Jason vio con sorpresa cómo Edipon se movía como fiera enjaulada alrededor de la habitación, alzando la ropa por encima de las huesudas rodillas. Llevado por el nerviosismo, dejó el cuchillo encima de la mesa, se acercó a grandes zancadas a Jason, lo cogió por los hombros y lo sacudió con violencia.
— ¿Sabes lo que has hecho? — le preguntó con gran, excitación —. ¿Sabes lo que has dicho?
— Desde luego. ¿Significa ello que he terminado el examen con éxito y que me vas a hacer caso? ¿Tenía razón?
— Yo no sé si tienes razón o no. Nunca he visto el interior de una de esas endiabladas cajas de Appsala. — Volvió a danzar alrededor de la habitación —. Sabes más de sus… cómo le llamaste? motores, que yo. Me he pasado la vida maldiciendo al pueblo de Appsala por no revelarnos su secreto. ¡Pero tú nos lo revelarás! Construiremos nuestros propios motores, y si quieren agua de poder, ¡la tendrán que pagar muy cara!
— ¿Le importaría explicarse un poco mejor? — intervino Jason —. En todo mi vida había oído nada tan confuso.
— Yo te enseñaré, hombre de un mundo lejano, y tú nos revelarás los secretos de Appsala. Estoy viendo llegar el amanecer de un nuevo día para Puti’ko.
Abrió la puerta y llamó a los guardias y a su hijo, Narsisi. Este último llegó cuando los otros estaban desatando a Jason, quien reconoció en el joven al atolondrado d’zertanoj que había estado ayudando a Edipon en la, puesta en marcha y maniobras del vehículo.
— Coge esta cadena, hijo mío, y ten a punto tu maza, para descargarla sobre este esclavo, matándolo si es preciso, en el caso de que haga el menor movimiento para escapar. En caso contrario, no le hagas ningún daño, pues nos será de un incalculable valor. Vamos.
Narsisi tomó la cadena y se acercó a Jason, pero éste dio un pequeño respingo para evitar el primer impulso de Narsisi, y no volvió a moverse. Tanto el padre como el hijo le miraron sorprendidos.
— Quiero dejar bien entendido unas cuantas cosas antes de que sigamos adelante. El hombre que va a aportar un nuevo día a Puti’ko no es un esclavo. Hay que meterse bien esto en la cabeza antes de que las cosas vayan más lejos. Trabajaremos bajo cierta vigilancia de guardias, o bajo algún procedimiento que os asegure de que no puedo escapar, pero la esclavitud se acabó.
— Pero tú… no eres uno de los nuestros, y por tanto sólo puedes ser esclavo.
— Sí, pero yo he añadido una nueva categoría a vuestro orden social: la clase de empleado. Aunque me pese, soy un empleado, que desarrolla una labor especializada, y quiero ser tratado de ese modo. Y si no, haced la cuenta por vosotros mismos. Matad a un esclavo, ¿y qué habéis perdido? Muy poca cosa, y sobre todo si tenéis otro esclavo que pueda hacer fuerza y empujar en el mismo sitio que ocupaba el muerto. Pero matadme a mí, ¿y qué ganáis? Unas cuantas salpicaduras de masa encefálica pegadas en el borde del mazo, que al fin y al cabo no os sirven de nada.
— ¿Quiere decir con eso que no tenemos reaños para matarle? — preguntó Narsisi a su padre con aspecto preocupado y somnoliento.
— No, no se refiere a eso — explicó Edipon —. Lo, que quiere decir es que si le matamos no hay nadie que pueda hacer el trabajo que nos puede hacer él. Pero a mí no me convencen sus razonamientos. No hay más que esclavos y esclavizadores; cualquier otra cosa va en contra del orden natural. Pero nos tiene atrapados entre salano y la tempestad de arena, de manera que no nos quedará más remedio que concederle alguna libertad. Traedme, pues, al esclavo, o sea… al empleado… y veremos si es capaz de hacer las cosas que ha prometido. Si no consigue darme satisfacción, tendré el placer de matarle yo mismo, porque os aseguro que no me gustan sus ideas revolucionarias.
Caminaron en fila de a uno hacia un edificio cerrado y bien guardado, de inmensas puertas, que una vez abiertas revelaron en su interior las formas masivas de siete caroj.
