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Bob Shaw: Los astronautas harapientos

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Bob Shaw Los astronautas harapientos

Los astronautas harapientos: краткое содержание, описание и аннотация

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Los mundos gemelos, Land y Overland, sólo estan separados por unos miles de kilómetros; y sus órbitas son tales que Overland siempre aparece situado en el mismo lugar en el cielo, llenando gran parte de él y visible en todos sus detalles, cuando se asoma sobre Land. Los humanos que habitan Land, al carecer de metales, sólo han podido desarrollar una tecnología de bajo nivel. Durante siglos, han vivido de forma bastante estable; pero en el momento en que comienza esta historia, su existencia está amenazada. Los pterthas, una especie de burbujas llenas de humo que flotan en el aire y que siempre han sido peligrosas, parecen haber declarado la guerra a la humanidad. Ni los filósofos, que tienen a su cargo la investigación científica además de ser los elaboradores de las teorías y sustentadores de las ideas, ni los militares dirigidos por el príncipe Leddravohr, ni el Industrial supremo, príncipe Chakkell, ni aun el mismo rey Prad, comprenden la magnitud del peligro y la acuciante necesidad de encontrar una solución. Sólo Glo, el gran Filósofo, viejo, decadente, borracho y menospreciado por todos, incluidos los de su clase, propone una solución audaz y aparentemente inaceptable.

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— Creí que querías desayunar.

— Creí que querías que me fuese.

— Debes haberme entendido mal — dijo Toller —. Me gustaría que te quedaras todo el tiempo que quieras. ¿Tienes que ir a trabajar?

— Tengo un puesto muy importante en el mercado de Samlue, destripando pescado. — Fera alzó sus manos enrojecidas y marcadas por numerosos cortes —. ¿Cómo crees que me hice esto?

— Olvida el trabajo — contestó imperativamente Toller, encerrando las manos de ella entre las suyas —. Vuelve a la cama y espérame allí. Te enviaré comida. Puedes descansar y comer y beber todo el día y esta noche seguiremos con nuestros placenteros entretenimientos.

Fera sonrió pasando la lengua por su diente partido.

— Tu cuñada…

— Sólo es mi cuñada. He nacido y crecido aquí y tengo derecho a atender a mis invitados. Te quedarás, ¿no?

— ¿Hay cerdo con especias?

— Te aseguro que en esta casa porquerizas enteras se convierten todos los días en cerdo con especias — dijo Toller, llevando a Fera de nuevo a la habitación —. Te quedarás aquí hasta que yo vuelva, luego retomaremos lo que dejamos.

— Muy bien. — Se acostó en la cama, acomodándose entre las almohadas y estirando las piernas —. Sólo una cosa antes de que te vayas.

— ¿Sí?

Ella le dedicó una amplia sonrisa.

— Quizá sería mejor que me dijeses tu nombre.

Toller continuó riéndose hasta llegar alas escaleras que estaban al final del pasillo y bajó hacia la parte central de la casa, de donde llegaba el ruido de muchas voces. Le parecía refrescante la compañía de Fera, pero su presencia en la casa podía ser una afrenta demasiado notable para que Gesalla la tolerase. Dos o tres días serían suficientes para que se diera cuenta de que no tenía ningún derecho a insultarle a él o a sus invitados, de que cualquier táctica que empleara para dominarlo, como había hecho con su hermano, estaba condenada al fracaso.

Cuando llegó al último tramo de la escalera, encontró a una docena de personas reunidas en el vestíbulo. Algunas eran asistentes de cálculo, otras criados y mozos de cuadra que parecían reunidos allí para ver partir a su amo hacia el Palacio Principal. Lain Maraquine llevaba las antiguas ropas oficiales de filósofo mayor: una túnica larga de color gris paloma, adornada en el dobladillo y los puños de las mangas con triángulos negros. El tejido de seda resaltaba la delgadez de su cuerpo, pero su postura era erguida y digna. El rostro, bajo los espesos mechones de pelo oscuro, estaba muy pálido. Toller sintió un arrebato de afecto y preocupación al atravesar el vestíbulo; la reunión del consejo era obviamente una importante ocasión para su hermano, en quien ya eran evidentes los signos de tensión.

— Llegas tarde — dijo Lain, dirigiéndole una mirada crítica —. Deberías llevar tus ropas grises.

— No tuve tiempo de prepararlas. Tuve una noche agitada.

— Ya me ha informado Gesalla de cómo ha sido tu noche. — La expresión de Lain mostraba una mezcla de ironía y exasperación —. ¿Es cierto que ni siquiera conocías el nombre de esa mujer?

Toller trató de disimular su turbación.

— ¿Qué importancia tienen los nombres?

— Si tú no lo sabes, no tiene ningún sentido que intente enseñártelo.

— No necesito que… — Toller respiró profundamente, decidiendo no aumentar los problemas de su hermano con un exabrupto —. ¿Dónde están las cosas que querías que llevase?

