Orson Card - La llamada de la Tierra

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La llamada de la Tierra: краткое содержание, описание и аннотация

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Desde hace cuarenta millones de años, la colonia humana del planeta Armonía ha sido gobernada por un poderoso ordenador conocido como Alma Suprema, que es venerado casi como un dios. Su misión ha sido mantener alejado al hombre de la capacidad destructiva que le obligó a abandonar la Tierra. Pero su influencia ha ido menguando con el tiempo y ahora un general rebelde, Moozh, se atreve incluso a utilizar tecnologías prohibidas. Nafai, un habitante de la ciudad de Basílica, es designado por Alma Suprema para salvar al planeta de la catástrofe y preparar en secreto un viaje, quizá imposible, de regreso a la Tierra.
El general Moozh, del ejército de los gorayni, tiene unas ansias implacables de conquistar territorios y muchos han sido sus esfuerzos para ganarse una buena reputación. Pero, sus verdaderos motivos son más oscuros, pues pretende traicionar al imperátor, la máxima autoridad de los gorayni, porque éste conquistó, humilló y erradicó su pueblo y quiere venganza. Pese a que Alma Suprema le hace olvidarse de muchos de sus planes, está consiguiendo que cada vez sea vea menos influido por su poder de persuasión, lo que le convierte en un gran peligro para la paz. Además, ha conseguido una valiosa información sobre la ciudad de Basílica: ésta se encuentra indefensa y desconcertada tras la muerte del tirano que pretendía dominarlo. Así que elabora un ambicioso plan para tomar la ciudad con mil hombres y sin tener que usar la fuerza.
Por otro lado, Nafai y sus hermanos, que se encontraban exiliados en el desierto junto a su padre, reciben un sueño de Alma Suprema que les insta a volver a Basílica para desposar a sus amadas, regresar al desierto con ellas y crear así una pequeña colonia de elegidos en la casi imposible misión de llegar al planeta Tierra. Pero lo que de por sí ya no es una tarea fácil, es cada vez más complicado y peligroso, pues Nafai es buscado por asesinato, la ciudad ha sido tomada por Moozh y sus hermanos, codiciosos y llenos de ira porque Nafai tiene revelaciones, ansían la mínima oportunidad para acabar con su vida.

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Rasa sabía que Meb no pensaba marcharse de Basílica. Ahora que estaba casado con Dolya, tenía derecho a la ciudadanía, y se burlaría de cualquier intento de sacarlo de la ciudad. De no ser por los soldados gorayni que vigilaban la casa, Meb se habría marchado con Dolya aquella misma noche, sin volver a aparecer aunque ellos abandonaran la ciudad. Sólo el arresto domiciliario de Rasa le impedía marcharse. Bien, que así fuera. El Alma Suprema ordenaría las cosas a su gusto, y Mebbekew no era el más capacitado para frustrar sus planes.

Meb y Dolya, Elya y Edhya… Bien, ya había visto a otras sobrinas contraer matrimonios desdichados. Sus propias hijas no habían tenido mayor suerte. Aunque, en realidad, era Kokor quien se había casado mal. Obring era un hombre más moral que Mebbekew sólo porque era demasiado débil, tímido y estúpido para engañar y explotar a las mujeres de ese modo. Sevet, en cambio, se había casado bastante bien, y la conducta de Vas en los últimos días había impresionado a Rasa. Era un buen hombre, y ahora que Sevet estaba privada de la voz era posible que el dolor la transformara en una buena mujer. Cosas más extrañas habían ocurrido.

Pero cuando Rasa se acostó después de la ceremonia, no pudo conciliar el sueño. Lo que más la preocupaba era el matrimonio entre su hijo Nafai y su querida sobrina Luet. La muchacha era demasiado joven, y también Nafai. ¿Cómo podían afrontar tan pronto su condición de varón y mujer, cuando aún no habían salido de la infancia? A los dos los habían privado de algo precioso. Y la ternura con que se comportaban, el empeño con que procuraban enamorarse, sólo desalentaba más a Rasa.

Alma Suprema, tienes mucho que explicar. ¿Vale la pena tanto sacrificio? Mi hijo Nafai tiene apenas catorce años, pero por ti se ha manchado las manos de sangre, y ahora él y Luet comparten un lecho nupcial cuando a su edad deberían mirarse tímidamente, preguntándose si algún día el otro corresponderá a su amor.

Giró en la cama. La noche era oscura y calurosa. Habían despuntado las estrellas, pero la Luna apenas brillaba, y los faroles de la calle alumbraban poco esa ciudad donde imperaba el toque de queda. No veía casi nada en su habitación, pero no quiso encender la luz; una criada la vería y pensaría que necesitaba algo, y entraría discretamente a preguntar. Debo estar sola, pensó, y se quedó acostada en la oscuridad.

¿Qué te propones, Alma Suprema? Estoy arrestada, nadie puede entrar ni salir de mi casa. Moozh me ha aislado de tal modo que no sé en quién confiar, y debo aguardar aquí para observar el desarrollo de tus planes. ¿El triunfo será tuyo, Alma Suprema, o de los malévolas maquinaciones de Moozh?

