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Ben Bova: Milenio

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El tema de esta novela es el aterrador mundo del futuro: la gente y la política mundial en el año 1999. La población de la tierra ha llegado a ocho mil millones de seres humanos. La escasez creciente de recursos naturales ha conducido a.las dos grandes potencias al borde del conflicto nuclear. A pocos cientos de kilómetros sobre la superficie terrestre, en sus respectivas colonias lunares, los Estados Unidos y la Unión Soviética luchan afiebradamente por completar sus propias redes de satélites que los protegerán de un ataque atómico. Ambas potencias saben que quien complete primero la red protectora quebrará en su favor el largo equilibrio de fuerzas. Así se ganaría una ventaja decisiva. Dos hombres están vitalmente comprometidos en este posible holocausto: el jefe ruso y el jefe norteamericano de las bases lunares. Afortunadamente para la humanidad, ambos hombres son idealistas de buena voluntad, decididos a luchar juntos por conquistar un mundo donde sea posible la coexistencia. ¿Triunfarán los idealistas? ¿Qué fuerzas luchan contra ellos? ¿Podrán sobrevivir? Este es el dramático nudo de esta magistral novela de suspenso.

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Cuatro niños con rostros solemnes hicieron su aparición. Eran tres muchachos y una chica. El mayor tendría como máximo diez años. La niña y uno de los muchachos eran de piel oscura, tipo latino. Portorriqueños, probablemente. Había un muchacho negro. El cuarto era un pelirrojo con pecas, un astuto y callejero Huckleberry Finn.

Y además, la maestra.

—¡Oh, es muy amable de su parte permitirnos esta visita! Me imagino que debe estar sumamente ocupado…

La mujer continuaba hablando con Harriman mientras hacía entrar a los niños a la habitación, como una gallina empuja sus polluelos. Los niños miraban y permanecían en silencio, pero la maestra no cesaba de hablar. Kinsman se dio cuenta inmediatamente que hablaba sólo para calmar su nerviosismo. Usaba el mismo tono que seguramente empleaba en clase para dirigirse a los niños.

—¡Oh! Y usted debe ser el señor Kinsman. Chester Arthur Kinsman. ¿Le pusieron ese nombre por el presidente Arthur? ¡Y vive en la Luna ! Qué interesante, ¿verdad, niños? ¿Les gustaría vivir en la Luna alguna vez?

La niña extendió una mano hacia el esqueleto exterior de Kinsman.

—¿Por qué lleva eso?

Kinsman le sonrió. La antigua fascinación por la Luna.

—Lo necesito para poder moverme. ¿Ves? —Levantó un brazo, y los niños dieron un paso hacia atrás al oír el ruido de los motores—. Mis músculos están acostumbrados a la gravedad de la Luna , que es mucho menor que la gravedad de aquí. Estoy muy débil como para moverme solo. Ustedes son mucho más fuertes que yo, estoy seguro.

Eso le dio coraje a uno de ellos, el niño negro.

—Mi padre dice que usted es un traidor. Que se ha portado mal con los Estados Unidos —dijo.

—Lamento que piense de ese modo —respondió Kinsman—. El pueblo de la Luna quiere ser libre. No queremos dañar a los Estados Unidos, ni a nadie. Queremos simplemente ser libres.

—Cando sea grande —preguntó el muchacho portorriqueño—, ¿podré ir a la Luna ?

—Seguro. Y podrás vivir allá si quieres.

—¿Tendré que usar esas cosas? —señaló el esqueleto.

—No —dijo Kinsman, riendo—. Esto es sólo para los ancianos débiles como yo. Y en la Luna …, ni siquiera yo lo necesito.

Le hicieron otras preguntas, y luego la maestra comenzó a empujarlos hacia afuera.

—¿Y las niñas también podemos ir a la Luna ? —preguntó la muchacha.

—Sí, por supuesto.

—Ahora debemos irnos, niños. El Señor Kinsman está muy cansado. Es muy difícil para un hombre de la Luna vivir aquí en la Tierra. ¿Huelen el aire? ¡Hasta el aire es diferente!

—Yo no huelo nada.

—Eso es precisamente lo que quiero decir —explicó la maestra.

Ya estaban todos en el vestíbulo y la puerta se estaba cerrando cuando uno de los niños gritó:

—¡Maldito traidor! ¡Ya te pescaremos!

—¡George! —lo riñó la maestra—. Qué lenguaje es ése. ¡Y gritando en el vestíbulo!

Grítalo desde los techos, muchacho , pensó Kinsman. Sé un auténtico patriota.

Harriman cerró la puerta de un puntapié.

—George debe estar por ascender a mayor.

Landau se levantó de su silla y volvió al escritorio.

—Chet, debo examinarlo…

—¿Más sangre? Hugh, ordena algo para la cena, ¿quieres? Frank, te quedarás con nosotros, ¿verdad?

