Bob Shaw - Los astronautas harapientos

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Los astronautas harapientos: краткое содержание, описание и аннотация

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Los mundos gemelos, Land y Overland, sólo estan separados por unos miles de kilómetros; y sus órbitas son tales que Overland siempre aparece situado en el mismo lugar en el cielo, llenando gran parte de él y visible en todos sus detalles, cuando se asoma sobre Land. Los humanos que habitan Land, al carecer de metales, sólo han podido desarrollar una tecnología de bajo nivel. Durante siglos, han vivido de forma bastante estable; pero en el momento en que comienza esta historia, su existencia está amenazada. Los pterthas, una especie de burbujas llenas de humo que flotan en el aire y que siempre han sido peligrosas, parecen haber declarado la guerra a la humanidad. Ni los filósofos, que tienen a su cargo la investigación científica además de ser los elaboradores de las teorías y sustentadores de las ideas, ni los militares dirigidos por el príncipe Leddravohr, ni el Industrial supremo, príncipe Chakkell, ni aun el mismo rey Prad, comprenden la magnitud del peligro y la acuciante necesidad de encontrar una solución. Sólo Glo, el gran Filósofo, viejo, decadente, borracho y menospreciado por todos, incluidos los de su clase, propone una solución audaz y aparentemente inaceptable.

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Glo enmudeció bruscamente cuando Balountar se le acercó en una rápida embestida, con sus ropas negras agitándose, y lo golpeó en la boca. Toller, que no se imaginaba que el clérigo fuese a usar la fuerza, saltó de su asiento. Agarró las huesudas muñecas de Balountar e inmovilizó sus brazos a ambos lados. Glo se llevó una mano a la garganta, enmudeciendo. El clérigo intentó liberarse, pero Toller lo levantó con tanta facilidad como si fuera un espantapájaros y lo sentó un poco más atrás. Entonces se dio cuenta de que mientras él se ocupaba de Balountar, el rey había vuelto a ponerse en pie. La risa de la sala se extinguió para ser reemplazada por un silencio tenso.

— ¡Tú! — la boca de Balountar se movía espasmódicamente mientras miraba a Toller —. ¡Tú me has tocado!

— Actué para defender a mi maestro — dijo Toller, comprendiendo que su acto reflejo había sido una infracción grave del protocolo.

Oyó un sonido de arcada reprimido y. al volverse, descubrió que Glo estaba vomitando con las manos alrededor de la boca. Por sus dedos goteaba vino tinto, que ensuciaba sus vestidos y salpicaba el suelo.

El rey habló en voz alta y clara, cada palabra tan cortante como una navaja.

— Gran Glo, no sé qué es más ofensivo, el contenido de su estómago o el de su cabeza. Desaparezcan de mi presencia de inmediato usted y su grupo, y les aviso aquí y ahora que, en cuanto solucione otros problemas más urgentes, voy a pensar seriamente sobre su futuro.

Glo descubrió su boca e intentó hablar, las piezas marrones de su dentadura se movían arriba y abajo, pero no fue capaz de producir más que un débil sonido gutural.

— Apártese de mi vista — dijo Prad, volviendo su mirada hacia el gran Prelado —. En cuanto a usted, Balountar, debe ser censurado por llevar a cabo un ataque físico a uno de mis ministros, no importa la magnitud de la provocación. Por eso no puede proceder contra ese joven que le refrenó, aunque, al parecer, anda escaso de discreción. Vuelva a su sitio y permanezca sin hablar hasta que el gran Filósofo y su séquito de bufones se hayan retirado.

El rey se sentó mirando al frente, mientras Lain y Borreat Hargeth se acercaron a Glo y lo llevaron hacia la entrada principal de la sala. Toller caminaba junto Vorndal Sisstt, que se había arrodillado para limpiar el suelo con el dobladillo de su túnica., y colaboraba con los dos ayudantes de Lain en la recogida de los planos y el caballete caído. Al levantarse con el caballete bajo el brazo, pensó que el príncipe Leddravohr debía de haber recibido una buena reprimenda para permanecer tan silencioso. Echó un vistazo al estrado y vio que Leddravohr, repantingado en su trono, le observaba con fijeza tratando de mantener firme la mirada. Toller, oprimido por la vergüenza de su orden, apartó la vista inmediatamente, pero no antes de ver reaparecer la sonrisa de Leddravohr.

— ¿A qué esperas? — murmuró Sisstt —. Recoge pronto todo esto antes de que el rey decida desollarnos.

