Greg Bear - Música en la sangre

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Música en la sangre: краткое содержание, описание и аннотация

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Vergil Ulam era el genio del proyecto biológico. La reestructuración de las células. Células capaces de pensar. Cuando Genetron canceló el proyecto, Vergil sacó el trabajo de su vida fuera del laboratorio del único modo que podía: Inyectándose el mismo con ellas. Al principio, los efectos de los linfocitos inteligentes se redujeron a pequeños milagros, su vista , su estado general de salud, incluso su vida sexual, mejoraron. Pero ahora, algo extraño está ocurriendo. La trama celular de Vergil está capacitada para formar organismos complejos e incluso sociedades completas en su sangre y en su cuerpo. Vergil lleva consigo un universo. Un universo de células.

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Era el último individuo responsable.

Había llegado la hora de volver al apartamento de Vergil para, por lo menos, seguir la marcha de los acontecimientos antes de que los de arriba entrasen en liza.

Mientras conducía, Edward pensaba en el cambio.

Se trataba sólo del cambio que un solo individuo podía aguantar. La innovación, incluso la creación radical, eran esenciales, pero los resultados tenían que ser aplicados con cautela, con meticulosa premeditación. No había que forzar nada, ni que imponer nada. Ese era el ideal. Todos tenían derecho a permanecer igual hasta que por sí mismo decidiesen lo contrario.

Todo eso era muy ingenuo.

Lo que había hecho Vergil era lo más grande para la ciencia desde…

¿Desde qué? No había comparación posible. Vergil Ular se había convertido en un dios. Llevaba en su carne ciento de billones de seres inteligentes.

Edward no podía asimilar ese pensamiento. «Neo-Ludita», dijo para sí, una asquerosa acusación.

Cuando apretó el botón del portero automático del condominio, Vergil contestó casi inmediatamente.

—¿Sí? —dijo con voz alegre que denotaba un inmejorable estado de ánimo.

—Edward.

—¡Hola, Edward! Pasa. Me estoy dando un baño. La puerta está abierta.

Edward entró en la salita de estar de Vergil y se dirigió por el pasillo hacia el cuarto de baño. Vergil estaba en la bañera con el agua color rosa hasta el cuello.

Sonrio vagamente a Edward y chapoteó con las manos.

—Parece que me he cortado las muñecas, ¿verdad —dijo en un alegre murmullo—. No te preocupes. Todo está bien ahora. Vienen de Genetron para llevarme otra vez allí. Bernard y Harrison y los del laboratorio, todos en una furgoneta —su cara estaba surcada por pálidos filamentos y tenía las manos cubiertas de blancas vejigas.

—Hablé con Bernard esta mañana —dijo Edward, perplejo.

—Eh, acaban de llamar —dijo Vergil señalando hacia el intercomunicador y teléfono del cuarto de baño—. He estado aquí una hora, hora y media.

Remojándome y pensando.

Edward se sentó en la taza del retrete. La lámpara de cuarzo, desenchufada, estaba al lado del armario de la toallas.

—Estás seguro de que eso es lo que quieres —dijo encogiéndose de hombros.

—Sí. Estoy seguro —dijo Vergil—. Reunión. Acoger de nuevo al hijo pródigo, ¿no tan pródigo? Sabes, nunca he entendido qué quiere decir eso de pródigo.

¿Significa «prodigio»? Ciertamente yo lo soy. Estoy volviendo a tener estilo. De aquí en adelante todo será estilo.

El color rosado del agua no parecía ser debido al jabón.

—¿Te estás dando un baño de espuma? —preguntó Edward. Otra idea le asaltó repentinamente dejándole frío.

—No —dijo Vergil—. Todo esto me sale de la piel. No me lo dicen todo, pero creo que están enviando exploradores. ¡Eh! ¡Astronautas! Sí. —Miró a Edward con expresión despreocupada; más bien denotaba curiosidad por el modo en que él se tomaría la respuesta.

Los músculos del estómago de Edward se pusieron tensos como a la espera de un segundo golpe. Nunca hasta ahora había considerado seriamente la posibilidad —al menos no de forma consciente—, tal vez porque se había concentrado en aceptar y en enfocar los problemas más inmediatos.

—¿Se trata de la primera vez?

—Sí —dijo Vergil. Se rió—. Puedo dejar a esas pequeñas sabandijas del centro de mi cerebro a merced de la corriente. Para que se enteren de una vez de cómo las gastan en el mundo.

—Pueden ir a todas partes —dijo Edward.

