Alexander Abramov - Jinetes Del Mundo Incógnito

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Jinetes Del Mundo Incógnito: краткое содержание, описание и аннотация

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Novela de ciencia ficción acerca de la aparición sobre la Tierra de misteriosas “nubes” rosadas, que resultan ser visitantes inteligentes del espacio cósmico. Los miembros de una expedición antártica soviética son los primeros en tener contacto con ellas en una serie de aventuras inexplicables.
Las “nubes” remueven la capa de hielo de la Antártica y la envían al espacio. Son capaces de reproducir cualquier tipo de estructura atómica, incluyendo al hombre. Los héroes de la historia encuentran a sus “dobles”, ven aviones duplicados y viven muchas aventuras en una ciudad copiada. Incluso combaten contra agentes de la Gestapo reproducidos del pasado por las misteriosas “nubes”.
Los científicos no pueden explicarse con que objeto se duplica la vida terrestre. Todos los intentos por lograr tener contactos con los visitantes del espacio cósmico terminan en un fracaso. Sin embargo, los científicos soviéticos -héroes de la novela- llegan a desentrañar el enigma de las “nubes” rosadas y establecer contacto con una civilización superdesarrollada existente fuera de nuestra galaxia

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– Todo esto parece una pesadilla -afirmó Anatoli. Me di la vuelta en el aire y le vi a dos metros de mí, colgando de las cuerdas de su paracaídas. Dije, "colgando", porque él no caía, ni flotaba, sino que precisamente pendía fijo, inmóvil, en el aire. No soplaba el viento y en el cielo no se notaba ni una sola nube. Existían tan sólo el cielo ultramarino, la ciudad a la distancia y Anatoli y yo que estábamos a medio kilómetro de altura suspendidos por las cuerdas rígidas de los paracaídas, que se mantenían de modo inexplicable en el aire. Digo "en el aire", pues respirábamos libre y fácilmente como en el Albergue de los Once situado sobre la cima del Elbruz.

– Martin nos mintió -afirmó Anatoli.

– No, él no nos mintió -objeté.

– Entonces, se equivocó.

– No lo creo.

– ¿Y qué estás viendo ahora? -inquirió alarmado.

– ¿Y tú?

– Pues, la Torre Eiffel, naturalmente. ¿Acaso crees que no la conozco?

Anatoli veía también Paris, lo que significaba que la hipótesis sobre la hipnoalucinación destinada especialmente al sujeto de estudio, se excluía.

– Pese a todo, éste no es Paris, porque hay algo que lo distingue del verdadero -dijo Anatoli.

– Tonterías.

– Entonces, dime, ¿dónde puedes encontrar montañas en Paris? ¿No sabes acaso que los Pirineos y los Alpes se encuentran lejos de esta ciudad? Mas, ¿qué es aquello?

Al mirar a la derecha, observé una cadena de montañas pobladas de bosques y coronadas con picos de piedras y sus cimas de nieve.

– Puede ser que esto sea la Groenlandia real -sugerí.

– Eso es imposible por dos razones: primero, porque estamos dentro de la cúpula y, segundo, porque se ven cimas cubiertas de nieve. ¿No sabes acaso que ahora no hay cimas de nieve en ningún lugar de la Tierra?

Observé nuevamente la cadena de montañas. Entre ésta y la cúpula divisábase una línea azul de agua: ¿un lago o un mar?

– ¿Cómo se llama el juego? -inquirió de sopetón Anatoli.

– ¿Qué juego?

– El juego en que se reconstituyen los dibujos y cuadros recortados caprichosamente.

– ¡Ah! Rompecabezas.

– ¿Cuántos empleados trabajaban en el hotel? -razonaba Anatoli ensimismado-. Cerca de treinta. ¿Eran todos Parisienses? Posiblemente que alguno era de Grenoble, o de alguna región donde había montañas y mar. Si pegáramos los recuerdos que tienen esos individuos tanto de Paris como de su ciudad natal, no habría copia, por lo menos, resultaría cualquier cosa, pero no una copia.

Repetía la hipótesis de Zernov. Yo, empero, seguía en mis reflexiones. "Este es un juego. Hoy construimos y mañana destruimos. Hoy es Nueva York y mañana Paris. Hoy es Paris con el Mont Blanc y mañana es Paris con el Fuji Yama. ¿Por qué no? ¿Acaso lo que ha sido creado en la Tierra por el hombre y la naturaleza es el límite de la perfección? ¿No supone, quizás, la repetición de la creación cierto mejoramiento? ¿Se está buscando en este laboratorio lo típico de la vida terrestre? ¿Se está verificando y especificando lo típico del mundo? Y toda esta mezcolanza irreal para nosotros, ¿es acaso para ellos lo que precisamente están buscando?"

