—¿Doctor Montego? —dijo Louise cuando contestó la voz de acento jamaiquino del médico de la empresa minera—. Al habla Louise Benoit, del ONS. Le necesitamos inmediatamente en el observatorio. Hay un hombre ahogándose en la cámara de detección.
—¿Un hombre ahogándose? —dijo Montego—. ¿Pero cómo puede haber llegado allí?
—No lo sabemos. ¡Dese prisa!
—Voy para allá —dijo el doctor. Louise colgó el teléfono y corrió hacia la misma puerta azul que Paul había atravesado antes, y que ya había vuelto a cerrarse. Se sabía los carteles de memoria:
MANTENGAN LA PUERTA CERRADA
PELIGRO: CABLES DE ALTO VOLTAJE
EQUIPO ELECTRÓNICO PROHIBIDO A PARTIR DE ESTE PUNTO
CALIDAD DEL AIRE COMPROBADA. ACCESO PERMITIDO
Louise agarró el pomo, abrió la puerta y entró en la amplia extensión de la cubierta de metal.
Una trampilla lateral conducía a la cámara de detección propiamente dicha; el último trabajador de la construcción había salido por ella y la había sellado tras de sí. Para sorpresa de Louise, la trampilla seguía todavía sellada por cuarenta cerrojos; por supuesto, se suponía que estaba sellada, pero no había forma alguna de que un hombre pudiera haber entrado en la cámara a no ser por esa trampilla…
Las paredes que rodeaban la cubierta estaban cubiertas por una capa de plástico verde oscuro para mantener a raya el polvo de las rocas. Docenas de conductos y tubos de polipropileno colgaban del techo, y vigas de acero esbozaban la forma de la sala. Algunas paredes estaban cubiertas de ordenadores; en otras había estanterías. Paul estaba junto a una de éstas, rebuscando a la desesperada, presumiblemente en pos de unas tenazas lo bastante fuertes para arrancar los cerrojos.
El metal chirriaba agónico. Louise corrió hacia la trampilla, aunque no tenía ninguna posibilidad de abrirla con las manos desnudas. El corazón le dio un vuelco; un sonido, como el de los disparos de una ametralladora, irrumpió en la sala cuando los cerrojos saltaron. La trampilla se abrió de golpe, rebotó sobre sus goznes y golpeó el suelo con un tañido reverberante. Louise se había apartado de un salto, pero un géiser de agua fría brotó por la abertura, empapándola.
La parte superior de la cámara de contención estaba llena de nitrógeno gaseoso, que Louise sabía que ahora ya debía de estar siendo ventilado. El chorro de agua remitió rápidamente. Se acercó a la abertura en la cubierta y se asomó, tratando de no respirar. El interior estaba iluminado por los reflectores que Paul había conectado, y el agua era absolutamente pura; Louise podía ver hasta el fondo, treinta metros más abajo.
Apenas distinguía las gigantescas secciones curvadas de la esfera acrílica; el índice de refracción acrílica era casi idéntico al del agua, lo que dificultaba su visión. Las secciones, ahora separadas unas de otras, estaban sujetas al techo por cables de fibra sintética; de no ser así habrían caído al fondo del armazón geodésico que las rodeaba. La abertura de la trampilla sólo permitía una perspectiva limitada, y Louise no podía ver todavía al hombre que se ahogaba.
—¡Merde!—las luces del interior de la cámara se habían apagado—. ¡Paul! —gritó Louise—. ¿Qué estás haciendo?
La voz de Paul (ahora llegaba desde el fondo de la sala de control), apenas era audible por encima del equipo de aire acondicionado y el chapoteo del agua en la enorme caverna bajo los pies de Louise.
—Si ese hombre está vivo todavía —gritó—, verá las luces de la cubierta a través de la trampilla.
Louise asintió. Lo único que el hombre vería ahora sería un único cuadrado iluminado, de un metro de lado, en lo que, para él, sería un enorme techo oscuro.
Un momento después, Paul regresó a la cubierta. Louise lo miró y luego volvió a la trampilla abierta. Seguía sin haber rastro del hombre.
