No había llegado ninguna carta y, por lo que sabían, tampoco él había recibido ninguna. Cuando se lo llevaron, su padre y su madre se sentaban en la mesa y tecleaban largas cartas cada dos o tres días. Pronto, sin embargo, fue una vez a la semana, y cuando vieron que no recibían contestación, una vez al mes. Ahora hacía dos años que se había ido, y no había cartas, ninguna, y ningún recuerdo en su cumpleaños. «Está muerto —pensó con amargura—, porque le hemos olvidado.»
Pero Valentine no le había olvidado. No dejó que sus padres lo supieran y sobre todo nunca insinuó a Peter lo asiduamente que pensaba en Ender, lo asiduamente que le escribía cartas que sabía que no contestaría. Y cuando su padre y su madre les anunciaron que iban a dejar la ciudad para trasladarse a Carolina del Norte, precisamente a Carolina del Norte, Valentine comprendió que nunca confiaron en volver a ver a Ender. Dejaban el único lugar donde él podía encontrarles. ¿Cómo los iba a encontrar Ender aquí, entre estos árboles, bajo este cielo variable y pesado? Había vivido toda su vida en la profundidad de los pasillos, y si todavía estaba en la Escuela de Batalla, allí incluso había menos contacto con la naturaleza. ¿Qué impresión le causaría este lugar?
Valentine sabía por qué se había trasladado aquí. Era por Peter, para que la vida entre árboles y animales pequeños, para que la naturaleza en la forma más cruda que papá y mamá podían concebir, ejerciera una influencia dulcificadora en su extraño y terrible hijo. Y, en cierta forma, la ejerció. Peter se adaptó rápidamente. Largos paseos al aire libre, atajando por bosques y saliendo al campo abierto. Algunas veces, para pasar todo el día, llevaba sólo un bocadillo o dos, compartiendo con su consola el espacio de la mochila que portaba en la espalda, y una pequeña navaja en el bolsillo.
Pero Valentine lo sabía. Había visto una ardilla medio despellejada, con sus manitas y pies empaladas en astillas clavadas en la tierra. Se imaginó a Peter atrapándola, empalándola, y separando y despellejando la piel sin abrirle las tripas, mirando los músculos retorcer y contraerse. ¿Cuánto tiempo habría tardado la ardilla en morir? Y Peter estuvo sentado todo ese tiempo cerca de ella, apoyado en el árbol donde a lo mejor había anidado la ardilla, jugando con la consola mientras la vida de la ardilla se escurría.
Al principio se horrorizó, y en la cena estuvo a punto de devolver, viendo a Peter comer con tanto vigor y hablar con tanta alegría. Pero más tarde pensó en ello y comprendió que quizá fuera para Peter una especie de magia, algo parecido a sus pequeños fuegos; un sacrificio que de alguna forma aplacaba a los oscuros dioses que iban a la caza de su alma. Mejor torturar ardillas que niños. «Peter ha sido siempre un labrador de dolor, que lo siembra, lo alimenta, y lo devora con avidez cuando está maduro; mejor que lo tome en estas dosis pequeñas e intensas que con sombría crueldad en los niños de la escuela», se decía la muchacha.
—Un estudiante modelo —decían los profesores—. Ojalá tuviéramos en la escuela cien como él. Estudia continuamente, entrega todos sus trabajos a tiempo. Le gusta aprender.
Pero Valentine sabía que era un fraude. A Peter le gustaba aprender, es cierto, pero los profesores nunca le habían enseñado nada. Hacía sus estudios con la consola que tenía en casa, conectando con las bibliotecas y las bases de datos, estudiando y pensando y, sobre todo, hablando con Valentine. Y sin embargo, en la escuela actuaba como si las pueriles lecciones del día le sedujeran.
—Oh, es formidable, no tenía ni idea de que las ranas fueran así por dentro —decía.
Y después estudiaba en casa la unión de las células para formar los organismos a través de la colación filótica del ADN. Peter era un maestro en el arte de la adulación, y todos sus profesores le creían.