Al fin y al cabo me sentí confundido. El paracaídas flotaba sobre mi cabeza a guisa de techo de café callejero. Lo único que faltaba era la mesa y la limonada. Sólo ahora empecé a sentir calor. El sol no alumbraba, pero el bochorno era insoportable.

– ¿Por qué no caemos? -inquirió Anatoli.

– ¿Terminaste la escuela secundaria o te expulsaron de la primaria?

– No charlatanees. Te estoy hablando en serio.

– Y yo también. ¿Has oído hablar del fenómeno de la ingravidez?

– Sí. En la ingravidez uno flota, mas ahora no ocurre lo mismo, pues yo no puedo moverme. Hasta mi paracaídas parece estar hecho de madera, como si algo lo retuviera.

– No "algo", sino alguien.

– ¿Por qué?

– Por gentileza. Dueños hospitalarios dan una lección de cortesía a huéspedes no invitados.

– ¿Y para qué crearon Paris?

– Tal vez les gusta su geografía.

– Eso sucedería si ellos fuesen seres racionales… -explotó Anatoli.

– Me gusta tu "si".

– No te mofes de mí. Te estoy hablando en serio. Ellos deben tener un objetivo determinado.

– Tienes razón. Ellos graban nuestras reacciones y, posiblemente, están grabando ahora nuestra conversación.

– Eres insoportable -afirmó Anatoli, y calló. Al momento, fuimos empujados de nuestra posición por un soplo de viento y empezamos a volar sobre Paris.

Al principio descendimos unos doscientos metros. La ciudad estaba más cerca y sus detalles se distinguían con más claridad. Pudimos ver el negro humo entrecano que subía haciendo volutas sobre las chimeneas de las fábricas. Las grandes barcazas que descansaban sobre el Sena se diferenciaban ahora de las lanchas de motor. El gusanito largo que veíamos desde nuestra antigua posición deslizándose por la orilla del Sena, tomó ahora el aspecto de un tren que se aproximaba a la estación de Lyon. Las personas, como granos derramados sobre las calles, se veían ahora a guisa de mosaico abigarrado de trajes y vestidos de verano. Luego, fuimos empujados hacia arriba y la ciudad empezó a alejarse y a disiparse a la distancia. Anatoli voló hacia arriba y desapareció con su paracaídas en el tapón color violeta. Pasados dos o tres segundos, yo desaparecí también, y ambos, como dos delfines, saltamos sobre el borde de la cúpula azul. En este proceso, nuestros paracaídas no cambiaron de forma y se mantuvieron abiertos como si los soplaran corrientes de aire imperceptibles. A poco, descendimos sobre la banda blanca del glaciar.

A pesar de que nuestra caída fue mucho más suave que los saltos corrientes en paracaídas, Anatoli se cayó y rodó sobre el hielo. Rápido, me quité el paracaídas y le ayudé. Hacia nosotros se aproximaban Thompson y los compañeros del campamento. Thompson, a la cabeza del grupo, con su cazadora desabrochada y botas canadienses, sin gorro y con el pelo cortado a lo erizo, me hizo recordar a un viejo entrenador como los que vi en las Olimpíadas de Invierno.

– Bueno, ¿qué tal? -quiso saber él mostrando un ademán de vencedor.

Su ademán, como siempre, me irritó:

– Todo fue normal -repuse.

– Martin nos comunicó que ustedes habían emergido felizmente a través del tapón.

En silencio, me encogí de hombros. ¿Para qué retuvieron a Martin en el aire? ¿Habría podido él ayudarnos, si no hubiéramos salido felizmente del tapón?

– ¿Qué hay allá dentro? -preguntó finalmente Thompson.

– ¿Dónde?

"Espera, querido, espera".

– Usted sabe muy bien a qué me refiero.

– Sí, lo sé.

– Bueno, entonces, hable.

– Allá hay un rompecabezas.

Capítulo 30 – La apuesta

Nosotros regresamos a Umanak. Cuando hablo de nosotros me refiero a nuestro grupo antártico, al personal técnico-científico de la nueva expedición, a los dos vehículos todoterreno (donde nos habíamos instalado) y a la caravana de trineos con todos los equipos. El helicóptero había retornado ya a su base polar de Tule y nuestro comandante Thompson, junto con todos los aparatos que pudo acomodar a bordo del avión, voló a Copenhague.

Allí, en Copenhague, tuvo lugar su última conferencia de prensa, en la que refutó todas sus declaraciones privadas y oficiales sobre los éxitos obtenidos por la expedición. En la caseta de radio del vehículo escuchamos este sombrío intercambio de preguntas y respuestas transmitido desde Copenhague y lo grabamos en cinta magnetofónica para las generaciones futuras. Cortamos todas las exclamaciones, ruidos, risas y gritos del público, considerándolos superfluos y dejamos tan sólo la osamenta de las preguntas y respuestas:

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