Robert Silverberg - La segunda invasión

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Hasta sus vestiduras eran aterradoras: una piel de tigre alrededor de la cintura, un collar y colgantes de dientes de oso y de enormes piedras verdes sobre su pecho descubierto, largos brazaletes dorados, pesados pendientes, una trabajada corona de plumas chillonas y gemas centelleantes. Pero este atuendo espectacular, por muy adecuado que fuera para una pesadilla, sólo era una parte del efecto demoníaco del conjunto. Era el propio individuo el que agregaba el resto. Druso nunca había visto a nadie tan alto como Olao, le sacaba casi una cabeza al mismo Druso, ya alto de por sí. Su cuerpo era una columna descomunal, ancho de hombros, un tórax enorme… Y el rostro…

¡Qué rostro! Mandíbula cuadrada de gran barbilla prominente, ojos oscuros y centelleantes, distantes el uno del otro y encajados en profundas y perturbadoras cuencas, y por boca unas fauces enormes y feroces. Aunque la mayor parte de sus compatriotas eran rubios y pelirrojos, el cabello de Olao era negro. Tenía una sensacional melena y una barba densa y erizada le cubría las mejillas y gran parte del cuello. Era el rostro de una bestia con forma humana, una bestia cruel, implacable, despiadada, imperecedera.

La descripción de Marco no lo había preparado para aquel hombre. Druso se preguntó si debía saludarlo con algún tipo de postración, arrodillándose, haciendo una genuflexión o algo así. Daba igual: él no iba a hacerlo. Pero parecía casi la única cosa apropiada ante un hombre semejante.

Olao se adelantó hasta que estuvo a una distancia inquietante y, en un latín malo pero comprensible, dijo:

—¿Tú eres el general? ¿Cuál es tu nombre? ¿Tu puesto?

—Me llamo Tito Livio Druso, hijo del senador Lucio Livio Druso. La mano de Saturnino Augusto me ha nombrado legado legionario.

El nórdico emitió un sonido grave y sordo, algo parecido a un gruñido blando, como indicando que había oído pero no se sentía impresionado.

—Yo soy Olao el danio, quien se ha convertido en rey de esta tierra. —Y señalando al hombre que estaba a su izquierda, un individuo de ceño fruncido y nariz aguileña, vestido casi tan suntuosamente como él, dijo—: Y él es Na Poot Uuc, el sacerdote del dios Chac-Mool. Este otro es Hunac Ceel Cauich, el dueño del fuego sagrado.

Druso los saludó con la cabeza. «Na Poot Uuc —pensó—. Hunac Ceel Cauich. El dios Chac-Mool. Eso no son nombres. No son más que ruidos.»

A otra señal del nórdico, el sacerdote de Chac-Mool sacó un cuenco hecho de aquella piedra verde brillante que a ellos parecía gustarles tanto, y el señor del fuego sagrado lo llenó del mismo licor dulce que Marco le había dicho que le ofrecieron. Druso lo bebió con cautela. Era dulce y picante al mismo tiempo y sospechó que si tomaba mucho, la cabeza empezaría a darle vueltas. Unos pocos sorbos diplomáticos y levantó la vista, como si estuviera saciado. El sacerdote de Chac-Mool le indicó que debía beber más. Druso simuló hacerlo y le devolvió el cuenco.

A continuación, el nórdico volvió a su trono. Hizo señas para que le sirvieran a él un poco de aquel vino dulce. Se bebió un cuenco entero de un solo trago y, clavando en Druso aquellos fieros y terribles ojos suyos, se lanzó abruptamente a hacer un intrincado relato de sus aventuras en el Nuevo Mundo. La historia resultaba difícil de seguir ya que, para empezar, los conocimientos de latín que poseía Olao indicaban que nunca había sido su fuerte y, luego, que no lo hablaba desde hacía muchos años. La gramática brillaba por su ausencia y sus frases estaban permanentemente salpicadas por otras de su fuerte lengua materna del norte y, según creyó Druso, también de la jerigonza local. Pero el legado romano pudo reconstruir al menos lo esencial de la historia.

