Orson Card - El juego de Ender

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El juego de Ender: краткое содержание, описание и аннотация

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La Tierra se ve amenazada por los insectores, una raza extraterrestre completamente ajena a los humanos, a los que pretende destruir. Para vencer a los insectores es necesario un nuevo tipo de genio militar, y por ello se ha permitido el nacimiento de Ender, quien en cierta forma constituye una anomalía viviente: es el tercer hijo de una pareja en un mundo que ha limitado estrictamente a dos el número de descendientes. El niño Ender deberá aprender todo lo relativo a la guerra en los videojuegos y en los peligrosos ensayos de batallas que realiza con sus compañeros. A la habilidad en el tratamiento de las emociones, ya característica de Orson Scott Card, se une en este libro el interés por el empleo de las simulaciones de ordenador y juegos de fantasía en la formación militar, estratégica y psicológica del protagonista.

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Además, había algo perturbador en las proporciones de las habitaciones; los techos eran demasiado bajos para su anchura, los túneles demasiado estrechos. No era un lugar confortable.

Lo peor de todo, sin embargo, era la cantidad de gente. Ender no tenía grabado en la memoria ningún recuerdo de las ciudades de la Tierra. Su idea de un número confortable de personas era la Escuela de Batalla, donde había llegado a conocer de vista a todos los que allí residían. Aquí, sin embargo, vivían diez mil personas en el interior de la roca. No estaban apiñados, a pesar de la gran cantidad de espacio dedicado al mantenimiento de la vida y a otros tipos de maquinaria. Lo que a Ender le molestaba era estar rodeado constantemente de desconocidos.

No le dejaron entablar relación con nadie. Veía con frecuencia a los demás estudiantes de la Escuela de Alto Mando, pero como no asistía a ninguna clase con regularidad, seguían siendo simplemente rostros. De vez en cuando asistía a alguna conferencia, pero normalmente recibía clases privadas de profesores que se turnaban, aunque, ocasionalmente, otros estudiantes le ayudaban a aprender algún procedimiento, pero los conocía una vez y no los volvía a ver. Comía solo o con el coronel Graff. Su lugar de esparcimiento era un gimnasio, pero raramente veía dos veces a las mismas personas.

Comprendió que le estaban aislando de nuevo, y esta vez no lo hacían disponiendo a los demás estudiantes en su contra, sino no dándoles ninguna oportunidad de entablar relación con él. De todos modos, le habría resultado difícil entablar una relación estrecha con ellos; con la excepción de Ender, todos los demás estudiantes estaban en plena adolescencia.

Por lo tanto, Ender se abstraía en sus estudios y aprendía rápidamente y bien. Absorbía navegación astral e historia militar como si fuera agua; las matemáticas abstractas eran más difíciles, pero descubrió que cuando le asignaban un problema que implicara jugar con el espacio y el tiempo, su intuición era más fiable que sus cálculos; muchas veces veía de golpe una solución que sólo podía demostrar tras minutos u horas de manipular con los números.

Y para disfrutar, ahí estaba el simulador, el videojuego más perfecto que había jugado. Los profesores y los alumnos le enseñaron su manejo paso a paso. En un principio, al desconocer las impresionantes posibilidades del juego, había jugado sólo a nivel táctico, controlando un solo caza en maniobras continuas que le llevaran a descubrir y destruir a un enemigo. El enemigo controlado por el ordenador era tortuoso y poderoso, y cada vez que Ender probaba una táctica, descubría al ordenador utilizándola contra él en cuestión de minutos.

El juego era una pantalla hológrafa, y su caza estaba representado por una luz diminuta. El enemigo era otra luz de color diferente, y danzaban y rotaban y maniobraban por un espacio cúbico que debía tener diez metros de lado. Los controles eran potentes. Podía girar la imagen en cualquier dirección, y por lo tanto podía mirar desde cualquier ángulo, y podía desplazar el centro para que el duelo tuviera lugar más cerca o más lejos de él.

A medida que adquiría más destreza en el control de la velocidad, de la dirección del movimiento, de la orientación y de las armas del caza, la dificultad del juego aumentaba. Podía haber dos naves enemigas a la vez; podía haber obstáculos, los escombros del espacio; tuvo que empezar a preocuparse del combustible y de las limitaciones de las armas; el ordenador comenzó a asignarle objetivos concretos a destruir o alcanzar, de modo que, para ser declarado vencedor, tenía que ignorar las distracciones y cumplir su objetivo.

