A lo largo del día y hasta bien entrada la noche estuvieron desfilando. Uno a uno, raramente de a pares y sólo en una oportunidad tres personas visitaron simultáneamente a Kinsman. Diplomáticos, representantes de muchos países. Algunos de ellos tenían una formación técnica lo suficientemente sólida como para hablar libremente acerca de trayectorias de proyectiles y de la logística de las operaciones orbitales. Unos pocos habían estado en la Luna por breves períodos, si bien Kinsman sólo recordaba a uno de ellos, una impresionante italiana de piel oliva y pelo negro. Ahora formaba parte del equipo de la UNESCO que estaba estudiando los recursos naturales en escala mundial, y aparentemente dependía, sin intermediarios, del gabinete italiano.
—Un padre en un alto cargo —murmuró con un dejo de acento en su inglés británico. Sonrió como si creyera que la posición de su padre se veía favorecida por su trabajo y no al revés.
Marrett permaneció con Kinsman y Harriman hasta que desapareció el último visitante. A éstos les había hablado del control de clima, de mejorar las condiciones meteorológicas, de posibilitar el planeamiento de las cosechas sin frustraciones a último momento. Kinsman les habló de la paz internacional apoyada por la red orbital ABM, del desarme y de la posibilidad, para las naciones más pequeñas, de depender de leyes mundiales en lugar de mantener ejércitos costosos que a veces se volvían contra sus propios gobiernos y los derribaban.
Los visitantes que llegaron a la afelpada y silenciosa habitación dotada de aire filtrado venían de Africa, de Asia, de las desparramadas islas del Pacífico, de las superpobladas naciones de América Latina. Kinsman se sorprendió al recibir al equipo de tres hombres de Japón, que se deshicieron en sonrisas y corteses inclinaciones y expresaban sinceros deseos de éxito. Esos hombres sabían demasiado acerca de los láseres de los satélites ABM y conocían perfectamente bien el trabajo de Marrett sobre el control de clima.
Tuli Noyon trajo a su tío, el embajador de Mongolia ante las Naciones Unidas. La mujer italiana no fue la única europea: los países escandinavos, Hungría, Checoslovaquia, Yugoslavia, Holanda y Suiza también enviaron sus representantes.
Todo fue muy extraoficial. Completamente social. No se firmó ningún acuerdo, ningún compromiso. Pero todos obtuvieron la información que deseaban, y se retiraron con un nuevo brillo en los ojos.
A las diez de la noche, Kinsman estaba exhausto. Hizo que el respaldo de su silla anatómica se pusiera horizontal mientras Landau efectuaba los controles médicos. Marrett y Harriman devoraban bocadillos calientes con cerveza.
—La cama de agua me resulta atractiva ahora —dijo Kinsman cansadamente, mientras Landau desconectaba los últimos electrodos de los registradores médicos.
—Eso está bien —dijo el ruso—. Su presión sanguínea está baja.
El minianalizador que estaba sobre el escritorio hizo sonar su campanita y el resultado del análisis de la sangre de Kinsman apareció automáticamente en la pantalla visora de la computadora.
—Hum… —murmuró Landau mientras lo estudiaba—. El azúcar en sangre está bajo también, tal como lo sospechaba. Necesita comer y descansar.
Kinsman cerró los ojos.
—Estoy demasiado cansado como para comer. Por Dios, debemos de haber repetido lo mismo unas treinta veces…
—Dieciséis veces —corrigió Harriman, desde la mesa portátil donde estaba servida la cena—. Hay una docena más que viene mañana.
Landau se rascó la barba.
—Muy bien. Lo acostaremos entonces, y podemos alimentarlo con glucosa.
—No, señor. —La aversión de Kinsman a que lo agujerearan hizo que se sobrepusiera a la fatiga—. Prefiero comer comida real… —hizo volver el respaldo de la silla a su sitio y la condujo hasta la mesa—. Si es que me han dejado algo… —dijo, al observar los bocadillos que desaparecían rápidamente.
