Arthur Clarke - Canticos de la lejana Tierra

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Canticos de la lejana Tierra: краткое содержание, описание и аннотация

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Loren recordaba todavía el lanzamiento del Excalibur desde su plataforma en la base de Lagrangian, entre la Tierra y la Luna. Aunque por aquel entonces él tenía solamente cinco años, sabía que esta nave sembradora era la última de su tipo. Sin embargo, era demasiado joven para entender por qué había sido cancelado este programa secular precisamente cuando había alcanzado su madurez técnica. Tampoco podía adivinar entonces el cambio que se produciría en su propia vida con aquel asombroso descubrimiento que lo transformó y dio a la Humanidad una nueva esperanza en las últimas décadas de la historia terrestre.

Aunque se habían realizado numerosos estudios teóricos, nadie había conseguido encontrar una razón para un vuelo espacial tripulado a la estrella más cercana. El hecho de que ese viaje pudiera durar un siglo no era ya un factor decisivo, la hibernación podía solucionar ese problema. En el hospital satélite Luis Pasteur un mono estaba dormido desde hacía casi un milenio y mostraba una actividad cerebral perfectamente normal. No había ninguna razón para suponer que no ocurriría lo mismo con los seres humanos, si bien el récord, un paciente con una extraña forma de cáncer, no superaba los dos siglos.

El problema biológico había sido resuelto; era el problema de ingeniería el que parecía insalvable. Una nave que pudiera transportar miles de pasajeros dormidos, imprescindibles para una nueva vida en otro mundo, debería tener las mismas dimensiones que los grandes trasatlánticos que una vez surcaron los mares de la Tierra.

Sería bastante fácil construir esta nave fuera de la órbita de Marte y usar los abundantes recursos del cinturón asteroide. Sin embargo, era imposible idear unos motores que le permitieran alcanzar las estrellas en un período razonable de tiempo. Incluso a una décima parte de la velocidad de la luz, los objetivos más prometedores estaban a más de quinientos años de distancia. Esa velocidad había sido alcanzada por sondas robot, que recorrían a toda velocidad sistemas estelares cercanos y transmitían sus informes y observaciones durante las agitadas y escasas horas del trayecto. Pero era completamente imposible reducir la velocidad para acoplarse a otra nave o aterrizar, y estaban destinadas a seguir viajando a través de la galaxia para siempre.

Este era el problema fundamental de los cohetes, y nadie había descubierto hasta entonces una alternativa para la propulsión ultraespacial. Era tan difícil perder velocidad como ganarla, y llevar la carga propulsora necesaria para la deceleración no simplemente doblaba la dificultad de la misión, sino que la elevaba al cuadrado.

Se podía construir una hibernave a escala real que alcanzara la décima parte de la velocidad de la luz. Requeriría un millón de toneladas de algún exótico material como carga propulsora; era difícil, pero no imposible.

Pero para anular la velocidad al final del viaje, la nave debería despegar no con un millón, sino con millones de toneladas de carga propulsora. Esto, por supuesto, estaba tan fuera del alcance que nadie había pensado seriamente en ello desde hacía mucho tiempo.

Y después, por una de las mayores ironías de la historia, se le dieron a la Humanidad las llaves del Universo, y un siglo escaso para utilizarlas.

8. Recuerdos de un amor perdido

Qué contento estoy, pensó Moses Kaldor, por no haber sucumbido nunca a esta tentación, a ese seductor señuelo que el arte y la tecnología habían dado a la Humanidad hace más de mil años. Si hubiese querido, hubiese podido traer conmigo al exilio al fantasma electrónico de Evelyn, metido en algunas cintas de programación. Podía haber aparecido ante mí, en alguno de los escenarios que amábamos, y mantener una conversación tan convincente que un desconocido no hubiera nunca adivinado que nadie, nada estaba realmente allí.