—Faltaría más.

Edward asintió. Faltaría más.

—No me has presentado nunca a Candice —dijo. Vergil sacudió la cabeza.

—Pues es verdad.

—¿Cómo… cómo te encuentras?

—Me encuentro perfectamente en este momento. Debe de haber billones de ellos. —Chapoteó con las manos—. ¿Tú qué opinas? ¿Debería dejar que salieran mis pequeñas sabandijas?

—Necesito beber algo —dijo Edward.

—Candice guarda algo de whisky en el armario de la cocina.

Edward se arrodilló frente a la bañera. Vergil le miro con curiosidad.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Edward. El gesto de Vergil cambió con brusquedad de una expresión de interés a una virtual máscara de tristeza.

—Dios mío, Edward, mi madre, ya sabes, vienen a por mí, pero ella me dijo…

Debería llamarla. Para hablar con ella. —Las lágrimas se deslizaban por los filamentos que le desfiguraban las mejillas—. Me dijo que volviera a ella Cuando…

Cuando llegara el momento. ¿Es ya ese momento, Edward?

—Sí —dijo Edward, sintiéndose suspendido en una nube de chispas—. Creo que sí debe serlo. —Sus dedos se cerraron sobre el cable de la lámpara de cuarzo y fue a enchufarla.

Siendo niño, Vergil había electrificado con cable lo pomos de las puertas, le había coloreado el pis de azul había jugado a un montón de juegos tontos y nunca había crecido, nunca había llegado a ser lo bastante maduro como para entender lo brillante que era y cuánto podía afectar al mundo.

Vergil estiró la mano hacia el tapón del desagüe de la bañera. Sabes, Edward, yo…

No llegó a terminar la frase. Edward acababa de enchufar la lámpara. Con ella en la mano, se acercó a la bañera para ponerla frente a Vergil. Retrocedió de un salto ante el fogonazo, el vapor y las chispas. La luz del cuarto di baño se apagó.

Vergil gritó y se sacudió espasmódicamente y luego todo quedó en calma, excepto por un siseo bajo y firme y por el humo que le salía del pelo. La luz que entraba por la pequeña ventana de ventilación era como una saeta que cortaba la fétida calina.

Edward levantó la tapa del retrete y vomitó. Luego se cubrió la nariz y se dirigió, tambaleándose, al cuarto de estar. Le fallaron las piernas y se derrumbó sobre el sofá.

Pero no había tiempo. Se puso en pie, oscilante y presa de náuseas, y entró en la cocina. Encontró la botella de whisky Jack Daniels, de Candice, y volvió al baño.

Desenroscó el tapón y vertió el contenido de la botella en el agua de la bañera, intentando no mirar directamente a Vergil. Pero eso no era suficiente. Necesitaba agua oxigenada y amoníaco, y luego tendría que salir.

Iba a llamar a Vergil para preguntarle dónde estaban el agua oxigenada y el amoníaco, pero se detuvo. Vergil estaba muerto. El estómago de Edward empezó a agitarse otra vez y se apoyó en la pared del pasillo, con la mejilla apretada contra el yeso y la pintura. ¿Cuándo habían sido menos reales las cosas?

Cuando Vergil entró en el Centro Médico Mount Freom… Sólo era otra de las bromas de Vergil. ¡Ja! Toda tu vida se tiñe de un profundo azul de medianoche, Edward; no olvides nunca a un amigo.

Miró en el armario, pero sólo vio toallas y sábanas. En el dormitorio, abrió el ropero de Vergil, pero sólo encontró su ropa. Junto al dormitorio había un pequeño aseo, y se fijó en un pequeño armarito desde el ángulo de la deshecha cama.

Edward entró en el aseo. En un extremo, enfrente del armarito, había una ducha.

Un hilo de agua salía de debajo de la puerta de ésta. Intentó encender la luz, pero toda esta sección del apartamento se había quedado sin fuerza; la única luz provenía de la ventana del dormitorio. En el armario encontró el agua oxigenada y un gran frasco con amoníaco.

Se los llevó a lo largo del pasillo y vertió ambos en la bañera, evitando los pálidos ojos ciegos de Vergil. Cerró la puerta tras de sí, tosiendo, mientras las emanaciones silbaban dentro.

Alguien llamó suavemente a Vergil. Edward llevaba las botella vacías hacia el aseo cuando la voz sonó más alta. Se quedó en el umbral, con uno de los frascos de plástico contra el quicio, y aguzó el oído, con el ceño fruncido.

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