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Arthur Clarke: Canticos de la lejana Tierra

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« De cualquier forma, existe ahí abajo una civilización muy desarrollada. Cuando logramos una buena vista nocturna, vimos las luces de las ciudades, pequeñas ciudades. Hay muchas pequeñas industrias, un pequeño tráfico costero, no hay barcos grandes, y hemos divisado un par de aviones desplazándose a la velocidad de quinientos klicks, que son capaces de transportarles a cualquier parte en quince minutos.

« Evidentemente, una comunidad tan compacta no necesita mucho transporte aéreo, y tienen un buen sistema de carreteras. Pero seguimos sin poder detectar comunicación alguna. No tienen satélites, ni siquiera meteorológicos, que parecería que los han de necesitar… aunque quizá no, ya que sus naves probablemente nunca se alejan de tierra firme. Claro, no tienen otra tierra donde ir.

« De modo que así están las cosas. Es una situación interesante, y una sorpresa agradable. Al menos así lo espero. ¿Alguna pregunta? ¿Sí, señor Lorenson?

—¿Hemos intentado ponernos en contacto con ellos?

— Todavía no; pensamos que no era aconsejable hasta saber exactamente el nivel de cultura que poseen. Hagamos lo que hagamos les causaremos una enorme impresión.

—¿Saben que estamos aquí?

— Probablemente no.

— Pero sin duda tienen que haber visto nuestra propulsión.

Era una pregunta razonable, ya que un superreactor a plena potencia era uno de los espectáculos más dramáticos nunca inventados por el hombre. Su luz era tan potente como la de una bomba atómica, y duraba mucho más, meses en vez de milésimas de segundo.

— Posiblemente, pero lo dudo. Estábamos al otro lado del sol cuando efectuamos la mayor parte del frenado. Su resplandor les habría impedido vernos.

Entonces alguien preguntó lo que todos estaban pensando.

— Capitán, ¿en qué medida afectará esto a nuestra misión?

Sirdar Bey miró a su interlocutor con aire pensativo.

— A estas alturas es imposible decirlo. Unos cientos de miles de seres humanos, o cualquiera que sea su población, podrían hacernos las cosas más fáciles o por lo menos más agradables. Por otra parte, si no les gustamos…

Encogió los hombros en un expresivo gesto.

— Acabo de acordarme de un consejo que dio un viejo explorador a uno de sus colegas: « Si piensas que los nativos son amistosos, probablemente lo sean y viceversa. » Así que hasta que no nos demuestren lo contrario, presumiremos que son amistosos. Y si no…

La expresión del capitán se endureció, y su voz se convirtió en la de un comandante que acababa de conducir una gran nave a través de treinta años luz de espacio.

— Nunca he creído que los sueños se conviertan en realidad, pero a veces es reconfortante pensarlo.

7. Señores de los días finales

Le resultaba difícil creer que estaba real y verdaderamente despierto y que la vida pudiera empezar de nuevo.

El comandante en jefe Loren Lorenson sabía que siempre le perseguiría la tragedia que había ensombrecido más de cuarenta generaciones y que había llegado a su clímax en el transcurso de su propia vida. A lo largo de su primer nuevo día le acompañó continuamente un temor. Ni siquiera la promesa y el misterio del bello mundo oceánico que pendía bajo la Magallanes le permitía mantener alejado un pensamiento: ¿Qué soñaré esta noche cuando cierre los ojos en mi primer sueño natural después de doscientos años?

Había sido testigo de escenas que nadie podría nunca olvidar y que atormentarían a la Humanidad hasta sus últimos días. A través de los telescopios de la nave había observado la muerte del sistema solar. Con sus propios ojos había visto los volcanes de Marte en erupción por vez primera en mil millones de años; a Venus prácticamente desnudo, cuando su atmósfera se precipitó en el espacio antes de desintegrarse por completo. Vio explotar gigantescas masas de gases que luego se convirtieron en bolas de fuego incandescentes. Sin embargo, estos espectáculos eran insignificantes y vacíos en comparación con la tragedia de la Tierra.