El recorrido por los pasillos y salones del palacio pareció el doble de largo que a la entrada. Incluso después de que el gran Glo se recuperara lo suficiente como para rechazar la ayuda que le ofrecían, Toller tenía la sensación de que la noticia de la deshonra de los filósofos se había extendido mágicamente y que era comentada en voz baja por cada grupo con que se cruzaban. Desde el comienzo tuvo la impresión de que Glo sería incapaz de hacer un buen papel en la reunión, pero no había imaginado que resultaría un desastre de tal magnitud. El rey Prad era conocido por la informalidad y tolerancia con que manejaba los asuntos reales, pero Glo había logrado excederse hasta unos límites que el futuro de toda la orden estaba en cuestión. Y además, el plan embrionario de Toller de entrar en el ejército contando algún día con el favor de Leddravohr, ya no era posible; el príncipe militar era conocido porque nunca olvidaba y nunca perdonaba.

Al llegar al patio principal, Glo sacó el estómago hacia fuera y caminó con desenvoltura hasta su faetón. Se detuvo al llegar, volvió el rostro hacia el resto del grupo y dijo:

— Bueno, no fue tan mal, ¿no? Creo que puedo decir sinceramente que he plantado una… hummm… semilla en la mente del rey. ¿Qué os parece?

Lain, Hargeth y Duthoon intercambiaron miradas de preocupación, pero Sisstt habló.

— Estoy totalmente de acuerdo, señor.

Glo asintió con la cabeza, satisfecho.

— Ésta es la única manera de hacer avanzar una idea radicalmente nueva, ya sabéis. Plantar una semilla. Dejémosla… hummm… germinar.

Toller se alejó, ante el peligro inminente de no poder contener la risa a pesar de todo lo ocurrido, y llevó el caballete hasta su cuernoazul que estaba amarrado. Sujetó con correas la estructura de madera a la grupa del animal, recobró los planos enrollados que llevaban Quate y Locranan, y se preparó para partir. El sol se hallaba un poco más allá del punto medio entre Land y Overland; afortunadamente el humillante espectáculo había sido breve y tendría tiempo para pedir un desayuno tardío y tratar de enmendar el resto del día. Había colocado ya un pie en el estribo cuando su hermano apareció a su lado.

— ¿Qué es lo que te desazona? — le pregunto Lain —. Tu comportamiento en el palacio ha sido asombroso, aun conociendo tu forma de actuar.

Toller retrocedió.

— ¿Mi comportamiento?

— ¡Sí! En pocos minutos has conseguido hacerte enemigo de los dos hombres más peligrosos del imperio. ¿Cómo lo consigues?

— Es muy sencillo — dijo Toller sin inmutarse —. Me comporto como un hombre.

Lain suspiró exasperado.

— Hablaré contigo después, cuando estemos en Monteverde.

— No lo dudo.

Toller montó el cuernoazul y lo apremió para que marchase sin esperar al carruaje. En el camino de vuelta hacia la Casa Cuadrada, su enfado con Lain fue desvaneciéndose poco a poco, mientras pensaba que su hermano se hallaba en una posición poco envidiable. El gran Filósofo Glo había desacreditado a la orden, pero sólo el rey podía deponerlo. Cualquier intento de apartarlo sería considerado como sedición y, en cualquier caso, la lealtad de Lain hacia Glo le impedía incluso criticarlo en privado. Cuando la gente se enterara de que Glo había propuesto enviar naves a Overland, todos los que tuviesen alguna relación con él se convertirían en objetivo de burlas; y Lain lo aguantaría todo en silencio, concentrándose aún más en sus libros y sus gráficos, mientras las posesiones de los filósofos en Monteverde cada vez estaban menos seguras.

Al llegar a la casa de múltiples gabletes, la mente de Toller estaba ya cansada de cavilaciones y empezó a ser consciente de su sensación de hambre. No había desayunado y, además, apenas había comido nada el día anterior. Ahora notaba un vacío feroz en el estómago. Amarró el cuernoazul en el recinto y, sin descargarlo, se dirigió a la casa, con la intención de ir directamente a la cocina.

Por segunda vez aquella mañana, se encontró sin esperarlo ante Gesalla, que atravesaba el vestíbulo de entrada hacia el salón del lado oeste. Se volvió hacia él, deslumbrada por la luz que entraba por la arcada y sonrió. Pero la sonrisa sólo le duró unos segundos, hasta que lo reconoció. Pero a Toller le produjo una extraña impresión. Le pareció que veía a Gesalla por primera vez, como una figura divina de ojos brillantes, y en ese momento tuvo una inexplicable y dolorosa sensación de despilfarro, no de posesiones materiales sino de todas las posibilidades que ofrecía la vida. La sensación se marchó con la misma rapidez con que había llegado, pero lo dejó triste.

— Ah, eres tú — dijo Gesalla con frialdad —. Creí que eras Lain.

Toller sonrió, preguntándose si sería capaz de empezar una relación nueva y más constructiva con Gesalla.

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