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Robert Silverberg: Al final del invierno

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Robert Silverberg Al final del invierno

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Tras miles de años, el Largo Invierno producido en la Tierra por el bombardeo de cometas que causaron las estrellas de la muerte llegó a su fin. Los que salieron del capullo para enfrentarse a los peligros del mundo exterior en busca de la Nueva Primavera se llamaban a si mismos humanos... Su destino era la creación de un nuevo mundo.

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— Es la última vez que nos vemos, Padre.

— Sí. Lo sé.

— Me has enseñado muchas cosas. Pero todas ellas indirectas, escondidas detrás de más información. Tal vez los significados vayan revelándose en mi cabeza a medida que transcurran los años, y reflexione sobre lo que me has transmitido. Pero hoy te ruego que hablemos más directamente de las grandes cuestiones que me preocupan.

— Siempre hemos hablado de forma directa, niño.

— A mí no me lo parece, Padre.

En épocas pasadas, una contradicción tan declarada le habría valido un buen sopapo. Hresh esperó el golpe. Lo habría recibido con agrado. Pero Noum om Beng permaneció inmóvil. Al cabo de un largo silencio, dijo, como si hablara desde una montaña distante.

— Entonces, dime Hresh: ¿cuáles son las cosas que hoy te preocupan?

Si recordaba bien, era la primera vez que Noum om Beng le llamaba por su nombre.

De la miríada de preguntas que bullía en su mente buscó una, la más importante, antes de que el anciano se arrepintiera de su ofrecimiento. Pero era imposible elegir. Entonces Hresh vio en la pantalla de su mente un inabarcable mar gris y sin rasgos distintivos, que se extendía hacia el horizonte y hacia las estrellas, un mar que cubría todo el universo. Un mar que brillaba con luz propia y nacarada en medio de la oscuridad más absoluta. Sobre el lecho de las aguas se produjo una súbita chispa Miró a Noum om Beng.

— Dime quién nos ha creado, Padre.

— Pues el Creador.

— ¿Te refieres a Nakhaba?

Noum om Beng se echó a reír, con esa risa extraña y rasposa que Hresh sólo había escuchado en dos o tres ocasiones anteriores.

— ¿Nakhaba? No. Nakhaba no es el Creador. No más que tú o yo. Nakhaba es quien intercede. ¿No lo he dicho con claridad?

Hresh sacudió la cabeza. ¿Intercede? ¿Qué significaba eso?

— Nakhaba es el más elevado de los dioses que conocemos — continuó Noum om Beng — . Pero no es el superior. El dios supremo, el dios Creador, es desconocido, y así debe continuar. Sólo los dioses conocen a ese dios.

— Ah. Ah — dijo Hresh —. ¿Y Nakhaba? ¿Quién es él, entonces?

— Nakhaba es el dios que se erige entre nuestro pueblo y los humanos, el que habla con ellos en nuestro nombre cuando no hemos satisfecho los designios de nuestro destino.

Hresh sintió que se perdía en reinos que quedaban más allá de los reinos.

La desesperación, la incredulidad, la confusión amenazaban con abrumarlo.

— ¿Un dios que se erige entre nosotros y los humanos? Entonces, ¿los seres humanos son superiores a los dioses?

— Superiores a nuestros dioses, niño. Superiores a Nakhaba, a los Cinco. Pero no son más elevados que el Creador, quien los hizo a ellos, y a nosotros, y a todo lo que existe. ¿No comprendes la jerarquía? — Noum om Beng trazó inmensas estructuras en el aire con la punta de un dedo. El Creador aquí, en el sitio más elevado, el gran Sexto sobre el cual había especulado Hresh en alguna ocasión. Y aquí, los humanos, algo más abajo. Y luego Nakhaba, y los Cinco, y luego, más abajo que los demás aunque por encima de las bestias salvajes, estaban los actuales pobladores del mundo: los de los capullos, los de pelaje.

Hresh le miró. Había pedido una revelación, y sin ninguna duda Noum om Beng le había dado una. Pero no podía captarla ni digerirla.

— Entonces, ¿aceptáis a los Cinco? ¿Son dioses para vosotros al igual que para nosotros? — preguntó, buscando algún punto de referencia.

— Desde luego que sí. Les damos otros nombres, pero los reconocemos, ¿cómo no? Tiene que haber un dios que protege, y un dios que da, y otro que destruye. Y uno que cura, otro que consuela. Y también uno que intercede.

— Un dios que intercede… sí, supongo que sí.