Había visto los últimos momentos a través de los objetivos de unas cámaras que habían sobrevivido algunos minutos más a los abnegados hombres que habían sacrificado los últimos momentos de su vida para montarlos. Había visto…

… la Gran Pirámide encenderse antes de hundirse en un charco de piedra fundida…

… el fondo del Atlántico, roca calcinada endurecida en segundos antes de ser sumergida de nuevo por la lava que brotaba de los volcanes de la falla central oceánica…

… la luna levantarse sobre la selva brasileña en llamas, brillando ahora casi tanto como el sol en su última puesta, sólo unos minutos antes de…

… el continente antártico emerger brevemente, después de su largo entierro, debido a la fusión de sus kilómetros de viejos hielos…

… al poderoso tramo central del Puente de Gibraltar fundirse cuando se desplomaba en medio de un aire abrasador…

En el último siglo, la Tierra se había visto acosada por fantasmas, pero no de los muertos, sino de aquellos que ya no podían nacer. Durante quinientos años, la tasa de natalidad se había mantenido a un nivel que reduciría la población humana a pocos millones cuando llegara el Fin. Se abandonaron ciudades enteras, e incluso países, pues la Humanidad quiso estar unida para presenciar el último acto de su Historia.

Fueron unos tiempos de extrañas paradojas, de aparatosas oscilaciones entre la desesperación y el regocijo frenético. Muchos, desde luego, buscaron el olvido mediante las vías tradicionales de las drogas, el sexo y los deportes peligrosos, incluyendo lo que en la práctica eran en realidad guerras en miniatura cuidadosamente controladas, y en las que se luchaba con armas acordadas de antemano. Fue también popular el enorme abanico de catarsis electrónica, formado por innumerables videojuegos, representaciones interactivas y estimulación directa de los centros de placer del cerebro.

Al no haber ya razón para pensar en el futuro de este planeta, los recursos de la Tierra y las riquezas acumuladas a lo largo de todos los tiempos podían derrocharse con la conciencia tranquila. Por lo que se refiere a los bienes materiales, todos los hombres eran millonarios, más ricos de lo que podían haber soñado jamás sus antepasados, de cuyo trabajo habían heredado el fruto. Se llamaban a sí mismos, con ironía, aunque no sin cierto orgullo, los señores de los Días Finales.

No obstante, a pesar de que muchos perseguían el olvido, eran incluso más los que obtenían satisfacciones trabajando para alcanzar unos objetivos que trascendieran a sus propias vidas. La investigación científica avanzó considerablemente, al utilizar los inmensos recursos que ahora eran gratuitos. Si un físico necesitaba cien toneladas de oro para un experimento, ello sólo constituía un pequeño problema de logística, no de presupuestos.

Había tres problemas que les preocupaban. El primero era el seguimiento continuo del Sol, no porque quedara alguna duda, sino para pronosticar el año, el día y la hora exacta de detonación…

El segundo era la búsqueda de inteligencia extraterrestre que se reanudaba ahora con desesperada urgencia, olvidada tras siglos de fracaso. E incluso al final, el resultado parecía no tener mayor éxito que en las ocasiones anteriores. El Universo seguía dando vagas respuestas a las preguntas del hombre.

El tercero era, por supuesto, la siembra de la raza humana en las estrellas cercanas, con la esperanza de que la Humanidad no se extinguiera al morir el Sol.

En los albores del último siglo, naves sembradoras de cada vez mayor velocidad y sofisticación habían sido enviadas a más de cincuenta objetivos. Tal como se preveía, la mayoría de estas misiones fracasaron, pero diez de ellas habían informado de un éxito al menos parcial. Se tenía aún mayores esperanzas en los últimos y más avanzados modelos, aunque éstos no alcanzarían sus lejanos objetivos hasta después de la desaparición de la Tierra. El último modelo que iba a ser puesto en órbita podía viajar a un veintavo de la velocidad de la luz, y aterrizaría al cabo de novecientos cincuenta años, si todo iba bien.

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