—Tendría que irme…

—Vamos —insistió Kinsman—. Te dejaremos en libertad más tarde. Tenemos que estar en el aeropuerto para partir a las diez. Y puedes mirar el lanzamiento de los inmigrantes por televisión.

De modo vacilante Colt se levantó, y fue hasta los controles de la televisión. Con el mismo desgano Kinsman dirigió su silla hacia Landau, quien sostenía una hipodérmica.

Todo el trafico había sido organizado alrededor de la plaza del Times. Los policías en servicio —a caballo, en carros blindados, en helicópteros— llevaban equipo antimotines: cascos reforzados, visores plásticos, máscaras antigás, el armamento de combate de un infante. Miles de personas llegaban a la plaza, y más aún se iban congregando en diversas partes de Manhattan. En unos cuarteles ubicados estratégicamente alrededor de la isla, el Ejército tenía varias compañías de hombres a bordo de transportes militares y tanques de combate ligeros.

Washington Square, Columbus Circle, la Amsterdam Avenue Mall se iban llenando de millares de personas. Las botellas, porrones y píldoras circulaban libremente, a pesar de que la policía patrullaba los bordes del gentío y volaba por sobre éste con poderosos reflectores que se movían de un lado a otro. Pero la gente estaba contenta, riéndose y celebrando. Enormes pantallas de televisión habían sido instaladas en las calles para mostrar el lanzamiento desde el Centro Espacial Kennedy.

Frank Colt fumaba un cigarrillo sentado en el sofá, y observaba los momentos finales de la cuenta regresiva. El avión cohete estaba apoyado sobre la cola, bañado por el brillo de una docena de enormes reflectores. La torre de servicios había sido ya retirada, y sólo un hilo de vapor del tanque de oxígeno líquido indicaba que el aparato estaba ocupado y listo para ser lanzado.

El comentarista de la televisión decía:

—En uno de los más generosos actos de buena voluntad internacional que se hayan visto en esta década, los Estados Unidos permiten que cincuenta personas de distintas nacionalidades se embarquen en este histórico viaje a la Luna , a pesar del hecho de que las instalaciones lunares continúan siendo legalmente territorio americano…

Landau estaba muy serio cuando guardó su equipo médico. Harriman estaba hablando por teléfono, controlando nuevamente la preparación de su propio avión cohete en el aeropuerto Kennedy.

Kinsman estaba sentado cansadamente en su silla especial. Los exámenes médicos no sólo lo deprimían: lo dejaban físicamente exhausto.

La chicharra de la puerta sonó. Era la cena que llegaba.

—¡No otra vez!

El general Maksutov escuchó durante cuatro minutos sin interrupción junto al reloj digital que tenía sobre el escritorio metálico. Su cara se mostraba cada vez más incrédula y ceñuda al mismo tiempo. Finalmente puso el teléfono sobre la mesa. Sus últimas palabras habían sido: “Sí, señor. ¡Inmediatamente!”

—Dimitri —dijo a su ayudante, que estaba sentado frente a él con una copa de champaña en la mano—, era un llamado del cuartel general. Debemos prepararnos para tres lanzamientos tripulados inmediatamente. —Dimitri dejó caer la copa de champaña—. El Servicio de Inteligencia asegura que los americanos están en camino de recapturar sus estaciones espaciales. Si no recuperamos las nuestras de manos de los contrarrevolucionarios, los americanos se las quedarán en cuestión de horas.

—Pero… ¿tres lanzamientos tripulados? ¿Ahora mismo?

El general Maksutov asintió amargamente con la cabeza.

—Despierta a los hombres. Tripulación completa, con equipo completo. Llamare a Andrei y le daré las buenas noticias. Hay que alertar también a los equipos de tierra; encárguese de eso.

El ayudante asintió sin decir palabra y se levantó con esfuerzo de la silla. Distraídamente advirtió que la copa no se había roto. La recogió del suelo alfombrado y la colocó sobre el escritorio.

—Haga que la enfermería distribuya pildoras para no dormir. Y será mejor que usted se tome algunas.

—Sí, señor…

—Feliz Año Nuevo, camarada —dijo amargamente el general—. Y feliz nuevo milenio.

Dimitri sacudió la cabeza.

—Se parece demasiado al viejo.

—Así es, ¿verdad? Excepto que allá en el siglo veinte no teníamos la obligación de matar a nuestros propios compatriotas. Ni usted ni yo.

El lanzamiento pudo verse en las gigantescas pantallas de televisión instaladas en Times Square y otros lugares donde se había ido reuniendo la muchedumbre; todos observaban. Era un mar humano que murmuraba, mientras se sucedían los últimos segundos de la cuenta regresiva y el brillante avión cohete, bañado por la luz de los reflectores, esperaba dibujando su silueta contra el apacible cielo de la noche de la Florida. Esperaba , esperaba…

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