Cuando hubo dominado el juego con un caza, le permitieron dirigir el escuadrón de cuatro cazas. Daba órdenes a los pilotos simulados de los cuatro cazas, y en vez de tener que limitarse a cumplir las instrucciones del ordenador, se le permitía determinar la táctica, decidir cuál de los diferentes objetivos era el más valioso y dirigir su escuadrón en consecuencia. Podía tomar personalmente el mando de uno de los cazas en cualquier momento, sólo un corto espacio de tiempo, y al principio lo hacía con frecuencia; no obstante, cuando lo hacía destruían rápidamente a los otros tres cazas de su escuadrón, y a medida que los juegos se iban haciendo cada vez más difíciles, tenía que dedicar cada vez más tiempo a dirigir el escuadrón. Cuando lo hacía, ganaba cada vez con más frecuencia.

Al cabo de un año de permanencia en la Escuela de Alto Mando era un experto en el manejo del simulador en sus quince niveles, desde el control de un solo caza hasta el mando de una flota. Hacía tiempo que se había dado cuenta de que el simulador era para la Escuela de Alto Mando lo que la sala de batalla era para la Escuela de Batalla. Las clases eran provechosas, pero la verdadera educación era el juego. De vez en cuando se dejaban caer por allí algunas personas para verle jugar. Nunca hablaban; casi nadie lo hacía, a menos que tuvieran algo específico que enseñarle. Los espectadores se quedaban a verle ejecutar una simulación difícil y se marchaban en cuanto acababa. Le daban ganas de preguntarles: «Qué estáis haciendo, ¿juzgándome? ¿Decidiendo si me vais a confiar la flota o no? No olvidéis que yo no lo he pedido.» Descubrió que había transferido al simulador muchas cosas aprendidas en la Escuela de Batalla. Cada pocos minutos hacía una reorientación rutinaria del simulador, retándole para no verse aprisionado en una orientación arriba-abajo o revisando constantemente su posición desde el punto de vista del enemigo. Era estimulante tener por fin tal control sobre la batalla, estar en disposición de ver cualquier punto de la misma.

Pero también era frustrante tener un control tan limitado, pues los cazas controlados por el ordenador llegaban sólo hasta donde podía llegar el ordenador. No tomaban ninguna iniciativa. No tenían inteligencia. Empezó a suspirar por sus jefes de batallón, para poder contar con que algunos de los escuadrones harían bien las cosas sin su supervisión constante.

Al final de su primer año ganaba todas las batallas del simulador, y jugaba como si la máquina fuera un miembro más de su cuerpo. Un día, comiendo con el coronel Graff, le preguntó:

—¿Eso es todo lo que puede hacer el simulador?

—¿Qué es todo?

—Como juega ahora. Es fácil, y el grado de dificultad no ha aumentado desde hace tiempo.

—Oh.

Graff parecía desinteresado. Pero Graff siempre parecía desinteresado. Al día siguiente, todo cambió. Graff se fue, y en su lugar dieron un compañero a Ender.

Estaba en la habitación cuando Ender se despertó por la mañana. Era un hombre viejo, sentado en el suelo con las piernas cruzadas. Ender le miró con expectación, esperando que hablara. No dijo nada. Ender se levantó y se duchó y se vistió, dispuesto a dejar que el hombre se mantuviera en silencio si quería. Hacía tiempo que había aprendido que cuando pasaba algo inusual, algo que formaba parte del plan de alguien y no del suyo, descubría más información esperando que preguntando. Los adultos casi siempre perdían la paciencia antes que Ender.

Todavía no había empezado a hablar cuando Ender había terminado su arreglo personal y se dirigía a la puerta para salir de la habitación. La puerta no se abrió. Ender se dio la vuelta hacia el hombre sentado en el suelo. Aparentaba unos sesenta años, con mucho el hombre más viejo que había visto en Eros. Los pelos blancos de la barba de un día encanecían su rostro, aunque no tanto como el pelo cortado a cepillo. Su cara se hundía ligeramente y sus ojos estaban rodeados por arrugas y líneas. Miró a Ender con una expresión que sólo transmitía apatía.

Ender se volvió hacia la puerta e intentó abrirla de nuevo.

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