— Ése es el que tu pueblo ha olvidado. El que se erige por encima de los Cinco y va más arriba, y habla en nuestro nombre con ellos.

— Entonces, ¿los humanos son dioses también?

— No. No. No creo — dudó Noum om Beng —. Pero ¿quién podría asegurarlo? Sólo Nakhaba ha visto a un ser humano.

— Creo que yo he visto uno — aventuró Hresh.

Noum om Beng rió de nuevo.

— Qué locura, niño.

— No. En nuestro capullo, durante los días del Largo Invierno, había un ser que siempre dormía, que se limitaba a yacer en un lecho, en la cámara central. Lo llamábamos Ryyig, el Sueñasueños. Era muy alargado, de piel clara y rosada, sin pelaje, y su cabeza se elevaba más allá de la frente, y tenía los ojos púrpura, con un brillo extraño. Se decía que siempre había vivido con nosotros, que había llegado al capullo el primer día del Largo Invierno, cuando las estrellas de la muerte comenzaron a caer, y que dormiría hasta el día en que terminara el invierno. Y que luego se sentaría, y abriría los ojos, y profetizaría que debíamos salir al mundo. Y que después de eso moriría. Eso se vaticinó mucho tiempo atrás, y quedó registrado en las crónicas. Y es lo que realmente sucedió, Padre. Lo vi. Yo estaba allí el día en que despertó.

Noum om Beng le atendía con una mirada extraña. Tenía el rostro rígido, y los ojos rojos le brillaban. La respiración áspera del anciano Hombre de Casco aumentó hasta parecerse al jadeo de una bestia al acecho.

— Creo que el Sueñasueños era un ser humano. Que fue enviado para que viviera con nosotros y nos protegiera durante todo el Largo Invierno. Y cuando el Invierno terminó y su tarea concluyó fue llamado por su gente — concluyó Hresh.

— Sí — reconoció Noum om Beng. Temblaba como la cuerda de un arco —. Así debe haber sido. ¿Cómo no me di cuenta? Niño: te diré una cosa. En nuestro capullo también teníamos un Sueñasueños. No sabíamos quién era, pero había uno, igual que en vuestro capullo. Y también teníamos lo que tú llamas Barak Dayir. Está registrado en nuestras crónicas. Pero nuestro Sueñasueños despertó antes de tiempo, cuando los hielos aún aprisionaban el mundo. Nos hizo salir y perecimos, y los hjjks capturaron nuestra Piedra de los Prodigios. Nakhaba nos ha guiado bien y a pesar de las pérdidas pudimos adquirir grandeza. Y aún nos queda mucho por conseguir. Todo el mundo será beng, niño. No me cabe duda. Y nuestra tarea ha sido mucho más dura, pues no contábamos con el Barak Dayir en los últimos años. En cambio, vosotros… tú, niño… en posesión de ese objeto mágico…

La voz de Noum om Beng se apagó; los ojos miraban al suelo.

— ¿Sí? ¿Sí? ¿Cuál es el destino de mi pueblo?

— ¿Quién sabe? — dijo el anciano Hombre de Casco, con inesperado cansancio —. Yo lo ignoro. Incluso Nakhaba lo desconoce. ¿Quién puede leer el libro del destino? Yo veo el nuestro. El vuestro no se me presenta claro. — Sacudió la cabeza —. Jamás pensé que nuestro Sueñasueños pudiese ser un hombre. Y sin embargo, ahora veo que tu apreciación posee mucha fuerza. Que tu razonamiento tiene mucha lógica. Tiene que ser eso…

— Sé que estoy en lo cierto.

— ¿Cómo puedes estar tan seguro?.

— Por una visión que tuve, mediante una máquina que encontré en Vengiboneeza y que me reveló el Gran Mundo. Me mostró a los ojos-de-zafiro y a los vegetales, y a las demás razas. Y me mostró también a los seres humanos, caminando por estas mismas calles. Y eran iguales a nuestros Ryyig Sueñasueños…

— En ese caso, ahora comprendo muchas cosas que antes me resultaban confusas — dijo Noum om Beng.

Y eso sorprendió a Hresh: que él fuera quien descubriera cosas a Noum om Beng, y no a la inversa. Pero seguía asombrado, en silencio, temblando en su asiento.

— Conserva la piedra, niño. Si estás en peligro, trágatela Es algo esencial. Nosotros tuvimos que luchar el doble por conseguir nuestra grandeza, y todo por no haber sabido cuidar de la nuestra — advirtió Noum om Beng.

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