Pero yo lo hubiera sabido al cabo de cinco o diez minutos, a no ser que me engañase a mí mismo mediante un acto deliberado de voluntad. Y yo sería incapaz de hacerlo. Aunque sigo sin saber por qué mis instintos se rebelan contra ello, siempre me niego a aceptar el falso alivio de un diálogo con los muertos. Ni tan siquiera poseo, ahora, una simple grabación de su voz.

Es mejor así, verla moverse en silencio en el pequeño jardín de nuestro último hogar, sabiendo que no es una ilusión de los creadores de imágenes, sino que ocurrió de verdad, hace doscientos años, en la Tierra.

Y la única voz que se oirá será la mía, aquí y ahora, hablando a la memoria que todavía existe en mi propio cerebro vivo y humano.

Grabación privada. Número Uno. Aparato Alpha. Programa autodestructible.

Tenias razón, Evelyn, y yo no. Aunque sea el más viejo de esta nave, parece que todavía puedo ser útil.

Cuando me desperté, el capitán Bey estaba a mi lado. Me sentí halagado… en cuanto pude sentir algo.

— Vaya, capitán — dijo—. Esto sí que es una sorpresa. Esperaba que me arrojara al espacio como algo inservible.

Se echó a reír y respondió:

— No esté muy seguro todavía; el viaje no ha acabado. Pero le necesitamos ahora. Los que planearon la misión fueron más listos de lo que usted pensaba.

— Me inscribieron en el manifiesto de la nave como Embajador—Consejero, y ¿en calidad de qué se me requiere?

— Probablemente en ambas. Y quizás en calidad de…

— No dude en decir cruzado, aunque nunca me gustó la palabra y nunca me consideré líder de ningún movimiento. Sólo intenté que la gente pensara por sí misma. Nunca quise que nadie me siguiera ciegamente. La historia ha visto ya demasiados líderes.

— Sí, pero no todos han sido malos. Fíjese en su tocayo.

— Se le ha sobrevalorado, aunque puedo comprender su admiración. Después de todo, usted también dirige las tribus sin hogar a una tierra prometida. Me imagino que ya habrá surgido algún pequeño problema.

El capitán sonrió y respondió:

— Me alegro de ver que ya está totalmente despierto. Hasta ahora, no ha surgido ni un problema, y no hay razones para pensar que surja. Pero se ha presentado una situación inesperada, y usted es oficial diplomado. Tiene unas cualidades que nunca pensamos que íbamos a necesitar.

Te aseguro, Evelyn, que me quedé atónito. El capitán Bey debió de leer mi mente cuando vio mi expresión.

—¡Oh! — exclamó rápidamente—. No hemos encontrado a ningún extraterrestre. Parece ser que la colonia humana de Thalassa no se destruyó como imaginábamos. De hecho está funcionando muy bien.

Esto fue, por supuesto, otra sorpresa, aunque bastante agradable. Thalassa, ¡el mar, el mar! fue una palabra que nunca esperaba volver a repetir. Siempre había pensado que cuando me despertara, esta palabra habría quedado siglos y años luz atrás.

—¿Cómo es esa gente? ¿Han establecido ya algún contacto con ellos?

— Todavía no, éste es su trabajo. Usted sabe mejor que nadie los errores que cometimos en el pasado. No queremos repetirlos. Ahora, si está preparado para subir al puente, le dejaré echar un vistazo a nuestros primos perdidos.

Eso fue hace una semana, Evelyn; qué agradable es no tener prisas después de décadas de inquebrantables fechas límites. Sabemos todo lo que se puede saber sobre los thalassanos sin haberlos visto cara a cara. Y esto es lo que haremos esta noche.

Hemos elegido un terreno común para mostrar que reconocemos nuestro parentesco. El lugar del primer aterrizaje es muy visible y ha sido celosamente guardado, como un parque o como una reliquia. Esto es buena señal; sólo espero que nuestro aterrizaje allí no se considere un sacrilegio. Quizá nos hará aparecer como dioses, lo cual haría las cosas más fáciles para nosotros. Esto es, si los thalassanos han inventado dioses. Ésta es una de las cosas que quiero averiguar.

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