No obstante, estaba bien. Peter no volvió a pelearse, no volvió a intimidar a nadie. Se llevaba bien con todo el mundo. Era un nuevo Peter.
Todo el mundo lo creía. Su padre y su madre así lo decían, y eso hacía que a Valentine le entraran con frecuencia ganas de gritarles: «¡No es un Peter nuevo! ¡Es el mismo Peter, sólo que más listo!»
«¿Muy listo? Más listo que tú, padre. Más listo que tú, madre. Más listo que ninguna persona que hayáis conocido.»
«Pero no más listo que yo.»
—He estado pensando —dijo Peter— si matarte o no.
Valentine se apoyó contra el tronco del pino. Su pequeño fuego eran ahora unas pocas ascuas que se consumían.
—También yo te quiero a ti, Peter.
—Sería tan fácil. Siempre haces esos fueguecitos estúpidos. Es sólo cuestión de derribarte y quemarte. Eres una pirómana.
—He estado pensando en castrarte mientras dormías.
—No, no es cierto. Sólo piensas esas cosas cuando estoy contigo. Saco a relucir lo mejor de ti. No, Valentine he decidido no matarte. He decidido que me vas a ayudar.
—¿De veras?
Unos años antes, Valentine se habría aterrorizado ante las amenazas de Peter. Ahora, sin embargo, no tenía tanto miedo. No es que dudara de que fuera capaz de matarla. No podía imaginar nada tan terrible que Peter fuera incapaz de hacer. Sin embargo, sabía también que Peter no era un demente, por lo menos no en el sentido de que no tuviera control sobre sí mismo. Tenía más control sobre sí mismo que ninguna otra persona que ella conociera. Excepto, tal vez, ella misma. Peter podía aplazar cualquier deseo tanto como fuera necesario; podía ocultar cualquier emoción. Y por consiguiente, Valentine sabía que Peter nunca le haría daño en un ataque de ira. Sólo lo haría si las ventajas compensaban los riesgos. Y no era éste el caso. En cierta forma, prefería a Peter antes que a otra gente precisamente por eso. Siempre, siempre, actuaba guiado por un egoísmo inteligente. Y por lo tanto, para mantenerse a salvo, lo único que tenía que hacer era estar segura de que a Peter le interesaba más dejarla viva que tenerla muerta.
—Valentine, las cosas están llegando a un punto crítico. He estado siguiendo los movimientos de tropas en Rusia.
—¿De qué hablas?
—Del mundo, Val. ¿Sabes qué es Rusia? ¿Y el gran imperio? ¿Y el Pacto de Varsovia? ¿Y los gobernantes de Euroasia desde los Países Bajos al Pakistán?
—No hacen públicos sus movimientos de tropas, Peter.
—Claro que no, pero sí publican los horarios de los trenes de pasajeros y mercancías. He hecho que mi consola analice esos horarios y descifre cuándo circulan en secreto trenes de tropas por las mismas vías. He analizado retrospectivamente los tres últimos años. En los últimos seis meses han aumentado, se están preparando para la guerra. Una guerra por tierra.
—Pero ¿y la Liga? ¿Y los insectores?
Valentine no sabía qué pretendía insinuar Peter, pero a menudo sacaba discusiones de este tipo, discusiones prácticas sobre los acontecimientos del mundo. La utilizaba para probar sus ideas, para refinarlas. En el proceso, también ella refinaba sus propias ideas. Descubrió que aunque raramente estaba de acuerdo con Peter sobre lo que debería ser el mundo, raramente estaban en desacuerdo en lo que era el mundo en realidad. Se habían hecho bastante diestros en tamizar información precisa de las historias de los simplones, desesperadamente ignorantes, redactores de noticias. El rebaño de las noticias, como Peter los llamaba.
—El Polemarch es ruso, ¿no? Y él sabe lo que está pasando con la flota. O han descubierto que, después de todo, los insectores no son una amenaza, o estamos a punto de tener una gran batalla. De una forma o de otra, la guerra contra los insectores está próxima a su fin. Se están preparando para después de la guerra.
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