Romain Gary - La Exhalación

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Un hombre que lleva un portafolios es asesinado frente al Vaticano. Dentro del portafolios hay una carta, un encendedor y una pelotita color blanco perlado que rebota sin cesar. El Papa y la Iglesia Católica se encuentran frente a un dilema moral que nunca antes habían encarado. Así comienza esta nueva y fantástica novela de Romain Gary, pues la exhalación es la energía que despiden los hombres al morir. Rápidamente, esta inagotable fuente de energía desata los intereses creados entre varios países. Francia, China, Rusia y los Estados Unidos se ven involucrados por diferentes razones. Y, Marc Mathieu: el genial científico francés que posee la fórmula de la destrucción, se les enfrenta, convirtiéndose en una amenaza para la supervivencia de la humanidad.

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Lo que vio, sobrepasó en forma absoluta a cualquier razonamiento y explicación posible, y se sintió aun más perturbado que cuando dos años atrás encontró a su hija en la cama con un negro norteamericano. Y por querer satisfacer la curiosidad, sólo consiguió un interrogante tan punzante que durante meses permaneció melancólico e irritable. Se despertaba en la mitad de la noche, pronunciando palabras de indignación y de protesta.

Monseñor Domani seguía de pie sosteniendo la valija hasta que se la alcanzó al padre Busch haciendo un gesto casi suplicante.

– Por favor, no puedo.

El padre Busch tomó la valija y la abrió. Apenas había terminado de hacerlo, cuando del interior salió rebotando una pelotita blanca perlada ligeramente fosforescente, que continuó saltando arriba y abajo al borde de la tumba.

Luego el padre Busch extrajo otros objetos. Eran cosas comunes salvo que tenían un color blanco perlado; toda clase de gadgeti, del tipo de los que los norteamericanos llevan consigo a todas partes, una afeitadora eléctrica, un cepillo de dientes eléctrico, algo que parecía ser un encendedor. El padre Busch extendió la mano y se apoderó de la pelotita. La sostuvo firmemente, pero su brazo empezó a moverse de arriba a abajo en forma regular, como si todo fuera provocado por los efectos de alguna fuerza especial. Y en cuanto a lo que sucedió después… Fue bastante simple: el señor Valli tuvo la convicción calma, casi serena, de que se estaba volviendo loco, y de que no era posible que estuviera viendo lo que creía estar viendo.

El padre Busch se inclinó sobre la tierra abierta y arrojó allí dentro todos los gadgeti. Luego el padre Busch y monseñor Domani tomaron las palas y llenaron de tierra la tumba. Fue suficiente para que el señor Valli saliera corriendo a buscar una botella de Chianti. Luego ambos sacerdotes se arrodillaron y comenzaron a orar, con un fervor tan profundo e implorante, que parecía que estaban rezando por todas las almas del mundo entero, y por las de la tierra también. El señor Valli abrió la boca, emitió un sonido breve y agudo, totalmente desproporcionado para la medida de su orificio bucal, y luego, dándole la espalda a algo de lo que nunca volvió a estar seguro de haber visto, mientras apoyaba una mano sobre el corazón y otra sobre la frente, se alejó tambaleándose; las rodillas le temblaban y tenía una idea fija en la cabeza: regresar junto a su mujer y sus hijos y llamar al médico.

17

El 3 de mayo llovía. Mathieu había pasado un día lúgubre garabateando en el pizarrón. No estaba inspirado; se sentía vacío de esa clase de excitación casi premonitoria que invariablemente precede al nacimiento de una nueva idea: ninguna chispa anticipada. Sobre el pizarrón, las fórmulas tomaban cualquier dirección, pero eran el arte por el arte mismo; un deleite puramente estético. No conducían a ninguna parte, no irrumpían sobre nuevas tierras. Eran hábiles fuegos de artificio matemáticos, simples pinchazos que dejaban al universo tan firmemente atrincherado como antes. Un frustrante e inofensivo juego de lo desconocido. La lluvia azotaba a París. A las 17, Mathieu se cubrió la cabeza con el impermeable y atravesó la calle corriendo en busca de una taza de café. Le era más difícil interrumpir el trabajo cuando andaba mal, que cuando era verdaderamente creativo y compensatorio. El alejarse del pizarrón con las manos vacías, le deparaba un enojoso sentimiento de derrota. Bebió rápidamente el café humeante, ansioso por regresar para asestarle otro golpe al "obscuro bastardo", como llamaba al universo en los momentos de impotencia, cuando lo desconocido le tornaba la espalda desdeñoso al aventurero, y el osado conquistador se volvía un simple merodeador.

