Stephen Baxter - Antihielo

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En 1870, cuando el poder del Imperio británico es absoluto, en las remotas tierras de una península antártica al sur del continente australiano se descubre un nueva material: el antihielo. Por el fenómeno que Faraday denominará de «conductancia aumentada», el material libera prodigiosas cantidades de energía cuando su temperatura se eleva. Su potencial energético, casi infinito, va a acelerar la Revolución Industrial de forma insospechada.
El antihielo, como no podía ser de otra manera, es empleado en la campaña de Crimea, pero también se revela útil en otras aventuras del espíritu humano que, a priori, parecen menos. sangrientas. En la Nueva Gran Exposición de Manchester de 1870, un joven agregado del Foreing Office descubrirá el inmenso poder del antihielo y, junto al visionario sir Josiah Traveller, tendrá que enfrentarse a un inesperado y decimonónico viaje espacial a la Luna.
Stephen Baxter, la nueva y gran estrella de la ciencia ficción británica, es considerado el sucesor de Arthur C. Clarke y un igual de Isaac Asimov y Robert A. Heinlein. Sus homenajes a Herbert G. Wells (
) y a Julio Verne (
) son un verdadero tour de force de la mejor ciencia ficción.

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Se trataba de una caja llena de engranajes de latón, dientes y diales; tenía dos grandes cilindros que tenían fijados rollos de dígitos, y Traveller hizo que Holden demostrase cómo, girando diversas ruedas y palancas, uno podía hacer que el aritmómetro simulase el proceso de suma, resta, multiplicación y división.

Ya que nunca antes se había aventurado más allá de unas pocas millas de la superficie de la Tierra —por lo que las características del mundo natal siempre habían estado a mano, como un gran mapa iluminado—, Traveller nunca se había visto forzado a depender de sus sistemas patentados de navegación. Me parecía que disfrutaba con el desafío.

—Y en cualquier caso —siguió diciendo—, navegar por las estrellas no es nuestra forma principal de guía.

Pregunté amablemente.

—¿Y cuál es?

Como respuesta retiró la atadura de la cintura y se arrojó del trono, descansando finalmente sobre los dedos, cabeza abajo sobre la mesa circular en el centro del Puente, con las patillas flotando suavemente.

—¡Éste! —gritó—. Aquí está mi orgullo y alegría mecánica.

Me deslicé para unirme a él, y examiné la superficie de la mesa con más cuidado. Estaba, como ya había visto antes, ocupada por un mapa; ahora veía que el mapa representaba la Tierra como se vería desde un cohete que estuviese muy por encima del Polo Norte, con el norte cubierto de hielo en el centro del mapa en forma de disco, y los países ecuatoriales de África y Suramérica corriendo por el borde. Traveller nos mostró cómo, dándole a una palanca, podía invertir el disco y mostrar una imagen similar de las regiones del Polo Sur. El mapa estaba pintado, con algo de torpeza, con colores naturales: tonos azules para los océanos, y marrones y verdes para la tierra.

Traveller explicó con orgullo que la coloración estaba basada en sus propias observaciones del planeta desde la plataforma aérea de la Faetón .

Holden preguntó por qué no estaban representadas las fronteras nacionales.

Traveller dijo:

—¿Y que interés tendría la exhibición de lealtades políticas para el viajero aéreo? Señor, mire por la ventana y examine la Tierra… si puede encontrarla entre el brillo de la Luna. Desde esta altura, incluso nuestro glorioso imperio es menos dramático que las sombras del océano vacío.

Holden se encabritó al oírlo.

—Sir Josiah, debo estar en desacuerdo. Un dominio como el de Su Majestad es un monumento eterno.

La primera palabra de la respuesta de Traveller vino directamente de los asientos baratos de los teatros de variedades. Siguió hablando.

—Buen Dios, caballero; ¡mire por la ventana! Desde aquí, los vagabundeos de Marco Polo no son más importantes que el camino de una mosca en un vidrio; ¡el Imperio de César, Kublai Khan, Boney, y del bendito Eduardo, puestos todos juntos son menos importantes que la imperfección en un único panel de vidrio!

»Holden, desde nuestro punto de vista, las actividades de los grandes hombres se reducen a su verdadera proporción: cuentos y tonterías; y las fantasías pomposas de nuestros trastornados e incompetentes líderes se muestran tal y como son.

Holden se estiró en toda su altura, empujando el estómago en forma de barril hacia el pecho; pero como flotaba en el aire sobre la mesa de navegación como el resto de nosotros, y, además, estaba boca abajo con respecto a Traveller y a mí, el efecto fue menos impresionante de lo que él esperaba.

