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Robert Sawyer: Homínidos

Здесь есть возможность читать онлайн «Robert Sawyer: Homínidos» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 2004, ISBN: 978-84-666-1912-7, издательство: Ediciones B, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Un experimento científico hace posible la inesperada interacción entre dos universos paralelos con la salvedad de que, en uno de ellos, la especie humana que ha predominado son los Neanderthales y no los Cromagnones, como ha ocurrido en nuestro mundo. Homínidos

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Louise sabía que los dos kilómetros de roca canadiense que había encima protegían el agua pesada de los rayos cósmicos. Y la concha de agua regular absorbía la radiación de fondo natural de las pequeñas cantidades de uranio y torio de las rocas cercanas, impidiendo que alcanzara también el agua pesada. De hecho, nada podía penetrar en el agua pesada excepto los neutrinos, aquellas infinitésimas partículas subatómicas que eran el tema de la investigación de Louise. Billones de neutrinos atravesaban la Tierra cada segundo; de hecho, un neutrino podía atravesar un bloque de plomo de un año-luz de grosor con sólo un cincuenta por ciento de probabilidades de golpear algo.

Con todo, del Sol surgían neutrinos con una profusión tan enorme que ocasionalmente se producían colisiones… y el agua pesada era un blanco ideal para esas colisiones. Los núcleos de hidrógeno del agua pesada contenían un protón (el componente normal de un núcleo de hidrógeno) además de un neutrón. Y cuando un neutrino chocaba contra un neutrón, el neutrón se descomponía, liberando un nuevo protón, un electrón y un destello de luz que podía ser detectado por los tubos fotomultiplicadores.

Al principio, las obscuras cejas arqueadas de Louise no se alzaron cuando oyó la alarma de detección de neutrinos hacer ping; la alarma sonaba brevemente una docena de veces al día, y aunque normalmente era lo más excitante que pasaba allí abajo, no merecía la pena levantar la vista de su ejemplar de Cosmopolitan.

Pero entonces la alarma volvió a sonar, y luego otra vez más, y entonces se convirtió en un sólido e interminable silbido eléctrico como el ECG de un moribundo.

Louise se levantó de su mesa y se acercó a la consola detectora. Encima había una foto enmarcada de Stephen Hawking: sin firmar, naturalmente. Hawking había visitado el Observatorio de Neutrinos de Sudbury en su inauguración hacía unos cuantos años, en 1998. Louise dio un golpecito en el altavoz de alarma, por si era un fallo del sistema, pero la alarma continuó.

Paul Kiriyama, un delgaducho estudiante graduado, entró corriendo en la sala de control, procedente de algún lugar de la enorme instalación subterránea. Louise sabía que Paul solía cortarse ante ella, pero esta vez no le faltaron palabras.

—¿Qué demonios está pasando? —preguntó. Había una cuadrícula de pantallas de noventa y ocho por noventa y ocho en el panel, representado los 9.600 tubos fotomultiplicadores; cada uno de ellos estaba iluminado.

—Tal vez alguien ha encendido por accidente las luces de la caverna —dijo Louise, sin que ella misma se lo creyera.

El prolongado pitido cesó por fin. Paul pulsó un par de botones, que activaron cinco monitores de televisión conectados a cinco cámaras subacuáticas situadas dentro de la cámara de observación. Sus pantallas eran rectángulos perfectamente negros.

—Bueno, si las luces estaban encendidas —dijo—, ahora están apagadas. Me pregunto qué…

—¡Una supernova! —declaró Louise, dando una palmada con sus manos de largos dedos—. Tendríamos que contactar con la Oficina Central de Mensajes Astronómicos; establezcamos nuestras prioridades.

Aunque el ONS había sido construido para estudiar los neutrinos procedentes del Sol, podía detectarlos en cualquier parte del universo.

Paul asintió y se plantó delante de un buscador de la red, y pinchó en el enlace con el sitio de la Oficina. Louise sabía que merecía la pena informar del hecho, aunque todavía no estuvieran muy seguros.

Una nueva serie de pings surgieron del panel detector. Louise miró las pantallas de litio: varios cientos de luces estaban encendidas por toda la parrilla. Extraño, pensó. Una supernova debería registrarse como una fuente direccional…

—¿Habrá algo estropeado en el equipo? —dijo Paul, llegando claramente a la misma conclusión—. O tal vez la conexión de uno de los fotomultiplicadores se está interrumpiendo, y los otros detectan el arco.

