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Ursula Le Guin: El mundo de Rocannon

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Ursula Le Guin El mundo de Rocannon

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Esta es una novela de viaje, a través de un obsesivo paisaje metafórica, en la que el descubrimiento final concluye un largo y complejo proceso. Gaveral Rocannon comienza su viaje cn el claro propósito de advertir a la Liga de Todos los Mundos que ha sido tricionada. Pero el heroísmo de Rocannon lo llevará a pagar un muy alto precio, pues no sólo llegará a entender los dones que distinguen a Kyo y Mogien; ha de sentir también la agonía simultánea de mil enemigos moribundos. El héroe que concluye el viaje es un hombre destrozado, agotado y solo, que al fin se conoce a sí mismo. Probablemente, la mejor novela de la maestra del género.

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Tras un instante de duda avanzaron; la boca de la cueva parecía haberse cerrado tras ellos, tanta era la oscuridad bajo la piedra. Marchaban de uno en fondo, Semley la última.

La oscuridad del túnel se debilitó; habían llegado hasta el lugar donde pendía del techo una bola de tenue fuego blanco, otra más lejos y otra. Entre ellas, como festones, negros gusanos larguísimos colgaban de las rocas. A medida que avanzaban, menor era el espacio entre una y otra bola de fuego y todo el túnel estaba iluminado con una luz brillante y fría.

Los guías de Semley se detuvieron. Tres puertas que parecían ser de acero bloqueaban el acceso a otras tantas vías.

— Aguardaremos, Angya — dijeron, y ocho de ellos permanecieron junto a ella en tanto otros tres abrían una de las puertas y la franqueaban antes de que cayera tras ellos con estrépito.

Firme y erguida se mantuvo la hija de los Angyar bajo la descolorida luz de las lámparas; su montura se echó a su lado, batiendo una y otra vez su cola a rayas, con las alas plegadas, aunque sacudidas una y otra vez por un impulso de vuelo. Detrás de Semley, en el túnel, los ocho hombres gredosos se acuclillaron, y sus voces hondas murmuraban palabras en su propia lengua.

La puerta central resonó al abrirse.

— ¡Dejad que Angya penetre en el Reino de la Noche! — gritó una nueva voz, jactancioso y resonante. Un hombre gredoso, con alguna vestidura sobre el tosco cuerpo gris, apareció en el vano de la puerta e hizo señas de que se adelantaran —. ¡Entra y contempla las maravillas de nuestras tierras, los prodigios realizados por las manos de los Señores de la Noche!

Silenciosa, Semley tiró de las riendas e inclinó la cabeza para seguir a su nuevo guía por un pasaje de poquísima altura. Otro túnel iluminado se abría delante, paredes húmedas, deslumbrantes bajo la luz blanca. Sobre el suelo dos barras de acero pulido se extendían a cada lado, hasta donde llegaba la vista. Sobre las barras se apoyaba una especie de carro de ruedas metálicas. Obediente a los gestos del guía, sin trazas de vacilación o asombro en el rostro, Semley penetró en el carro e hizo que su montura la acompañara. El gredoso se sentó frente a ella, tras ajustar barras y ruedas. Se produjo un ruido estridente, el rechinar de metal sobre metal, y luego los muros del túnel comenzaron a deslizarse. Más y más veloces cada vez, los muros corrían a cada lado, y los globos de fuego se convirtieron en un trazo de luz y el aire fétido y cálido era un viento que sacudía la capucha de la mujer.

El carro se detuvo. Semley siguió a su guía por gradas de basalto hasta una vasta antesala y luego a una más vasta cámara, erosionada en la roca por el agua de los siglos o tal vez por los excavadores gredosos; aquel ámbito, que nunca conociera la luz del sol, estaba iluminado con el misterioso brillo frío de los globos de fuego. En las paredes, tras amplias rejas, grandes paletas metálicas giraban y giraban para remover el aire viciado. En la enorme sala cerrada zumbaban las voces graves de los gredosos, el chirrido agudo y la vibración de los metales. De todo ello la roca devolvía, una y otra vez, el eco intermitente.

Allí los gredosos cubrían sus rollizos cuerpos con prendas similares a las de los Señores de las Estrellas amplios pantalones, botas flexibles, túnicas con capucha, aunque las pocas mujeres que se dejaban ver, serviles enanas siempre apresuradas, estaban desnudas. La mayoría de los hombres eran soldados que portaban armas parecidas a los terribles lanzarayos de los Señores de las Estrellas, si bien Semley pudo advertir que se trataba de simples garrotes de metal. Lo que vio, lo vio sin observar; avanzó por donde la conducían, sin volver la cabeza ni a derecha ni a izquierda. Cuando hubieron llegado frente a un grupo de gredosos que lucían diademas de acero sobre sus cabellos, el guía se detuvo y con voz profunda anunció:

— ¡Los excelsos Señores de Gdemiar!