¿Qué quieres de mi familia? ¿Qué harás con mi familia, con mis seres queridos? Acepto algunas cosas, aunque a regañadientes: acepto el matrimonio de Nyef y Lutya. En cuanto a Issib y Hushidh, cuando llegue el momento, me alegrará si Shuya está dispuesta, pues siempre soñé que Issib encontrara una mujer tierna que viera más allá de su fragilidad y descubriese al hombre que es, al esposo que podría ser. ¿Quién mejor que mi preciosa descifradora, mi callada y sabia Shuya?

Pero este viaje al desierto… No estamos preparados, y en esta casa no podemos prepararnos. ¿Lo has tenido en cuenta en tus planes? ¿O las cosas se te escapan de las manos? ¿Lo has previsto todo con antelación? Estas expediciones requieren un plan cuidadoso. Wetchik y sus hijos pudieron marcharse al desierto sin preparativos porque tenían el equipo necesario y cierta experiencia en camellos y tiendas. ¡Ojalá no esperes que mis hijas o yo podamos hacer semejante cosa!

Luego, un poco avergonzada por haber hablado con tanta brusquedad al Alma Suprema, Rasa pronunció una plegaria más humilde. Concédeme el descanso del sueño, rogó, hundiendo los dedos en el cuenco de agua sagrada que tenía junto a la cama. Déjame reposar esta noche, y si no es molestia, muéstrame alguna visión de tus planes. Besó el agua sagrada que le mojaba los dedos.

Más palabras le atravesaron la mente, como un descarado corolario. Mientras me cuentas tus planes, querida Alma Suprema, no temas pedirme consejo. Tengo cierta experiencia en esta ciudad, quiero y comprendo a la gente más que tú, y me parece que por ahora no has hecho nada bien.

Oh, perdóname, gritó en silencio, abochornada.

Y luego: Olvídalo. Se dio la vuelta para dormirse, mientras las tenues ráfagas que entraban por las ventanas le secaban los dedos.

Se durmió y soñó.

En su sueño viajaba en bote por el lago de las mujeres, y frente a ella —a popa— iba el Alma Suprema. Rasa jamás había visto al Alma Suprema, pero esto era un sueño, así que la reconoció de inmediato. El Alma Suprema se parecía a la difunta madre de Wetchik, una mujer severa pero bondadosa.

—Sigue remando —dijo el Alma Suprema. Rasa vio que ella empuñaba los remos.

—Pero no tengo fuerzas para esto.

—Te sorprenderías.

—Preferiría no hacerlo —objetó Rasa—. Preferiría ocupar tu puesto. Tú eres la deidad, tú posees poder infinito. Rema tú y yo llevaré el timón.

—Soy sólo un ordenador —replicó el Alma Suprema—. No tengo brazos ni piernas. Tú tendrás que remar.

—Veo tus brazos y piernas, y son más fuertes que los míos. Además, no sé adonde nos llevas. No veo adonde vamos porque estoy mirando hacia at rás.

—Lo sé —asintió el Alma Suprema—. Así has pasado toda tu vida: mirando hacia atrás. Tratando de reconstruir un pasado glorioso.

—Pues si no lo apruebas, ten la inteligencia, por no decir la decencia, de cambiar de lugar conmigo. Déjame escrutar el futuro mientras tú remas, para variar.

—Os habéis vuelto muy descarados. Comienzo a arrepentirme de haberos criado. Cuando os doy un poco de confianza, me perdéis el respeto.

—No es culpa nuestra. Mira, no podremos pasar de lado, pues el bote es demasiado estrecho y se volcará. Arrástrate entre mis piernas, para que conservemos el equilibrio.

El Alma Suprema gruñó mientras se arrastraba.

—¿Ves? Ni el menor respeto.

—Yo te respeto —declaró Rasa—. Pero no me hago la ilusión de que siempre tengas razón. Nafai e Issib dicen que eres un ordenador. Mejor dicho, un programa que vive en un ordenador. De modo que no eres más sabio que quienes te programaron.

—Quizá me programaron para adquirir sabiduría. Al cabo de cuarenta millones de años, es posible que haya recogido un par de buenas ideas.

—Oh, sin duda. Algún día debes mostrarme alguna, pues de momento no lo has hecho muy bien.

—Quizá tú ignores lo que he hecho.

Rasa se instaló en la popa del bote, con la mano en la borda, y comprobó satisfecha que el Alma Suprema empuñaba los remos y estaba dispuesta para dar una buena brazada.

El bote brincó hacia adelante, pero de repente se quedó quieto. Rasa miró alrededor y notó que no flotaban sobre el agua, sino que se encontraban en un páramo de arena arremolinada.

—Vaya, este cambio no me ha gustado nada —protestó Rasa.

—No has resultado ser buena timonel —dijo el Alma Suprema—. No creerás que puedo remar aquí.

—¿Y tengo yo la culpa? Fuiste tú quien nos trajo al desierto.

—¿Y tú lo habrías hecho mejor?

—Eso espero. Por ejemplo, ¿dónde están los camellos? Necesitamos camellos. ¡Y tiendas! Para bastantes personas. Elemak y Eiadh, Mebbekew y Dol, Nafai y Luet… y Hushidh, desde luego. Son siete. También estoy yo. Y será mejor que llevemos a Sevet y Kokor, y sus maridos, si vienen… con lo cual serán doce. ¿Me olvido de algo? Ah, claro, Shedemei y sus semillas y embriones… ¿Cuántas cajas? No lo recuerdo. Por lo menos seis camellos sólo para su equipo. ¿Y las provisiones? Ni siquiera sé cómo calcularlas. Trece personas no es una broma.

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