El aire resonó con un chasquido y un gruñido procedentes de la sala de al lado, la cubierta sobre la gigantesca cámara de detección misma.

—Tal vez deberíamos encender las luces de la cámara —dijo Louise. El gruñido continuó, una bestia subterránea acechando en la oscuridad.

—Pero ¿y si es una supernova? —dijo Paul—. El detector es inútil con las luces encendidas y…

Otro fuerte chasquido, como un jugador de hockey lanzando un mate.

—¡Enciende las luces!

Paul levantó la tapa protectora del interruptor y lo pulsó. Las imágenes de los monitores de televisión fluctuaron y luego se estabilizaron para mostrar…

—¡Mon Dieu! —exclamó Louise.

—Hay algo dentro del tanque de agua pesada! —dijo Paul—. ¿Pero cómo…?

—¿Lo has visto? —preguntó Louise—. Se está moviendo y… ¡Santo Dios, es un hombre!

Los chasquidos y gemidos continuaron, y entonces…

Pudieron verlo en los monitores y oírlo a través de las paredes.

La gigantesca esfera acrílica se hizo pedazos, resquebrajándose a lo largo de varias de las vigas que mantenían unidos sus componentes.

—¡Tabernacle! —maldijo Louise, advirtiendo que el agua pesada debía de estar mezclándose con el H 2O corriente dentro de la cámara en forma de cañón. Su corazón latía con fuerza. Durante medio segundo no supo si preocuparse más por la destrucción del detector o por el hombre que obviamente se estaba ahogando en su interior.

—¡Vamos! —dijo Paul, acercándose a la puerta que conducía a la cubierta sobre la cámara de observación. Las cámaras estaban conectadas a los sistemas de vídeo: no se perderían nada.

—Un moment —contestó Louise. Cruzó la sala de control, tomó un teléfono y marcó una extensión mirando la lista pegada en la pared. El teléfono sonó dos veces.

—¿Doctor Montego? —dijo Louise cuando contestó la voz de acento jamaiquino del médico de la empresa minera—. Al habla Louise Benoit, del ONS. Le necesitamos inmediatamente en el observatorio. Hay un hombre ahogándose en la cámara de detección.

—¿Un hombre ahogándose? —dijo Montego—. ¿Pero cómo puede haber llegado allí?

—No lo sabemos. ¡Dese prisa!

—Voy para allá —dijo el doctor. Louise colgó el teléfono y corrió hacia la misma puerta azul que Paul había atravesado antes, y que ya había vuelto a cerrarse. Se sabía los carteles de memoria:

MANTENGAN LA PUERTA CERRADA

PELIGRO: CABLES DE ALTO VOLTAJE

EQUIPO ELECTRÓNICO PROHIBIDO A PARTIR DE ESTE PUNTO

CALIDAD DEL AIRE COMPROBADA. ACCESO PERMITIDO

Louise agarró el pomo, abrió la puerta y entró en la amplia extensión de la cubierta de metal.

Una trampilla lateral conducía a la cámara de detección propiamente dicha; el último trabajador de la construcción había salido por ella y la había sellado tras de sí. Para sorpresa de Louise, la trampilla seguía todavía sellada por cuarenta cerrojos; por supuesto, se suponía que estaba sellada, pero no había forma alguna de que un hombre pudiera haber entrado en la cámara a no ser por esa trampilla…

Las paredes que rodeaban la cubierta estaban cubiertas por una capa de plástico verde oscuro para mantener a raya el polvo de las rocas. Docenas de conductos y tubos de polipropileno colgaban del techo, y vigas de acero esbozaban la forma de la sala. Algunas paredes estaban cubiertas de ordenadores; en otras había estanterías. Paul estaba junto a una de éstas, rebuscando a la desesperada, presumiblemente en pos de unas tenazas lo bastante fuertes para arrancar los cerrojos.

El metal chirriaba agónico. Louise corrió hacia la trampilla, aunque no tenía ninguna posibilidad de abrirla con las manos desnudas. El corazón le dio un vuelco; un sonido, como el de los disparos de una ametralladora, irrumpió en la sala cuando los cerrojos saltaron. La trampilla se abrió de golpe, rebotó sobre sus goznes y golpeó el suelo con un tañido reverberante. Louise se había apartado de un salto, pero un géiser de agua fría brotó por la abertura, empapándola.

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