Eran siete y todos le habían clavado los ojos con tal arrogancia pintada en sus grises rostros terrosos que ella sintió deseos de reír.

— He venido hasta vosotros para buscar el tesoro perdido de mi familia, Señores del Reino de las Tinieblas — dijo en tono solemne —. Busco el botín de Leynen, el Ojo del Mar. — Su voz sonaba débil en medio del estrépito.

— Así nos lo han dicho nuestros mensajeros, Semley, señora de Hallan. — Esta vez logró determinar quién le había hablado: un individuo más bajo que los otros, que apenas si le llegaría al pecho y lucía un resto fiero en el rostro —. No poseemos lo que buscas.

— En otro tiempo lo tuvisteis, se dice.

— Mucho es lo que se dice allí donde el sol centellea.

— Y las palabras son llevadas por el viento, allí donde el viento sopla. No pregunto cómo se ha perdido el collar ni cómo ha vuelto a vosotros, sus artífices de antaño. Esas son viejas historias, antiguas habladurías. Sólo intento encontrarlo ahora. Vosotros no lo poseéis, pero quizá sepáis dónde está.

— No está aquí.

— Estará, pues, en otro lugar.

— Está donde tú no puedes llegar; no, a menos que cuentes con nuestra ayuda.

— Ayudadme, pues; os lo pido en mí condición de huésped vuestra.

— Se ha dicho: los Angyar toman; los Fiia dan; los Gdemiar dan y toman. Si hiciéramos esto por ti, ¿qué nos darías?

— Mi gratitud, Señores de la Noche.

Y permaneció firme y bella, sonriente entre ellos. Todos la contemplaban con asombro maligno, con hosco sentimiento.

— Escucha, Angya, grande es el favor que pides; no sabes cuánto; no puedes comprenderlo. Perteneces a una raza que no lo comprenderá, porque sólo os cuidáis de cabalgar en los vientos, de levantar cosechas, pelear a espada y vocear juntos. ¿Pero quién fabrica vuestras espadas de acero brillante? ¡Nosotros, los Gdemiar! Vuestros jefes vienen aquí, a los Campos de Arcilla, compran sus espadas y se alejan sin mirar ni comprender. Pero ahora tú estás aquí, podrás mirar, podrás observar algunas de las maravillas infinitas de nuestra raza: las luces que arden por siempre, el carro que se impulsa a sí mismo, las máquinas que hacen nuestras ropas y cuecen nuestros alimentos y purifican nuestro aire y nos sirven en todo. Debes saber que todas estas cosas están más allá de tu entendimiento. Y tenlo presente: ¡nosotros, los Gdemiar, somos amigos de aquellos a los que llamáis Señores de las Estrellas! Con ellos hemos ido a Hallan, a Roohan, a Hul-Orren, a todas vuestras mansiones, para ayudarlos a entenderse con vosotros. Los Señores a quienes los orgullosos Angyar pagáis tributo son nuestros amigos. Ellos nos favorecen tal como nosotros los favorecemos. Pues bien, ¿qué significa para nosotros tu agradecimiento?

— Esto lo debéis contestar vosotros — repuso Semley —, no yo. Te he hecho mi pregunta, contéstala, Señor.

Por un instante los siete se agruparon para hablar y callar luego. Las miradas la buscaron, la evitaron, el silencio se adensó. Una muchedumbre se agrupaba en torno a ellos, crecía con rapidez y sin ruidos. Repentinamente Semley estuvo rodeada de centenares de opacas cabezas negras, hasta que se cubrió de gente todo el suelo de la caverna resonante, excepto un pequeño espacio cercano a la Señora de Hallan. La bestia alada se agitaba, entre el temor y el enojo demasiado tiempo reprimidos, y sus ojos se dilataban como cuando un animal de su especie se veía obligado a volar de noche. Semley acarició la tibia piel de la cabeza, murmurando:

— Tranquilízate, mi valiente señor del viento…

— Angya, te llevaremos hasta donde está el tesoro. — Una vez más le había hablado el gredoso de la cara blanca y diadema de acero —. No podemos hacer otra cosa. Deberás venir con nosotros en demanda del collar, hasta donde están quienes ahora lo poseen. La bestia alada no podrá acompañarte. Debes partir sola.

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