Robert Silverberg - A la espera del fin

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A la espera del fin: краткое содержание, описание и аннотация

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Ya estaba. Hecho. Antípatro miró al frente con los ojos clavados en la nada.

Los severos ojos gris-violeta del basileo parpadearon, cerrándose la mitad de un instante; y exactamente con la misma brevedad, pudo verse algo parecido a una sonrisa desdeñosa en un extremo de la boca del emperador.

—No vemos razón para que la solicitud no le sea otorgada —dijo, después de un momento—. Aceptamos los términos del documento. —Una vez más volvió a desenrollarlo y, tomando un estilo del magistrado que tenía a su costado, garabateó una enorme A mayúscula en la parte inferior. Su firma, evidentemente—. ¿Hay algo más?

—No, su majestad.

Andrónico asintió con la cabeza.

—Está bien. Informa al antiguo emperador de que deseamos pasar esta noche en nuestro campamento, al lado del río, con nuestros hombres. Mañana, es nuestra intención fijar nuestra residencia en este palacio, del que nada se retirará sin nuestro permiso. Mañana también os presentaremos a nuestro hermano, Romano César Estravospóndilos, quien gobernará el Imperio Occidental desde ese momento. Comunícaselo al emperador.

Hizo señas a sus hombres y salieron de la sala formando una rígida falange.

Antípatro se volvió hacia Maximiliano, que estaba totalmente inmóvil, como un hombre transformado en la estatua de piedra de sí mismo.

—César, el basileo dice que él…

—He entendido lo que ha dicho el basileo, gracias, Antípatro —dijo Maximiliano, con una voz que parecía venir de la tumba. Sonrió. Era la sonrisa de un rostro sin vida, con un destello extremadamente fugaz de sus dientes. Después, él también salió de la sala. Los miembros del Gran Consejo, la mayoría de ellos perplejos e incrédulos, le siguieron en grupos de dos y de tres.

De modo que así es cómo cae un Imperio en la era moderna, pensó Antípatro. Sin ejecuciones ni derramamiento de sangre. Un rollo de pergamino que va de uno a otro lado un par de veces, del conquistador al conquistado, una letra garabateada y un cambio de ocupantes en las dependencias reales.Y así pasará a la historia. Lucio Helio Antípatro, el maestro de lengua griega del derrotado emperador, presentó la declaración de abdicación al basileo Andrónico, que le echó la más superficial de las miradas y entonces…

—¿Antípatro?

Era Germánico César. En el gran salón, sólo quedaban él y el maestro de lengua griega. El príncipe le hizo una seña.

—Unas palabras, Antípatro. En el pórtico. Ahora.

En el exterior, paseando juntos bajo el extenso porche que se prolongaba a lo largo de esa ala del palacio, y con la lluvia repiqueteando en el tejado de madera encima de ellos, Germánico le dijo:

—¿Qué puedes decirme acerca de ese Romano César, Antípatro ?Creía que el hermano del basileo se llamaba Alejandro.

Había algo extraño en su voz. Tras un instante, Antípatro se percató de que el acento arrastrado e indolente del príncipe se había esfumado. Su voz era nítida, formal, cortante.

—Creo que son varios hermanos. Alejandro es el más conocido aquí, un guerrero, como su hermano. Romano es muy diferente. Su nombre, «Estravospóndilos», significa «espalda doblada», es decir, jorobado.

Los ojos de Germánico se abrieron como platos.

—¿Andrónico ha escogido a un tullido como emperador de Occidente?

—Eso parece deducirse del nombre, señor.

—Está bien. Es una pequeña broma suya. Bien, pues. —Germánico sonrió aunque no parecía divertido—. De todas maneras, una cosa parece estar clara, y es que seguirá habiendo dos emperadores. Andrónico no tratará de gobernar todo el Imperio unificado desde Constantinopla, porque no es factible. Es lo que ya te dije en el Foro aquel día, Antípatro, en el templo de Concordia.

Antípatro todavía se sentía sorprendido por el abrupto cambio de Germánico, por aquella nueva seriedad suya, su actitud sensata. Hasta su porte era distinto. Había desaparecido su languidez aristocrática, la flacidez de sus brazos. De pronto, se lo veía erguido, como un soldado. Antípatro no había advertido hasta ese momento cuánto más alto era Germánico que su hermano el emperador.