La residencia oficial del rey Prad Neldeever llamaba más la atención por sus dimensiones que por su calidad arquitectónica. Las sucesivas generaciones de gobernantes habían ido añadiendo alas, torres y cúpulas, de acuerdo con sus caprichos personales, generalmente según el estilo de la época. Como resultado, el edificio parecía un coral o una de esas estructuras crecientes que fabrican ciertos tipos de insectos. En un principio, un jardinero paisajista había intentado imponer un cierto grado de orden con plantaciones sincrónicas de árboles del tipo parbel y rafter, pero a lo largo de los siglos se habían ido infiltrando otras variedades. El palacio, ya abigarrado por las distintas obras de albañilería, estaba ahora rodeado por una vegetación igualmente arbitraria en los colores, que desde cierta distancia resultaba difícil identificar.

Toller Maraquine, sin embargo, no pensaba precisamente en los detalles estéticos mientras descendía de Monteverde en la retaguardia del modesto séquito de su hermano. Había llovido antes del amanecer y el aire de la mañana era limpio y tonificante, cargado del espíritu radiante de los nuevos comienzos. El enorme disco de Overland resplandecía en lo alto con un brillo claro y muchas estrellas cubrían el azul circundante del cielo. La ciudad era un conjunto increíblemente diseminado de manchas multicolores que se extendían a lo largo del curso azul plateado del Borann, donde los veleros dentelleaban como partículas de nieve.

La alegría de haber vuelto a Ro-Atabri, de haber escapado de la desolación de Haffanger, había borrado su acostumbrada insatisfacción por su vida como miembro importante de la orden filosofal. Tras el desafortunado inicio del día, el péndulo de su humor volvía a elevarse. Su cabeza estaba llena de propósitos para mejorar su habilidad en la lectura, para buscar aspectos interesantes en el trabajo de la orden y dedicar todas sus energías a que Lain se sintiese orgulloso de él. Reflexionando, reconoció que Gesalla tenía todo el derecho a enfurecerse por su comportamiento. No sería más que una simple cortesía que al volver a casa sacase a Fera de su apartamento.

El tenaz cuernoazul que le había asignado el jefe de cuadras era un animal tranquilo que parecía conocer por sí solo el camino a palacio. Abandonándolo a sus propios recursos, dejando que se abriese paso por las calles de bullicio creciente, Toller trató de elaborar una imagen más clara de su futuro inmediato, una imagen que impresionara a Lain. Había oído hablar de un grupo de investigadores que trataban de fabricar un material formado por una mezcla de cerámica y vidrio que sería lo suficientemente resistente para sustituir al brakka en la fabricación de espadas y armaduras. Era probable que nunca lo lograran, pero esto le atraía más que tareas como medir la caída de la lluvia, y a Lain le gustaría saber que él apoyaba el movimiento conservacionista. El siguiente paso era pensar cómo ganarse la aprobación de Gesalla…

En el momento en que la delegación de los filósofos atravesó el centro de la ciudad y cruzó el puente Bytran, el palacio y sus tierras se convirtieron en su único panorama. La comitiva franqueó los cuatro fosos concéntricos adornados con flores, cuya ornamentación enmascaraba su cometido. Se detuvieron ante la entrada principal del palacio. Varios guardianes, que parecían enormes escarabajos negros ataviados con sus pesadas armaduras, se adelantaron con paso perezoso. Mientras el jefe verificaba laboriosamente el nombre de los visitantes en una lista, uno de sus lanceros se acercó a Toller y, sin hablar, empezó a revolver con brusquedad entre los planos enrollados en sus serones. Cuando hubo terminado, se detuvo para escupir en el suelo y luego trasladó su atención al caballete plegado que iba amarrado sobre la grupa del animal. Tiró tan fuertemente de los codales de madera brillante, que el cuernoazul dio un paso de costado hacia él.

— ¿Qué te pasa? — gruñó, lanzando una mirada envenenada a Toller —. ¿No puedes controlar a este saco de pulgas?

Soy una persona nueva, se juró Toller, y no voy a meterme en líos.

— ¿Puede insultarlo por querer acercarse a usted? — le preguntó sonriendo.

Los labios del lancero articularon algo en silencio mientras se aproximaba a Toller, pero en ese instante el jefe dio la señal para que la comitiva prosiguiera. Toller instó al animal a que avanzase y se colocó de nuevo tras el carruaje de Lain. El ligero incidente con el guardián le había irritado un poco, aunque sin afectarle demasiado, y se sentía contento de su comportamiento. Había sido un valioso ejercicio para evitar problemas innecesarios, el arte que pretendía practicar el resto de su vida. Sentado cómodamente en la montura, disfrutando del paso rítmico y constante del cuernoazul, trasladó sus pensamientos al asunto que ahora iban a tratar.

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