En el momento en que salió del café diluviaba. Llevaba el impermeable sobre la cabeza. Entonces lo agarraron de un brazo y lo empujaron hacia adelante, hasta que se encontró luchando con el maldito impermeable dentro de un automóvil, que corría velozmente.

– Nom de Dieu…

Se quedó en silencio.

Sentado junto a él estaba Starr que tenía un portafolio sobre las rodillas y miraba hacia adelante. Tenía la cara tan hundida que parecía una cobra.

– Lo siento, profesor, pero no tuve tiempo para delicadezas.

– ¿Adonde vamos?

– Es exactamente lo que nosotros queremos que usted nos diga.

Abrió el portafolio y tiró sobre las rodillas de Mathieu un fajo de fotografías.

– Mírelas bien. Son las últimas fotografías (datan de hace tres días) que nuestro satélite cosechó en China. En la provincia de Sinkiang. Debo también confesarle que el gobierno de los Estados Unidos está… bueno… "aterrorizado" sería una palabra indigna. Por lo tanto digamos… un poco preocupado.

Veía solamente el perfil de Starr, lo que no era mucho, de rasgos pequeños y hundidos. Pero en la misma falta de expresión había algo mortal.

– Allez vous faire foutre. Váyase a la mierda.

– Usted debe saber, señor Mathieu, que tiene mucha suerte. Tiene suerte de que yo no sea un idealista. Si lo fuera, hace tiempo que le hubiera metido una bala en su admirable cerebro. Por supuesto usted puede negarse a darnos su opinión, sin embargo es mejor que le advierta… Por primera vez en mi carrera, se me ha dado carta blanca.

Mathieu miró las fotografías. Mostraban miles de colmenas. Eran los exhaladores. Pero lo que atrajo su atención inmediatamente fue que estaban interconectados y que en el centro había una construcción escondida, no muy diferente del reactor "urraca" de Courcelles, actualmente en desuso. El automóvil se deslizaba bajo la lluvia torrencial, Mathieu continuó mirando durante un rato la construcción escondida, y sintió nauseas. Una sensación de "por supuesto, ¿qué es lo que esperabas?".

"Codiciosos idiotas", pensó. Era más que una locura de mega-energía: era un ciego salto de rana a lo desconocido. No había manera de manejar la acumulación de energía. Los chinos estaban ensayando la concentración y la manipulación de la energía, más allá de todo cálculo o control.

– ¿Qué es exactamente lo que quiere saber, coronel?

– Realmente, no mucho más. Su cara ha sido bastante expresiva.

Mathieu siguió mirando las fotos.

– Muy bien orientados -comentó-. Completamente hacia el Oeste, si no me equivoco.

– ¿Entonces? -preguntó Starr cortante.

– No lo sé.

– ¿Embrutecimiento?

– Ya le dije, no lo sé. Los chinos mismos no lo pueden saber. Pero, no tema, lo descubrirán, y nosotros también. Ninguna duda al respecto… ¿Cuándo pondrán la planta en funcionamiento?

– Es lo que todavía estamos tratando de averiguar. Puede tardar semanas o meses. O más. Carecemos de datos. Y los rusos también. Todo lo que sabemos es que los militares llevan el asunto y parece que en Pekín hay una lucha entre el poder del ejército y el del partido, es decir, el mariscal Lin Piao contra Mao. Existen algunos indicios de que Mao se opone a todo el proyecto. Pero, si la prueba tiene éxito, fortalecerá al ejército de tal manera que el pobre viejo tendrá que despedirse o contentarse con un papel puramente simbólico, o llegará a una crisis con Rusia y con los Estados Unidos. Si piensa así, está abominablemente en lo cierto. No podemos correr el riesgo. Es imposible. Por lo tanto…

Mathieu rió.

Starr estaba tratando de dominarse. Era la primera vez en su vida que tenía que tratar de hacerlo. El autodominio era natural en él. Tomó las fotografías y las guardó en el portafolio. Lo tenía colgado de la muñeca, atado con una cadena.

El automóvil avanzaba delante del Louvre. Cinco milenios de tesoros artísticos, pensó Mathieu. Una civilización muy vieja. Bueno, habría mejor suerte la próxima vez.

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