—Sir Josiah, le sugiero que le explique al saboteador francés cómo son de irrelevantes las disputas políticas en esta prisión celestial. Fue la política lo que nos trajo aquí, recuerde.

Traveller se encogió de hombros.

—Lo que viene a demostrar que no hay nada tan pequeño como la imaginación de un hombre.

—Y, como Bourne, señor —susurró Holden—, suena usted como un maldito anarquista.

Yo había estado buscando una forma de distender la discusión, y me sentí empujado a decir:

—Calma, Holden; creo que debería retirarlo.

Pero Traveller apoyó una mano sobre mi brazo.

—Holden, ¿ha leído las ideas de luminarias anarquistas como Proudhon?

—He leído sobre las acciones de otro como Bakurnin; eso es suficiente para mí —dijo Holden con orgullo.

Traveller rió, con el rostro iluminado desde arriba por las luces incrustadas en la mesa de navegación.

—Si hubiese estudiado más allá de la nariz, señor, sabría que los anarquistas tienen una opinión bastante positiva de sus colegas humanos. La nobleza del hombre libre…

—Basura —dijo Holden con dureza.

Traveller se volvió hacia mí.

—Ned, el anarquista no cree en comportamientos legales e ilegales. Al contrario, cree que el hombre es capaz de vivir en armonía con su hermano, ¡sin las limitaciones de la ley! Que todos los hombres son esencialmente personas decentes, sin más deseos de destruirse los unos a los otros, en general, que el inglés medio de asesinar a su esposa, hijos y perro. Y en su estado natural, el hombre vivía como un anarquista en el Edén, ¡sin ley y sin preocupaciones!

Holden murmuró algo sobre blasfemia, pero yo medité esos conceptos sorprendentes.

—Pero cómo podríamos tener orden sin ley? ¿Cómo podríamos ocuparnos de nuestras grandes empresas industriales? ¿Cómo distribuiríamos los puestos de la sociedad? ¿No envidiaría el pobre el castillo del rico, y, sin el freno de la ley, no entraría en él inmediatamente para llevarse el mobiliario?

—Con toda probabilidad, tal situación no se produciría nunca —dijo Traveller—, y si así fuese, se resolvería de forma amigable. Cada hombre conocería su lugar, y lo asumiría sin comentario o queja por el bien común.

—Tonterías piadosas —respondió Holden, ya bastante enrojecido, y me vi obligado a estar de acuerdo con él inmediatamente.

—Y —dije yo—, si en una ocasión vivimos en un estado natural sin ley, como animales…

—Animales no, Ned —me corrigió Traveller—. Como hombres libres.

—Pero si fue así, ¿por qué ahora tenemos leyes?

Traveller sonrió, y la luz de los antiguos mares lunares se reflejó en la nariz de platino.

—Quizá debería ser usted filósofo, Ned. Ésas son las preguntas contra las que hombres de recto pensamiento han luchado durante muchos años. Tenemos leyes porque hay ciertos individuos, yo incluiría a todos los políticos y príncipes, que requieren leyes para subyugar a sus hermanos, para poder conseguir sus propios fines vanagloriosos.

Medité sobre esos sentimientos sorprendentes. La Inglaterra que conocía era un país racional y cristiano, una sociedad moldeada por los principios industriales y lleno de confianza en su propio poder y razón… una confianza alimentada en gran parte por las industrias a la que tanto habían contribuido las invenciones de antihielo de Traveller.

¡Pero aquí había un hombre en el corazón mismo de todos esos logros tecnológicos, que abrazaba las ideas de un ruso idealista! Me pregunté, no por primera vez, por el poder de las experiencias —en Crimea y otros lugares— que habían llevado a Traveller a esas conclusiones. Y me pregunté cómo esas mismas experiencias hubiesen modelado las ideas de alguien como George Holden…

Mientras tanto, Holden se había acercado a nosotros. Su furia era evidente en el color remolacha de su cara, y por la forma en que su pecho luchaba contra los botones de su chaleco.

—Navega cerca de la traición, señor.

Nuevamente le pedí que se disculpase; una vez más Traveller me indicó que lo dejase. Dijo con calma:

—Olvidaré que ha dicho eso, Holden.

Los carrillos carnosos de Holden se agitaban.

—¿Y ha olvidado las bombas arrojadas por sus compañeros anarquistas? Sólo el imperio de la ley se interpone entre la libertad de la que disfruta un caballero británico y las acciones de los Bourne, ¡quienes matarían por una bandera, un trozo de trapo de colores!

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