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Robert Silverberg: Al final del invierno

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Robert Silverberg Al final del invierno

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Tras miles de años, el Largo Invierno producido en la Tierra por el bombardeo de cometas que causaron las estrellas de la muerte llegó a su fin. Los que salieron del capullo para enfrentarse a los peligros del mundo exterior en busca de la Nueva Primavera se llamaban a si mismos humanos... Su destino era la creación de un nuevo mundo.

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Lo arrastró hacia la cámara. En la sala, Koshmar parecía dormir. Torlyri se inclinó para recoger el amuleto caído de Thaggoran y lo depositó en manos de Hresh. No había estado lejos de él más que unas horas.

— Ten — le dijo —. Lo necesitarás durante la travesía.

— Ahora deberíamos postergar la partida — sugirió Hresh —. Hasta que celebremos los ritos y Koshmar haya hallado digno reposo.

— Todo esto se hará hoy por la noche. No debe haber postergaciones. — Torlyri hizo una pausa —. He estado enseñando a Boldirinthe todo cuanto sé sobre los deberes de una mujer de las ofrendas. Mañana le enseñaré los misterios supremos, los secretos. Y luego os iréis.

— ¿Qué estás diciendo, Torlyri?

— Pienso quedarme y probar fortuna con los bengs.

Junto a Trei Husathirn.

Hresh abrió la boca, pero no pudo articular ni una palabra.

— Tal vez me hubiese marchado si Koshmar aún viviera, pero ahora soy libre ¿comprendes? De modo que me quedaré. El Hombre de Casco no puede abandonar a su pueblo, así que yo me uniré a ellos. Pero seguiré pronunciando las oraciones para el Pueblo, cada mañana, como si viajara junto a mi tribu. Dondequiera que vayáis, yo velaré por vosotros, Hresh. Por todos vosotros…

— Torlyri…

— No. Para mí todo está muy claro.

— Sí. Sí. Comprendo, pero para nosotros será difícil seguir sin ti.

— ¿Y crees que para mí será fácil vivir sin vosotros? — Sonrió y él se hundió en sus brazos, y se estrecharon como madre e hijo, o tal vez como dos amantes, en un abrazo largo e intenso. Comenzó a sollozar de nuevo, y luego se detuvo justo antes de que él también la acompañara en su llanto.

Torlyri le soltó y dijo:

— Déjame a solas con Koshmar un rato. Y luego, dentro de dos horas, nos encontraremos en el templo para celebrar los ritos que hay que crear. ¿Estarás allí?

— Sí. Dentro de dos horas. En el templo.

Salió de la choza. Taniane, al otro lado de la plaza, estaba rodeada de quince o veinte miembros de la tribu: Estaban cerca de ella y sin embargo se mantenían a distancia, como si respetaran la súbita llama de su exaltación. Taniane permanecía con la máscara de Koshmar en el rostro. La plaza estaba bañada por la cegadora luz del mediodía que devoraba todas las sombras, y el calor parecía aumentar cada vez más. Detrás de él, Koshmar yacía muerta, y Torlyri se sumía en su dolor. Hresh miró a la izquierda y vio cuatro inmensos bermellones que se acercaban al asentamiento por el camino principal. Trei Husathirn venía montado sobre el macho que iba delante. Mañana nos marcharemos de la ciudad, pensó Hresh. Y nunca más volveré a ver a Koshmar, ni a Torlyri, ni a Noum om Beng. Ni las torres de Vengiboneeza. En cierto sentido, todo le pareció correcto. Había llegado más allá del cansancio y se encontraba en un estado de calma absoluta.

Fue a su habitación. Extrajo el Barak Dayir del estuche y lo acarició, como pidiéndole fuerzas. Algo humano, no estelar. Eso le había dicho Noum om Beng. Más antiguo que el Gran Mundo.