—¿Cuánto tiempo? —le preguntó Germánico—. ¿Cuánto tiempo crees que durará este Imperio Griego Occidental, Antípatro?

—¿Señor?

—¿Cuánto durará? ¿Cinco años? ¿Mil?

—No tengo forma de saberlo, señor.

—Piensa un poco en ello. Andrónico viene al oeste, vapulea nuestras penosas defensas con un chasquido de sus dedos, nos deja a su deforme hermanito como emperador y regresa a darse la buena vida en Constantinopla, dejando más o menos una docena de tropas griegas para ocupar toda la inmensidad del Imperio Occidental: Hispania, Germania, Britania, la Galia, Bélgica, etcétera, por no mencionar a la misma Italia. ¿Con qué propósito nos ha conquistado? Pues para que nuestros impuestos vayan hacia el este y acaben en las arcas bizantinas. ¿Les sentará eso bien a los granjeros de Britania? ¿Y a nuestros greñudos amigos de allí arriba, de Germania? Conoces la respuesta: Andrónico ha tomado Roma, pero eso no significa que se haya hecho con el control de todo el Imperio. La gente no quiere griegos administrando sus asuntos allí fuera, en las provincias. No lo van a aguantar. Son romanos y quieren ser gobernados por romanos. Tarde o temprano brotarán por todas partes movimientos de resistencia activa, y te aseguro que será más bien pronto que tarde. Asesinatos de recaudadores de impuestos, magistrados y procuradores municipales griegos. Revueltas locales. Finalmente, levantamientos a gran escala. Andrónico concluirá que no vale la pena tratar de mantener líneas de suministro a distancias tan grandes. Se limitará a encogerse de hombros y dejará que Occidente se venga abajo. No va a venir por segunda vez en su vida a luchar contra nosotros. Tampoco nosotros mataremos a todos los ocupantes griegos; lo más probable será que los asimilemos y los convirtamos en romanos. Dos o tres generaciones en el oeste y no recordarán ni una palabra de griego.

—Creo que está en lo cierto, señor.

—Creo que sí… Abandonaré Roma mañana por la noche, Antípatro.

—¿Se va a Dalmacia, ¿verdad? ¿Con el emp… con su hermano?

Germánico escupió.

—No seas idiota. Me voy en la otra dirección. —Se acercó a Antípatro y le dijo con un tono de voz bajo y afilado—: Hay un barco aguardando en Ostia para llevarme a Massalia, en la Galia. Fijaré allí mi capital, o bien en Lugdunum. Aún no estoy seguro.

—¿Su… capital?

—El emperador ha abdicado. Tú mismo escribiste el documento, ¿no es así? De manera que ahora yo soy el emperador, Antípatro. Emperador en el exilio, quizá, pero emperador al fin y al cabo. Yo mismo lo proclamaré así formalmente mañana, en el momento de desembarcar en Massalia.

Si Germánico hubiera dicho eso una semana antes, pensó Antípatro, le habría parecido una locura, una estupidez propia de un borracho, o una broma burlona. Pero aquél era un Germánico diferente.

Los ojos verde mar se clavaron en él de forma implacable.

—Naturalmente, eres hombre muerto si dices una palabra de esto a alguien antes de que me haya marchado de Roma.

—¿Y por qué entonces soy el primero a quien se lo dice?

—Porque creo que a tu manera, esa griega manera tuya, extraña y sospechosa, eres un hombre en quien se puede confiar, Antípatro. También te lo dije en el templo de la Concordia. Quiero que vengas conmigo a la Galia.

La invitación, serenamente formulada, cayó sobre Antípatro como un rayo.

—¿Cómo, señor?

—Yo también necesito un maestro en lengua griega. Alguien que me ayude a comunicarme con las autoridades temporales ocupantes de Roma. Alguien que descifre los documentos que mis espías me envíen desde el este. Y quiero que también seas mi consejero, Antípatro. Eres un hombrecillo tímido, pero eres inteligente, así como astuto; y además eres griego y romano al mismo tiempo. Puedes serme útil en la Galia. Ven conmigo. No te arrepentirás. Reconstruiré el ejército, echaré a los griegos de Roma y viviremos para verlo. Podrás ser cónsul, Antípatro; cuando regrese a tomar posesión del trono de los cesares.

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