—Dieciséis veces —repitió Harriman pensativo, mientras sujetaba un bocadillo de carne con las dos manos—. Después de oírlos a ustedes dos durante todo el día y parte de la noche podría repetirlo de memoria y hasta en sueños.
—Lo haría dieciséis mil veces —dijo Kinsman—, si realmente creyera que vale la pena, y nuevamente dieciseis mil veces más.
—Valió la pena —dijo firmemente Marrett. Tenía una botella de cerveza en una de sus grandes manos; había ignorado el vaso—. Cada una de las personas que vino hoy está directamente conectada con su gobierno. No hubo ningún lacayo ni burócrata entre ellos. Tal vez no tengan grandes titulos protocolares, pero de todos modos los más importantes diplomáticos no son más que imbéciles.
—¡Eh, un momento! —interrumpió Harriman, frunciendo las cejas.
Marrett levantó su botella de cerveza a modo de saludo.
—Los presentes están exceptuados.
Harriman mantuvo su dura expresión.
—Hay un montón de comentarios desagradables que podría hacer sobre los ingenieros.
—Soy meteorólogo.
—¡Peor todavía!
Landau acercó una silla y se sirvió uno de los últimos bocadillos que quedaban.
—¿Cree que entendieron lo que usted les estaba diciendo? —le preguntó Kinsman a Marrett.
—Sí. Ya conocían el asunto antes de venir aquí; De Paolo se encargó de eso. Sólo tenían que conocerlo a usted, estudiarlo y comparar eso con los cálculos de lo que pueden perder o ganar si apoyan el proyecto de De Paolo.
Kinsman sacudió la cabeza y sintió una nueva punzada de dolor a causa del motor de servicio que estaba detrás de su oreja.
—Tengo mis dudas respecto de esos planes —dijo—. Aunque asegura que no pretende una dictadura mundial…
—Si lo que quiere saber es si puede confiar en él —dijo Marrett—, mi respuesta es que se trata de un hombre honesto. Lo que dice es lo que realmente quiere.
—¿Y la gente que lo rodea? —preguntó Kinsman—. ¿Y los que vengan después?
Marrett comenzó a encogerse de hombros, pero Harriman dijo:
—¿Y qué demonios esperabas, Chet?
—¿Qué quieres decir?
Con un movimiento de la cabeza Harriman explicó:
—¿No ves que los planes de De Paolo son una extensión lógica de tus propios proyectos? Uno sigue al otro como el día sigue a la noche. Lo que él está haciendo es construir una estructura permanente, mientras que tú has estado improvisando tiendas y casillas. De Paolo tiene una visión más larga que la tuya, mi querido amigo. Lo que él quiere es un sólido edificio.
—¿Quieres decir… una cárcel?
Harriman puso muy mala cara.
—No confundas las cosas. El único modo de impedir una guerra atómica es crear una fuerza más poderosa que las naciones. Selene por sí misma no puede ser esa fuerza, pero De Paolo quiere un gobierno redituente internacional, con fuerza. Eso es lo que necesitamos. ¡Demonios, hasta Woodrow Wilson se habría dado cuenta de eso! Pero hasta ahora ninguna organización internacional ha tenido la energía suficiente como para imponerse a todas las naciones. Pues bien, ahora la tenemos…, o la tendremos, mejor dicho.
—De acuerdo —confirmó Marrett—. Haremos una cosa nueva de todo esto. Un auténtico gobierno internacional. La era del nacionalismo ha concluido, está terminada. Concluyó con el primer Sputnik. Lo único que estamos haciendo ahora es construir algo efectivo que la reemplace para rnantener al mundo con vida.
Marrett bebió largamente de su botella de cerveza. Cuando la dejó puntualizó:
—Escuchen, un gobierno mundial no va a resolver los problemas del planeta de la noche a la mañana. Además, siempre existe el peligro de una dictadura a escala mundial. Pero comparado con lo que tenemos ahora, un gobierno mundial me parece magnífico.
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