían de conocer el uso de la catapulta ni del ariete.
Cuando se abriera una brecha en sus defensas, la caballería se precipitaría en la plaza provocando el terror en el corazón de la ciudadanía, que nunca antes habría visto caballos, y pensarían que eran monstruos de alguna clase. Entonces se produciría el asalto de la infantería desde todos los flancos, el saqueo de los templos, se masacraría a los sacerdotes y, sobre todo, se capturaría y daría muerte a Olao el danio. Nada de hacerlo prisionero y llevarlo a Roma como triunfo, había dicho Capito.
—Encontradlo, matadlo, descabezad de un solo golpe el imperio que él ha construido entre estos mayas. Cuando haya muerto ese bárbaro, toda la estructura política se disolverá. Sin Olao, también se desbaratará la coalición de ciudades, y ellos volverán a ser débiles salvajes luchando a su modo inútil y caótico contra las tropas formidablemente disciplinadas de las legiones romanas.
El funesto destino de la primera oleada invasora no aportaba ninguna enseñanza que la segunda oleada necesitara tomar en consideración. Gargilio Marcio no había entendido el tipo de general al que se enfrentaba con Olao. Capito sí, gracias a Druso; y al hacer de Olao su prioridad, aplastaría el origen del poder de su enemigo en los primeros días de campaña. De modo que Druso se dijo a sí mismo: ¿quién era él, con tan sólo veintitrés años y no siendo más que un comandante auxiliar, para pensar que las cosas no ocurrirían así?
En seguida se iniciaron los preparativos intensivos para la batalla en los tres campamentos romanos. La maquinaria de asedio ya había sido colocada en posición al borde del bosque y comenzaron los trabajos de tala para abrir senderos. La caballería ya tenía sus corceles listos para la batalla, los centuriones no paraban de entrenar a las tropas de infantería, los exploradores se habían escabullido sigilosamente al abrigo de la noche para descubrir los puntos más vulnerables de la ciudad maya.
Era un duro trabajo tenerlo todo dispuesto en medio de aquel terrible calor tropical que se adhería como una húmeda manta de lana. Los zahirientes insectos eran inmisericordes en sus ataques, noche y día; no sólo los mosquitos y las hormigas, sino también los escorpiones y otras criaturas para las que los romanos no tenían nombre. Ahora habían aparecido incluso serpientes en los campamentos: unas verdes, rápidas y delgadas con luminosos ojos amarillos; un buen número de hombres sufrieron mordeduras y media docena de ellos murieron. Pero aun así, los trabajos continuaron. Tradiciones de muchos siglos estaban allí en juego y había que defenderlas. El mismo Julio César los contemplaba desde las alturas, así como el invencible Marco Aurelio y el gran Augusto, el fundador del Imperio. Ni los escorpiones ni las serpientes podrían frenar el avance de las legiones romanas, y mucho menos los pequeños mosquitos zumbantes. La tarde del día anterior en que tenían previsto atacar, de repente empezaron a espesarse las nubes y el cielo se ennegreció. El viento, que todo el día había sido fuerte, ahora se había convertido en algo extraordinario, tórrido como un horno, y rugía sobre ellos desde el este con tal cantidad de truenos y relámpagos que parecía que el mundo fuera a resquebrajarse. Entonces, inmediatamente después, llegaron las torrenciales lluvias de una descomunal tormenta, una tempestad como ningún hombre de Roma había visto u oído hablar de ella jamás, y que amenazaba con levantarlos del suelo como si estuvieran en la palma de la mano de un gigante y lanzarlos lejos, tierra adentro.
Las tiendas fueron arrancadas de sus estacas y arrastradas lejos. Druso, refugiándose con sus hombres bajo los carros, observaba con asombro cómo la primera hilera de árboles a lo largo de la playa se cimbreaba hacia atrás bajo la fuerza del vendaval, hasta el punto de que sus copas casi tocaban el suelo, desplomándose cuando sus raíces dejaban de sujetarlos. Algunos describían una violenta cabriola en el aire antes de caer derribados. Hasta los carros eran zarandeados, arrastrados, alzados, y se estrellaban al caer de nuevo. Los caballos empezaron a dar increíbles alaridos de terror. Alguien gritó que los navios estaban volcando y, de hecho, Druso alcanzó a ver cómo muchos de ellos lo hacían, igual que si hubieran sido golpeados por la mano de un titán.
El poder de la tormenta parecía casi sobre natural. ¿Es que Olao el danio estaba aliado con los dioses de aquella tierra? Era como si no se hubiera dignado siquiera valerse de sus guerreros contra los invasores y, en vez de ello, hubiera enviado aquella terrible tempestad.
No había forma alguna de escapar de ella. Lo único que podían hacer era echarse en tierra, en medio de aquella oscuridad en pleno día, y permanecer inmóviles a lo largo de aquella estrecha franja de playa mientras el torbellino silbaba por encima de ellos. Los relámpagos cortaban el cielo como el destello de poderosas espadas. El estruendo de los truenos se mezclaba con el horrendo aullido de los desgarradores vientos.
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