— ¡Míralos! — exclamó Edipon levantando la nariz —. La más delicada y hermosa de las construcciones, que inunda de temor el corazón de nuestros enemigos, que nos transporta a lo largo de los desiertos con la máxima regularidad, que soporta sobre sí cargas inmensas… ¡y no hay más que tres que funcionen!
— ¿Cuestión de motor? — aventuró Jason.
Edipon maldijo una y otra vez, con la respiración alterada por la ira, y se acercó hacia un patio interior, donde había cuatro cajas negras inmensas, pintadas con cabezas de muerto, huesos rotos, chorros de sangre y toda, clase de símbolos de la más absoluta apariencia siniestra.
— Esos cerdos de Appsala nos cogen nuestra agua de poder, y no nos dan nada a cambio. ¡Oh, sí! ¡Nos permiten hacer uso de sus motores! pero en cuanto han funcionado un par de meses los muy malditos se paran y ya no vuelven a funcionar, y entonces los tenemos que llevar a la ciudad para que nos los cambien por otros nuevos, y ¡claro! siempre estarnos pagándoles una vez, y otra, y otra.
— Un buen negocio — dijo Jason contemplando los bultos en donde se hallaban contenidos los motores —. ¿Y por qué no se meten de lleno con ellos y los arreglan ustedes mismos? No debe ser muy difícil. No pueden ser muy complejos.
— ¡Eso es la muerte! — se apresuró a responder Edipon, al mismo tiempo que por el mero hecho de pensarlo se separaban de las cajas inconscientemente —. Eso ya lo habíamos intentado en los tiempos de los padres de mis padres, ya que no somos supersticiosos como los esclavos, y sabemos que son cosas, esos motores, hechos por los hombres y no por los dioses. Sin embargo, las escurridizas serpientes de Appsala esconden sus secretos con el mayor de los cuidados. Al menor intento que se lleve a cabo para abrir la tapa una muerte horrible sale de allí y llena el aire. Los que respiran ese aire mueren, y a los que apenas han sido alcanzados por él les salen unas ampollas enormes y mueren retorcidos por el dolor. Los hombres de Appsala se rieron cuando esto le ocurrió a nuestro pueblo y después de esto todavía nos elevaron más el precio.
Jason paseó alrededor de una de las tapas, examinándola con todo interés y llevando tras sí a Narsisi al otro extremo de la cadena. Aquel objeto sobrepasaba la altura de su cabeza, y era casi el doble de largo. A través de una abertura en uno de los lados pudo ver una serie de palancas de mando y dos pequeños discos de color, y por encima de éstos había tres bocas de cara pintadas. Poniéndose de puntillas, Jason echó una ojeada a la parte superior, sin que allí descubriera nada de relevante interés.
— Me tendrían que decir cómo funcionen los mandos. Creo que empiezo a comprender este artefacto, pero…
— ¡Antes la muerte! — gritó Narsisi —. Sólo mi familia…
— ¿Quieres cerrar el pico? — le interrumpió Jason ¿No te acuerdas? No te está permitido negarme ningún tipo de ayuda, de trabajo se entiende. Aquí no hay ningún secreto. Y no sólo es eso, sino que probablemente sé más cosas que vosotros de estas máquinas por el simple hecho de haberlas mirado. Aceite, agua y fuel van por estos tres agujeros, se aplica una llama por algún sitio, probablemente este punto chamuscado bajo los mandos y se abre una de las válvulas de aprovisionamiento de fuel; este otro aparato es para que el motor vaya más de prisa o más despacio, y el tercero es la alimentación del agua. Los discos son una especie de indicadores.
Narsisi palideció y dio un paso atrás.
— Y ahora estate tranquilo mientras hablo con tu padre.
— Todo es tal como dices — intervino Edipon —. Las bocas tienen que estar siempre llenas, y es de mal presagio si llegan a vaciarse; si esto ocurriera, los poderes no funcionarían o quién sabe si aún sería peor. El fuego va aquí, tal como dijiste, y cuando el dedo verde llega hasta este nivel, ya se puede poner en movimiento. El de al lado es para alcanzar gran velocidad o para ir despacio. Y por último, tenemos el dedo rojo, que cuando llega hasta este nivel hay que accionar un mando y mantenerlo en la misma posición hasta que el dedo rojo se retira de su situación anterior. El aliento blanco sale por una abertura posterior. Eso es todo.
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