Arthur Clarke - El martillo de Dios

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En el siglo XXII, los humanos habitan la Luna y Marte; una veterana de guerra ha fundado Crislam, doctrina religiosa impartida a través de módulos de realidad virtual; no queda comida natural, pero reciclando desechos se consigue cualquier plato; los pisos son pequeños, pero el Papa se opone a cada nuevo avance…
La aparición de un asteoide que amenaza con caer sobre la tierra plantea el gran dilema de fondo: ¿hay que destruirlo en el espacio? ¿No será mejor dejar que caiga y contribuya a arreglar el problema de la superpoblación de la tierra?
Con esos elementos, Clarke recupera las dotes que lo convirtieron en maestro del género: perspicacia para plantear un futuro lejano pero ya visible, capacidad de retar al intelecto del lector al tiempo que lo entretiene, y una ironia cargada de ingenio contundente.

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— Vuelva a bordo, profe. Todavía nos falta recorrer mucho. Recién estamos en la mitad de la vuelta alrededor del mundo.

Cubrieron la mayor parte de la mitad restante — e hicieron aparecer el pequeño, pero todavía cegador, Sol— en los cinco minutos siguientes. El trineo estaba planeando ladera arriba de una pequeña loma, cuando Draker súbitamente advirtió algo casi increíble: a nada más que unas cuantas docenas de metros (para esos momentos se estaba poniendo ducho en la estimación de distancias) había una salpicadura de brillante color en el paisaje negro como el carbón:

—¡Alto! — aulló—. ¿Qué es eso?

Sus dos compañeros miraron en la dirección que estaba señalando; después, de vuelta a él:

— yo no veo nada — dijo el capitán.

— Probablemente una imagen que perdura en la retina después de haber mirado directamente a Saturno. Sus ojos no se adaptaron a la luz del día — añadió Fletcher.

—¿Están ciegos? ¡Miren!

— Mejor seguirle la corriente al pobre tipo — dijo Fletcher—. Puede ponerse violento… y no queremos eso, ¿no?

Con pericia exenta de esfuerzo, hizo que el trineo rotara sobre sí, mientras Draker permanecía sentado en aturdido silencio. Pocos segundos después, el asombro del geólogo se convirtió en absoluta incredulidad. «Me estoy volviendo loco», pensó:

Suspendida en el extremo de un delgado pecíolo, que se alzaba medio metro sobre la estéril superficie de Kali, había una flor grande y dorada.

En un breve relámpago de lógica demente, Draker se descubrió recorriendo como una exhalación la secuencia (1) Estoy sonando, (2) ¿Cómo puedo disculparme con la doctora Wijeratne? (3) No tiene aspecto muy alienígena, (4) Ojalá yo supiera más de botánica, (5) Qué amable el que le ató una etiqueta de identificación…

—¡Qué bastardos! ¡Durante un rato me engañaron! ¿Fue idea de Rani?

— Claro que sí —rió Singh—, pero, tal como verá, todos firmamos la tarjeta de cumpleaños, y le puede agradecer a Sonny por haber hecho tan hermoso trabajo a partir de pedacitos diversos de papel y plástico que pudo encontrar.

Todavía estaban riendo cuando regresaron a la Goliath con su asombroso descubrimiento… en mucho mejor estado, señalo el capitán Singh, que los sobrevivientes de la tripulación de Magallanes después de la circunnavegación de su mundo. La breve excursión les había permitido a todos relajarse y hacer a un lado, durante unos momentos, la pavorosa responsabilidad que tenían.

Mejor que fuera así: fue la última oportunidad que habrían de tener para descansar en Kali.

29

ASTROPOL

El director de ASTROPOL había visto mucho de los mundos y ciudades del hombre, y se consideraba incapaz de sorprenderse. No obstante, ahora, en su elegante cuartel general de Ginebra, contempló con incredulidad a su inspector general:

—¿Está seguro? — preguntó.

— Todo concuerda. Por supuesto, fuimos suspicaces (las deserciones son muy, pero muy, raras, y nos preguntábamos si era alguna especie de broma pesada), pero Exploración Profunda del Cerebro lo confirmó.

—¿No hay manera de engañar a EPC? Nos estamos enfrentando con expertos.

No mejores que los nuestros. Y el seguimiento que se hizo en Deimos confirma el asunto. Sabemos quién hizo el trabajo. Naturalmente, está sometido a microvigilancia.

—¿Cuándo les llegará la advertencia?

