Stephen Baxter - Antihielo

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En 1870, cuando el poder del Imperio británico es absoluto, en las remotas tierras de una península antártica al sur del continente australiano se descubre un nueva material: el antihielo. Por el fenómeno que Faraday denominará de «conductancia aumentada», el material libera prodigiosas cantidades de energía cuando su temperatura se eleva. Su potencial energético, casi infinito, va a acelerar la Revolución Industrial de forma insospechada.
El antihielo, como no podía ser de otra manera, es empleado en la campaña de Crimea, pero también se revela útil en otras aventuras del espíritu humano que, a priori, parecen menos. sangrientas. En la Nueva Gran Exposición de Manchester de 1870, un joven agregado del Foreing Office descubrirá el inmenso poder del antihielo y, junto al visionario sir Josiah Traveller, tendrá que enfrentarse a un inesperado y decimonónico viaje espacial a la Luna.
Stephen Baxter, la nueva y gran estrella de la ciencia ficción británica, es considerado el sucesor de Arthur C. Clarke y un igual de Isaac Asimov y Robert A. Heinlein. Sus homenajes a Herbert G. Wells (
) y a Julio Verne (
) son un verdadero tour de force de la mejor ciencia ficción.

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Sonreí.

—Supongo que sí.

—No pedí la caridad del sirviente —dijo Bourne con frialdad.

—Y no ha recibido caridad, muchacho —dijo Pocket—. Pero si cree que iba a pasar mis últimos días en una lata con el cadáver de un franchute, será mejor que lo piense de nuevo —habló severamente, pero más bien como un padre amonestando a un niño; y comprendí que no había malicia en ninguna esquina de aquel personaje excepcional.

Me volví una vez más hacia el francés.

—¿Por qué, Bourne?

Giró la cabeza, distorsionando el rostro en el movimiento.

—¿Por qué, qué?

—¿Por qué robó la nave y causó tanto daño y sufrimiento?

Apartó el rostro sin contestar.

Con fuerzas que me sorprendieron, le agarré los hombros y le di la vuelta.

—Creo que me debe una explicación —le susurré.

—No tiene sentido. Los británicos nunca lo entenderían.

Apreté los labios, suprimiendo la furia.

—Dígamelo de todas formas.

—Por la tricolor —me respondió—. ¡La tricolor!

Se liberó de mí y, a pesar de mis esfuerzos, se negó a decir nada más.

Descubrí para mi horror que Bourne estaba retenido por ataduras improvisadas con cinturones y trozos de manguera; ante mi insistencia —y con la provisión de que permaneciese en su camastro y que uno de nosotros siempre estaría vigilándolo— al día siguiente fue liberado y se sentó cautelosamente, masajeándose muñecas y tobillos, que tenía azules.

Sintiéndome con más fuerzas, trepé tras Holden por la escotilla del techo.

Cuando había forzado la entrada del puente varios días antes, mis impresiones habían sido borrosas y fragmentarias, a modo de una pesadilla; ahora, sin embargo, vi que el lugar en vuelo era un cuenco de maravillas mecánicas. Los dispositivos zumbaban y chasqueaban continuamente, por lo que uno tenía la impresión de una verdadera mente artificial que realizaba sus operaciones a bordo de la nave; y el conjunto estaba cubierto por la red de vidrio del morro de la Faetón. Ese domo admitía ahora un flujo de luz argentina de la Luna, que se veía enorme —ominosamente enorme— en lo alto de la nave.

—¡Ah, Wickers! —Su voz retumbaba desde arriba; me volví y vi, bajo las marcadas sombras lunares, el gran trono pegado a una de las paredes de la cámara. El trono, que era de damasco púrpura de suave relleno acabado con cuerdas de terciopelo, dominaba el Puente como el trono de César. Traveller estaba instalado en aquel trono; sentado con los pies levantados, con una ligera atadura a la altura de la cintura, faltándole sólo la esclava pelándole uvas para completar la imagen del potentado descansando.

—Una entrada más cómoda que la última vez, ¿eh?

—Cierto.

Me alejé del panel y floté hacia el domo de vidrio, agarré u ti saliente pintado de blanco y floté allí, muy cómodamente. Holden permaneció cerca del panel, entre el grupo de instrumentos. Desde mi nuevo punto de vista, vi cómo un par de palancas, conectadas con pivotes fijos en la pared adyacente, estaban colocadas a ambos lados del asiento de Traveller; en la parte alta de cada palanca había fijada una manilla de acero más pequeña que podía agarrarse por el puño del piloto. Más tarde descubrí que las manillas pequeñas controlaban el empuje de los cohetes de la Faetón , mientras que las palancas dirigían el giro de las toberas, para dirigir la nave por el espacio.

