Arkadi Strugatsky - Ciudad condenada

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El mundo de «Ciudad condenada» es un mundo sobrenatural al que son transportados los protagonistas tras su muerte para formar parte de un enigmático Experimento: en él, todos hablan una lengua común que cada uno identifica como propia. «El Experimento es el Experimento», el leitmotiv que se repite a lo largo de la novela.
El escenario está inspirado en la ciudad de un lóbrego cuadro de Nicholas Roerich cuya topografía es completamente fantástica: una pequeña franja de tierra habitable, limitada al oeste por un abismo por el que los objetos que caen vuelven a aparecer tras un tiempo: al este, un muro inaccesible en cuya base aparecen esporádicamente restos humanos destrozados: al sur, extensas marismas cuyos habitantes ganan lo justo para vivir una vida bañada en alcohol: y en el norte, páramos y ciudades en ruinas donde, más allá, se supone que se encuentra la Anticiudad. El sol se enciende y se apaga a voluntad. Además, existe un Edificio Rojo que aparece en diferentes lugares, que es descrito por diversos testigos pero que siempre se desvanece antes de que las autoridades puedan investigarlo: la gente que cruza su umbral desaparece.

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Y en ese momento se acordó de que ya no era un astrónomo, que era juez de instrucción de la fiscalía, que había logrado un éxito considerable: con ayuda de agentes especialmente preparados y de una metodología de investigación muy particular, había encontrado aquel misterioso Edificio Rojo, había logrado entrar en él y desentrañar sus siniestros secretos, creando los antecedentes que permitirían eliminar con éxito aquel fenómeno maligno…

Se incorporó apoyándose en las manos y bajó al peldaño inferior.

«Si regreso al tablero no lograré salir del Edificio. Me tragará. Eso está claro, ya se ha tragado a muchos, hay declaraciones de los testigos al respecto. Pero el problema no es solo ese. Debo retornar a mi despacho y desentrañar todo esto. Ese es mi deber. Es lo que tengo que hacer ahora. Todo lo demás es solo un espejismo…»

Bajó otros dos peldaños. Había que liberarse del espejismo y volver al trabajo. Allí nada era casual. Allí todo estaba muy bien pensado. Se trataba de una monstruosa ilusión, organizada por provocadores que intentaban destruir la fe en la victoria total, corroer los conceptos de la moral y el deber. Y no era una casualidad que, a un lado del Edificio, estuviera aquel cine asqueroso, llamado «Nueva Ilusión». ¡Nueva! En la pornografía no hay nada nuevo, pero el cine se denominaba nuevo. ¡Todo estaba claro! ¿Y qué había al otro lado? Una sinagoga…

Bajó rápidamente las escaleras y llego a una puerta con el letrero de «Salida». Al poner la mano en el picaporte, al comenzar a empujar la puerta, al vencer la resistencia del muelle que chirriaba, se dio cuenta de repente de lo que había de común en todas aquellas miradas que le dirigieran allá arriba. Un reproche. Sabían que no volvería. Él mismo no se había dado cuenta de ello, pero lo sabían sin sombra de duda…

Salió presuroso a la calle, se llenó ansioso los pulmones de aire húmedo y nebuloso, y con el corazón rebosante de felicidad vio que allí todo seguía igual: la neblina cubría la calle Mayor a la derecha y a la izquierda, y frente a él, al otro lado de la calle, estaba la moto con sidecar y su chofer, el policía, dormido del todo, con la cabeza metida en el cuello del capote.

«El gordo duerme —pensó, con cierta ternura—, está agotado.» Y en ese momento, una voz dentro de él pronunció muy alto: «¡Tiempo!», y Andrei, con un gemido, se echó a llorar de desesperación al recordar entonces la regla más terrible del juego, una regla pensada especialmente contra los llorones intelectuales y bienpensantes: el que interrumpe la partida se rinde; el que se rinde, pierde todas sus piezas.

—¡Nooooo! —gritó mientras se volvía en busca del picaporte de cobre. Pero ya era tarde. El Edificio se retiraba. Retrocedía y se perdía lentamente en la niebla reinante entre las paredes de la sinagoga y el cine Nueva Ilusión. Se retiraba, susurrando, chirriando, haciendo sonar los cristales de las ventanas y crujir las vigas. De la azotea cayó una teja que se rompió al golpear un banco de piedra.

Andrei empujaba con todas sus fuerzas el picaporte, pero parecía haberse soldado con la madera de la puerta: el Edificio se movía cada vez más rápido, y Andrei corría, casi colgado de él como de un tren que se aleja. Empujaba y tiraba del picaporte: de pronto tropezó con algo, cayó y sus dedos engarrotados soltaron la lisa superficie de cobre, algo crujió en su cabeza pero él seguía viendo cómo el Edificio retrocedía, apagando las ventanas sobre la marcha. Dobló tras la pared amarilla de la sinagoga, desapareció, apareció de nuevo como si echara un vistazo con las dos últimas ventanas iluminadas, pero se apagaron y se hizo la oscuridad.