El inspector general echó un vistazo al reloj de pulsera, que podía mostrar veinte zonas horarias de tres mundos.

— ya la tienen… pero se encuentran del otro lado del Sol y no recibiremos su confirmación hasta dentro de otra hora más. Temo que pueda ser muy tarde. Si todo marchó según lo programado, la ignición debió comenzar hace cuarenta minutos. No hay cosa alguna que podamos hacer, salvo esperar.

— Todavía no lo puedo creer. ¿Por qué, en nombre de Dios, querría alguien hacer una cosa como esta?

— Exactamente. En nombre de Dios.

30

Sabotaje

A las T menos treinta minutos, se alejó a la Goliath de Kali, para mantenerla bien apartada del chorro de ATLAS. Todas las revisiones de los sistemas habían sido satisfactorias. Ahora era necesario esperar hasta que el momento angular del asteroide hubiera llevado al impulsor de masa hasta la posición adecuada para que comenzara el ciclo de disparo.

El capitán Singh y su exhausta tripulación no esperaban algo espectacular. El chorro de plasma del impulsor ATLAS iba a estar demasiado caliente como para producir mucha radiación visible. Únicamente la telemetría habría de confirmar que la ignición había empezado, y que Kali ya no era una fuerza destructora inexorable y letal por completo fuera del control del hombre.

«Me pregunto», pensaba sir Colin Draker, «cuántos de estos mozalbetes saben que toda esta idea de la cuenta regresiva había sido inventada por un director alemán de cine, hace casi dos siglos, para la primera película sobre el espacio que no fue pura fantasía. Ahora, la realidad copió la ficción y resulta difícil imaginar una misión espacial cualquiera que empezara sin que algún ser humano, o una máquina, contara hacia atrás.»

Hubo una breve tanda de vítores y un delicado ruido de aplausos, cuando la hilera de ceros que se veía en la pantalla del acelerómetro empezó a cambiar. La sensación que había en el puente era de alivio, antes que de júbilo. Aunque Kali tenía un leve movimiento, sólo los instrumentos sensibles podían descubrir el cambio microscópico de su velocidad. El impulsor ATLAS tendría que operar durante días, semanas, antes que se pudiera cantar victoria. Debido a la rotación de Kali, el empuje únicamente se podía aplicar durante alrededor del diez por ciento del tiempo, antes de que ATLAS ya no estuviera alineado en forma correcta. No era sencillo conducir un vehículo que rotaba sobre sí mismo, con un motor fijo…

Una microgravedad, dos microgravedades… con pereza, la enorme masa del asteroide estaba empezando a responder. Nadie que hubiera estado de pie en él — tanto como se podía estarlo en Kali— habría advertido el más leve cambio, si bien pudo haber sentido una vibración debajo de los pies y observado que nubes de polvo salían despedidas hacia el espacio. Kali se estaba sacudiendo como un perro que acaba de soportar un baño.

Y entonces, de modo increíble, los números volvieron a descender a cero. Segundos después, sonaron tres audioalarmas simultáneas.

Todos las pasaron por alto: no había nada que se pudiera hacer. Todas las miradas estaban clavadas en Kali… y en el impulsor ATLAS.

Los grandes tanques de propulsante se estaban abriendo como flores en una película en cámara lenta, derramando las miles de toneladas de masa de reacción que pudo haber salvado la Tierra. Jirones de vapor flotaron delante de la faz del asteroide, velando su superficie llena de cráteres con una atmósfera evanescente.

Después, Kali continuó inexorablemente su trayectoria.

31

Trama

En primera aproximación, se trataba de un problema elemental de dinámica: se conocía la masa de Kali con un error menor que el uno por ciento, y la velocidad que habría tenido cuando se topara con la Tierra se conocía con una precisión de hasta doce lugares decimales. Cualquier niño en edad escolar podría resolver la ecuación resultante 1/2MV², para la energía, y transformarla en megatones de explosivo.

El resultado era unos inimaginables dos millones de millones de toneladas, una cifra que seguía careciendo de significado cuando expresaba, como mil millones de veces, la bomba que destruyó Hiroshima. Y en esa ecuación, la gran incógnita, de la que millones de vidas podrían depender, era el punto de impacto. Cuanto más se acercaba Kali, menor el margen de error pero, hasta unos pocos días previos al encontronazo, el epicentro de impacto no se podía acotar hasta un valor mejor que unos miles de kilómetros, estimación de la que muchos consideraban que era peor, antes que inútil.

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