Olao, después de que Haraldo y sus amigos le dejaran aquí, en Yucatán, y se dirigieran navegando hacia Europa a llevar las noticias del Nuevo Mundo al emperador, había adquirido muy rápidamente gran importancia entre las gentes del lugar, a las cuales él se refería como los mayas. Si era su propio nombre o una invención de Olao, Druso no lo supo. Dudaba que la palabra tuviera alguna relación con el mes romano del mismo nombre. Tampoco sacó mucho en claro de la suerte que corrieron los otros nórdicos que se quedaron en el Nuevo Mundo con Olao, y fue lo bastante astuto como para no preguntar. Conocía de sobra lo pendenciera y peligrosa que era su raza. Pon a siete de ellos en una habitación; por la mañana no quedarán más de cuatro vivos, y uno de ellos prenderá fuego al edificio, donde abandonará a los otros tres mientras se escabulle. A estas alturas, lo más probable era que todos los compañeros de Olao estuvieran muertos.

Sin embargo, Olao, con su tamaño, su fuerza y su seguridad inquebrantable en sí mismo, se las había arreglado, primero para convertirse en el líder militar de aquella gente, después en su rey y, en aquellos momentos, prácticamente en su dios. Todo ocurrió porque, no mucho después de la llegada de Olao, una ciudad vecina decidió declarar la guerra a ésta. Allí no existía autoridad soberana, dedujo Druso. Cada ciudad era independiente, aunque ocasionalmente se aliaban en confederaciones flexibles contra sus enemigos. Los mayas eran todos bravos luchadores, pero al estallar la guerra, Olao adiestró a los guerreros de la ciudad en la que vivía con unos métodos militares que los otros nunca habían imaginado siquiera; una combinación de disciplina romana y brutalidad nórdica. Bajo su liderazgo, se hicieron invencibles. Una ciudad tras otra fueron cayendo bajo el ejército de Olao. Por vez primera en la historia maya, una especie de Imperio se había formado allí, en Yucatán.

Druso entendió que Olao también había establecido contacto con otros reinos del Nuevo Mundo, uno hacia el oeste, en México, y otro hacia el sur, llamado Perú. ¿Había ido él en persona a esos lugares o se había limitado a enviar emisarios? No resultaba fácil saberlo. El relato discurría a mucha velocidad y la forma de hablar del nórdico era demasiado confusa para que Druso pudiera estar seguro de lo que estaba diciendo. Pero al parecer los pueblos de todas esas tierras sabían del extranjero de piel pálida y negras barbas, que había venido de lejos y que había unificado a todas las ciudades guerreras del Yucatán en un Imperio.

Fueron las tropas de dicho Imperio las que habían aniquilado tan fácilmente a las tres legiones de la primera expedición de Saturnino.

Los ejércitos mayas habían empleado el conocimiento de los métodos romanos de guerra que Olao les había enseñado para protegerse contra el ataque de las legiones. Y cuando los romanos reaccionaron ya habían caído en una emboscada, revelándose inútiles sus técnicas militares que, sin embargo, habían demostrado ser enormemente eficaces en el resto del mundo.

—De manera que murieron todos —concluyó Olao— excepto unos pocos, a los que permití escapar para que contaran la historia. Lo mismo os ocurrirá a vosotros y a todas vuestras tropas. Así que recoge tus cosas y márchate, romano. Regresad a casa mientras podáis.

Aquellos ojos, aquellos aterradores ojos, brillaban con desprecio.

—Salvaos —dijo Olao—. Marchaos.

—Eso es imposible —dijo Druso—. Somos romanos.

—Entonces habrá guerra. Y seréis destruidos.

—Yo sirvo al emperador Saturnino y él reclama estos territorios.

Olao dejó escapar una diabólica risotada.

—¡Deja que tu emperador reclame la luna, amigo mío! Lo tendrá más fácil para conquistarla. Te lo aseguro. Esta tierra es mía.

—¿Tuya?

—Mía. Ganada con mi sudor y con mi sangre. Aquí soy el señor. Soy su rey y soy incluso su dios. Ellos me consideran Odín, Thor y Frey, todos juntos. —Y después, en vista de la expresión de incomprensión de Druso, añadió—: Júpiter, Marte y Apolo, supongo que diríais vosotros. Todos los dioses son lo mismo. Yo soy Olao. Yo reino aquí. ¡Coged vuestro ejército y marchaos! —Escupió—. ¡Romanos!

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