Hresh lo estudió, tratando de encontrar señales de su antigüedad sobre el asombroso dibujo de líneas intrincadamente talladas, sobre el tibio fulgor de la luz que moraba dentro de él. Posó el órgano sensitivo sobre la — superficie y la música se elevó como una columna a su alrededor. Transportó su mente fácil y suavemente hacia fuera y arriba. Pudo contemplar los alrededores de Vengiboneeza. Miró aquí y allá, y al principio todo fue maravilla y misterio, pero luego supo cómo contener el asombro y mirar sólo una parte de ese todo sobrecogedor. Y luego fue capaz de desentrañar el significado de lo que veía. Miró al sur, y distinguió el borde de un círculo perfecto que se elevaba sobre un valle, y en ese círculo, un pequeño poblado. Y vio a Harruel, y a su madre Minbain, y a Samnibolon, su medio hermano, y a todos los que habían partido junto a Harruel el día de la Ruptura. Ése era su nuevo asentamiento, y lo llamaban Ciudad de Yissou. Hresh lo supo todo gracias al contacto del Barak Dayir. Y luego escudriñó en dirección opuesta, muy hacia el norte, hacia el lugar donde supo que debía mirar para ver lo que debía, y distinguió una gran horda de bermellones en marcha, en dirección al sur, haciendo temblar la tierra como si fueran dioses. Y con los bermellones, los hjjks. Un incontable ejército de hjjks, también rumbo al sur, siguiendo una ruta que conducía sin remedio a la Ciudad de Yissou. Hresh asintió. Está claro, se dijo. Los dioses que nos gobiernan han concebido las cosas de tal forma que sucediera esto, ¿y quién puede comprender a los dioses? Los hjjks están en marcha, y el asentamiento de Harruel se interpone en su camino. Muy bien. Muy bien. Eso es lo que cabía esperar.

Descendió de las alturas y soltó el Barak Dayir del órgano sensitivo, y se sentó un rato con serenidad, pensando sólo en que había transcurrido un día muy largo, aunque todavía faltaban muchas horas para que acabara. Y luego Hresh cerró los ojos y el sueño le venció rápidamente, como el caer de una espada.

Salaman había visto el asalto de la Ciudad de Yissou tantas veces en sus visiones que el hecho real, tal como había sobrevenido, le pareció sumamente familiar y no despertó en su interior grandes emociones. Habían pasado algunas semanas desde el inesperado ataque del pequeño grupo de vanguardia, de la maldita banda de exploradores. Desde entonces, Salaman había subido cada día a la colina con Weiawala y Thaloin para entrelazarse y proyectar la mente con el fin de observar el avance del ejército en marcha. Ahora ya casi estaban aquí. Podía verlos sin ayuda de la segunda vista.

El primero en avistarlos fue Bruikkos. Últimamente Harruel había dispuesto que día y noche se apostaran centinelas sobre el borde del cráter.

— ¡Hjjks! — gritó, corriendo enloquecido por la senda del cráter, rumbo al poblado —. Vienen hacia aquí. ¡Millones de ellos!

Salaman asintió. Sentía como una piedra helada en el interior del pecho.

Permaneció impávido. No sintió temor, ni exaltación ante la lucha, ni la sensación de que su profecía se había cumplido. Nada. Nada. Ya había vivido ese momento muchas veces.

— ¿Qué nos sucederá? ¿Moriremos todos, Salaman? — murmuró Weiawala, temblando contra él.

Sacudió la cabeza.

— No, amor. Cada uno de nosotros matará a diez millones de hjjks, y salvaremos la ciudad. — Habló entono uniforme y desprovisto de emoción —. ¿Dónde está mi espada? Dame más vino, dulce Weiawala. El vino da más fuerzas a Harruel en la lucha. Tal vez haga lo mismo conmigo.

— ¡Los hjjks! — se oía el grito ronco que procedía del exterior. Bruikkos golpeaba las puertas, las paredes —. ¡Ya llegan los hjjks! ¡Están aquí! ¡Están aquí!

Salaman se tomó un buen trago del vino frío y oscuro, se ató la espada a la cintura y aferró su sable. Weiawala también cogió sus armas. Ese día todos deberían pelear, salvo los niños pequeños, que habían sido reunidos en un sitio para que cuidaran de sí mismos. Salaman y Weiawala partieron juntos de su pequeña morada.

Después de un largo período de días húmedos y calurosos, el tiempo era fresco. Del norte soplaba una brisa fuerte que traía un olor seco y áspero a hjjk, insistente y opresivo. Olor a cera vieja y metal oxidado, y a hojas secas resquebrajadas. Y por debajo de ese olor penetrante yacía otro, amplio, profundo y rico: el olor selvático de los bermellones, que se entremezclaba con el de los hjjks. Era como si en un manto de lana pesada hubiese hebras de un brillante metal escarlata.

Harruel, armado de pies a cabeza, salió cojeando de su palacio achicharrado. Desde el día del primer ataque hjjk había andado por todas pastes cojeando, ladeándose. Pero por lo que sabía Salaman, la única herida que había recibido Harruel durante el combate era en el hombro. Había sido una herida importante, pero con la ayuda de las pócimas y hierbas de Minbain ya sólo quedaba una costura roja e irregular sobre el pelaje espeso de Harruel.

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