—Uno de nosotros debería entrar —dijo Louise.
Los ojos almendrados de Paul se abrieron de par en par. Pero… el agua pesada…
—No se puede hacer otra cosa —dijo Louise—. ¿Qué tal nadador eres?
Paul parecía cortado. Louise sabía que lo último que quería era quedar mal ante ella, pero…
—No muy bueno —dijo, bajando la mirada.
Ya era bastante embarazoso estar con Paul mirándola todo el tiempo, pero Louise no podía nadar muy bien con su mono de nailon azul, el uniforme del ONS. Debajo, como casi todo el mundo que trabajaba en el ONS, sólo llevaba la ropa interior: la temperatura era de unos tropicales 40,6 °C a esas profundidades de la Tierra. Se quitó los zapatos y luego se bajó la cremallera que corría por la parte delantera de su mono; gracias a Dios, se había puesto sujetador, aunque le habría gustado que no tuviera tantos encajes.
—Vuelve a encender las luces de ahí abajo —dijo Louise. Por fortuna, Paul no vaciló. Antes de que regresara, Louise ya había atravesado la trampilla y se había metido en el agua, que se mantenía a diez grados para desanimar el crecimiento biológico y para reducir la tasa de ruido espontáneo de los tubos fotomultiplicadores.
Louise sintió un arrebato de pánico, la súbita sensación de estar en un lugar muy alto sin nada que la sujetase: el fondo estaba lejos, muy lejos por debajo. Chapoteaba en el agua, la cabeza y los hombros asomando por la trampilla abierta, esperando a que el pánico remitiera. Cuando lo hizo, inspiró profundamente tres veces, cerró la boca y se zambulló bajo la superficie.
Louise veía con claridad, y los ojos no le picaban en absoluto. Miró alrededor, tratando de localizar al hombre, pero había tantos pedazos de acrílico y…
Allí estaba.
Había flotado hacia arriba, y quedaba un pequeño espacio (quizá de unos quince centímetros) entre la superficie del agua y la cubierta superior. Normalmente estaba llena de nitrógeno ultra-puro. El pobre tipo tenía que estar muerto: respirar aquello tres veces sería fatal. Una triste ironía: probablemente se había abierto paso hasta la superficie, pensando que encontraría aire, sólo para que lo matara el gas que inhaló allí. El aire respirable que entraba por la trampilla abierta debía de estar ahora mezclándose con el nitrógeno, pero sin duda era va demasiado tarde para que eso sirviera de nada.
Louise volvió a asomar la cabeza y los hombros por la trampilla. Vio a Paul, que esperaba ansiosamente a que le dijera algo, cualquier cosa. Pero no había tiempo para eso. Inhaló más aire, llenando sus pulmones tanto como pudo, y luego se zambulló. No había suficiente espacio para que mantuviera la nariz por encima del agua sin golpearse constantemente la cabeza con el techo de metal mientras nadaba. El hombre estaba a unos diez metros. Louise pataleó, cubriendo la distancia tan rápidamente como pudo, y entonces…
Una nube en el agua. Algo oscuro.
Mon Dieu!
Era sangre.
La nube rodeaba la cabeza del hombre, oscureciendo sus rasgos. No se movía. Si seguía vivo, sin duda estaba inconsciente.
Louise asomó la boca y la nariz a la superficie. Inspiró con cautela, pero ahora ya había suficiente aire respirable, y entonces agarró el brazo del hombre. Louise le hizo dar la vuelta (había estado flotando boca abajo), de modo que su nariz asomara también al aire, pero no pareció servir de nada. No emitió ningún gemido, nada que indicase que todavía respiraba.
Louise empezó a sacarlo a rastras del agua. Fue un trabajo difícil: el hombre era bastante grueso, e iba completamente vestido, con la ropa empapada. Louise no tuvo tiempo de fijarse mucho, pero advirtió que no llevaba protección ni botas de seguridad. No podía tratarse de uno de los mineros que buscaban níquel, y aunque Louise sólo había atisbado de refilón la cara del individuo (un tipo blanco, barba rubia), tampoco pertenecía al ONS.
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