TRES

Estaba sentado en el banco, ante la desabrida fuente de cemento, y apretaba el pañuelo humedecido, tibio ya, contra un enorme chichón sobre el ojo derecho. Había perdido el sentido y le dolía la cabeza con tanta fuerza que temía haberse fracturado el cráneo; le ardían las rodillas despellejadas y se le había dormido el codo herido, que sin embargo daba señales de que se haría sentir en un futuro inmediato. A propósito, quién sabe si todo aquello era lo mejor que podía ocurrir. De esa manera, lo sucedido adquiría los rasgos bien definidos de la más brutal realidad. No había ningún Edificio, no había ningún estratega ni un charco oscuro bajo la mesa, no había ajedrez ni tampoco traición, solamente un hombre vagando en la oscuridad que se había quedado traspuesto, había tropezado y había caído al otro lado de la barrera de cemento para ir a parar a la estúpida fuente, golpeándose con fuerza contra el fondo su cabeza de idiota y el resto del cuerpo.

Andrei entendía perfectamente que, en realidad, nada era tan sencillo, pero le resultaba agradable pensar que quizá fuera solo un delirio, que había tropezado y se había caído; en ese caso todo era divertido y al menos cómodo.

«Qué hago ahora —pensó, con la cabeza llena de brumas—. He encontrado el Edificio, estuve dentro, lo vi todo con mis propios ojos… ¿Y qué más? No me llenéis la cabeza, no llenéis esta cabeza mía tan grande con discursos vacíos sobre rumores, mitos y toda esa propaganda. Eso, en primer lugar. No me llenéis la cabeza… Pero, perdón, creo que era yo el que le llenaba la cabeza a todos. Hay que poner en libertad a ese… cómo se llama… el de la flauta. Me gustaría saber si esa Ela suya también jugaba al ajedrez. Maldita sea, cómo me duele la cabeza…»

El pañuelo estaba totalmente tibio. Andrei caminó con dificultad hacia la fuente, se inclinó sobre la barandilla y metió el pañuelo bajo el chorro helado. Dentro del chichón alguien pugnaba con furia por salir fuera. Eso sí es un mito. Y además, un espejismo… Exprimió el pañuelo, volvió a apretarlo contra el sitio lastimado y miró al otro lado de la calle. El gordo seguía durmiendo.

«Maldita bola de sebo —pensó Andrei con furia—. Está en horario de servicio. ¿Para qué te he traído conmigo? ¿Acaso te he traído aquí para que te pongas a roncar? Hubieran podido matarme cien veces… Claro, y este cerdo, después de dormir a gusto, hubiera ido mañana a la fiscalía y, como si nada, hubiera informado: el señor juez de instrucción entró anoche al Edificio Rojo y no volvió a salir.»

Durante unos momentos, Andrei acarició en su mente la dulce idea de recoger un cubo de agua helada, acercarse al gordinflón y echárselo por el cuello del capote. Seguro que se despertaría. Así se divertían los muchachos en las reuniones: si alguien se quedaba dormido, con el extremo de un cordón le ataban un zapato a salva sea la parte, y después le ponían el zapato asqueroso en la cara. El durmiente se enfurecía, y lanzaba el zapato por el aire con todas sus fuerzas… Era muy cómico.

Andrei volvió al banco y descubrió que tenía un vecino. Era un hombrecito pequeño y enjuto, vestido todo de negro, hasta su camisa era negra. Estaba allí sentado con las piernas cruzadas y un viejo sombrero hongo sobre las rodillas. Seguro que era el custodio de la sinagoga. Andrei se dejó caer a su lado con pesadez, palpándose con cuidado los bordes del chichón a través de la tela.

—Pues, bien —dijo el hombre, con voz cascada—. ¿Y qué va a pasar?

—Nada especial —repuso Andrei—. Los pescaremos a todos. No voy a dejar eso así.

—¿Y después?

—No sé —dijo Andrei, tras pensarlo—. Quizá aparezca otra porquería. El Experimento es el Experimento. Y va para largo.

—Es eterno —apuntó el anciano—. Según cualquier religión, es eterno.

—La religión no tiene nada que ver con esto —objetó Andrei.

—¿Cree eso incluso ahora? —se asombró el anciano.

—Por supuesto. Siempre lo he creído.

—Está bien, dejémoslo. El Experimento es el Experimento, aquí muchos se consuelan con eso. Casi todos. A propósito, ninguna religión ha previsto nada semejante. Pero hablo de otra cosa. ¿Para qué nos han dejado, incluso aquí, el libre albedrío? Se podría pensar que en el reino del mal absoluto, en el reino que tiene escrito a la entrada: «Dejad toda esperanza».

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