En aquel asiento, sin duda, era donde el maldito Bourne se había sentado durante una calurosa tarde de agosto, con la frente perlada de terrible sudor, para arrancar la nave de la Tierra.

Por encima de la cabeza de Traveller se encontraba suspendido un largo tubo pintado de blanco que terminaba en un ocular en ángulo. Pude ver cómo aquel dispositivo podía empujarse más allá del casco, por medio palancas estancas, permitiendo que el piloto tuviese un gran ángulo de visión. Por tanto, gracias al periscopio y al vidrio óptico del domo, Traveller tenía una visión panorámica del universo más allá de las paredes de la nave… así como del paisaje de metal formado por los bancos de instrumentos. El centro de aquella disposición de instrumentos era un artefacto en forma de mesa que recordaba de mi primera visita, un disco de madera de cinco pies de diámetro con un mapa circular colocado en su interior. Había instrumentos más pequeños dispuestos alrededor de aquella mesa, la cara de lectura de cada uno iluminada por una pequeña luz constante; las luces formaban pequeñas islas de iluminación amarilla en un mar de oscuridad lunar. Aquellos diales, veía ahora, estaban orientados hacia el trono (como yo lo llamaba); la intención era claramente permitir al piloto hacerse una idea instantánea desde su asiento del estado de la Faetón… pero el efecto era el de una multitud de peregrinos mecánicos, cada uno sosteniendo una vela firme frente a su pecho vueltos suplicantes hacia su señor.

Felicité a Traveller por la admirable claridad del diseño, pero añadí que la mayoría de los detalles me dejaban desconcertado.

Para mi consternación, Traveller lo consideró como una petición de conferencia.

—¿Por dónde empezar?… ¿Por dónde empezar?… Para empezar, sin duda reconocerá los dispositivos de Ruhmkorff.

¿Cómo dice?

—Los filamentos eléctricos que iluminan los instrumentos.

Aquellos filamentos, me explicó Traveller, emitían una luz más segura y firme que la de las lámparas de acetileno, y era menos probable que cubriesen de ceniza las caras de lectura de los dispositivos. Luego siguió describiendo cada instrumento, con su fabricante, función, limitaciones e incluso, en algunos casos, su precio, con el ardoroso detalle que otras personas emplean para describir a los hijos, Holden, flotando en lo más profundo del banco de instrumentos, apreció inmediatamente mi desconcierto y empezó a jugar; indicaba cada instrumento con un gesto florido como el ayudante de un mago, y empecé a meterme el puño en la boca para no estallar en carcajadas.

Traveller, por supuesto, seguía hablando sin darse cuenta.

Había cronómetros, manómetros, termómetros centígrados Eigel. Había un banco de brújulas dispuestas en una formación de tres dimensiones, para que tuviesen las esferas en ángulo unas con respecto a las otras. Traveller suspiró sobre esa disposición.

—Tuve la esperanza de emplear la dirección del flujo magnético para navegar por el espacio —dijo—, pero me decepcionó descubrir que el efecto se desvanecía a unas pocas decenas de millas sobre la superficie de la Tierra.

—¡Muy inconveniente! —dijo Holden con guasa.

—En su lugar, depende de un sextante —dije, indicando un dispositivo de bronce grande y complejo que consistía en un tubo montado sobre una rueda dentada—. Claro —seguí—, los cartagineses hubiesen reconocido un dispositivo así… pero nunca lo hubiesen imaginado situado en tal lugar.

—Cartagineses en el espacio —meditó Traveller—. Ahí tiene una idea para una novela… pero, por supuesto, uno nunca podría hacer que semejante historia fuese lo suficientemente plausible para convencer al público moderno. Sería incluso más controvertida que las fábulas de moda de Disraeli… —Noté que Holden dejaba sus payasadas para interesarse por esa sugerencia caprichosa. Traveller siguió—. Tiene mucha razón, Wickers; entre los planetas, los principios de la navegación por las estrellas son exactamente los mismos que los que guían a los marineros por la superficie de los mares de la Tierra. Pero la práctica es algo más difícil, al requerir determinar la posición de la nave en tres coordenadas.

Traveller siguió explicando un sistema complejo —que empleaba gráficas, tablas y cartas— que había inventado para dibujar la posición de una nave que volaba por el espacio como una mosca. Los cálculos matemáticos se facilitaban por el uso de un dispositivo mecánico que Traveller llamaba un aritmómetro.

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