Isaac Asimov - Anochecer

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El planeta Kalgash está al borde del caos, pero solo unas pocas personas se han dado cuenta de ello. Kalgash conoce únicamente la luz diurna perpetua, pues durante más de dos milenios la combinación de sus seis soles ha iluminado el cielo. Sin embargo, ahora empieza a reinar la oscuridad. Pronto se pondrán todos los soles, y el terrible esplendor del anochecer desencadenará una locura que marcará el final de la civilización. Anochecer , novela basada en un relato escrito por Asimov en 1941, permite al lector experimentar el cataclismo que sobrevendrá sobre Kalgash a través de los ojos de un periodista, un astrónomo, un arqueólogo, un psicólogo y un fanático religioso.

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El estallido incandescente de luz golpeó la blanca fachada de la casa del extremo de la calle. Al instante la madera empezó a volverse negra. Brotaron pequeñas llamas. Trazó una línea de fuego a través de la fachada del edificio, hizo una pausa, disparó de nuevo y trazó una segunda línea encima de la primera.

—Dame tu pistola —pidió a Siferra—. La mía se está sobrecalentando.

Ella le pasó el arma. Él la ajustó y disparó una tercera vez. Toda una sección de la fachada de la casa estaba en llamas ahora. Theremon estaba cortando a través de ella, apuntando su haz al interior del edificio. No hacía mucho tiempo, pensó Siferra, aquella casa blanca de madera había pertenecido a alguien. Allí había vivido gente, una familia, orgullosa de su casa, de su vecindario…, cuidando su césped, regando sus plantas, jugando con sus animales de compañía, dando cenas para sus amigos, sentándose en el patio a beber refrescos y contemplar los soles cruzar el cielo vespertino. Ahora nada de eso significaba nada. Ahora Theremon estaba tendido boca abajo en un callejón lleno de ceniza y cascotes al otro lado de la calle, prendiendo fuego eficiente y sistemáticamente a aquella casa. Porque ésa era la única forma que él y ella podían salir sanos y salvos de aquella calle y seguir su camino hacia el parque de Amgando.

Un mundo de pesadilla, sí.

Una columna de humo se alzaba ahora del interior de la casa. Toda la parte izquierda de su fachada estaba en llamas. Y la gente saltaba de las ventanas del segundo piso. Tres, cuatro, cinco, atragantándose, jadeando. Dos mujeres, tres hombres. Cayeron sobre el césped y permanecieron tendidos allí un momento, como atontados. Sus ropas estaban sucias y hechas jirones, su pelo enmarañado. Locos. Antes habían sido algo distinto, antes del Anochecer, pero ahora formaban simplemente parte de esa enorme horda de seres vagabundos de ojos enloquecidos y expresión tosca cuyas mentes se habían salido de sus goznes, quizá para siempre, por el repentino estallido de sorprendente luz que habían lanzado las Estrellas contra sus sentidos no preparados.

—¡De pie! —les gritó Theremon—. ¡Las manos arriba! ¡Ahora! ¡Vamos, levantaos! —Avanzó a plena vista, empuñando las dos pistolas aguja.

Siferra salió a su lado. La casa estaba envuelta ahora por un denso humo, y dentro de ese oscuro manto temibles chorros de llamas se alzaban por todos lados del edificio, agitándose como estandartes escarlatas. ¿Había gente todavía atrapada dentro? ¿Quién podía decirlo? ¿Importaba?

—¡Alineaos, aquí! —ordenó Theremon—. ¡Eso es! ¡Vista a la izquierda! —Se pusieron firmes. Uno de los hombres era un poco lento, y Theremon hizo llamear un haz de su pistola junto a su mejilla para alentar su cooperación—. Ahora echad a correr. Calle abajo. ¡Aprisa! ¡Aprisa!

Un lado de la casa se desmoronó con un terrible sonido rugiente, dejando al descubierto habitaciones, armarios, muebles, como una casa de muñecas que hubiera sido cortada de cuajo. Todo estaba en llamas. Los ocupantes estaban en la esquina ahora. Theremon siguió gritándoles, animándoles a seguir corriendo, lanzando algún ocasional estallido a sus talones.

Luego se volvió hacia Siferra.

—Bien. ¡Salgamos de aquí!

Enfundaron sus pistolas y echaron a correr en dirección opuesta, hacia la Gran Autopista del Sur.

—¿Y si hubieran salido disparando? —preguntó Siferra más tarde, cuando pudieron ver la entrada de la autopista a poca distancia mientras avanzaban por los campos abiertos que conducían a ella—. ¿Los hubieras matado realmente, Theremon?

Él la miró con una expresión firme y severa.

—¿Si ésa hubiera sido la única forma de salir de aquel callejón? Creo que te respondí ya antes a eso. Por supuesto que lo hubiera hecho. ¿Qué otra elección hubiera tenido? ¿Qué otra cosa hubiera podido hacer?

—Nada, supongo —dijo Siferra, con voz apenas audible.

La imagen de la casa ardiendo flameaba aún en su mente. Y la visión de aquellas miserables y harapientas personas corriendo calle abajo.

Pero ellos habían disparado primero, se dijo a sí misma.

Ellos lo habían iniciado todo. No había forma de decir hasta dónde hubieran llegado, si Theremon no hubiera tenido la idea de quemar la casa.

La casa…, la casa de alguien…

La casa de nadie, se corrigió.

—Ya estamos —dijo Theremon—. La Gran Autopista del Sur. Es un tranquilo viaje de cinco horas en coche hasta Amgando. Podríamos estar allí a la hora de cenar.

—Si tuviéramos un coche —dijo Siferra.

—Si lo tuviéramos —dijo él.

39

Pese a todo lo que habían visto en su camino para llegar hasta allí, Theremon no estaba preparado para el aspecto que les ofreció la Gran Autopista del Sur. La peor pesadilla de un ingeniero de tráfico no hubiera sido tan mala.

En todas partes, mientras cruzaban los suburbios del Sur, Theremon y Siferra habían pasado junto a vehículos abandonados en las calles. Sin duda muchos conductores, abrumados por el pánico en el momento de la aparición de las Estrellas, habían parado sus coches y huido de ellos a pie, con la esperanza de hallar algún lugar donde esconderse del terrible y abrumador brillo que ardía repentinamente en el cielo.

Pero los coches abandonados que sembraban las calles de aquellos tranquilos sectores residenciales de la ciudad a través de los cuales él y Siferra habían llegado hasta tan lejos habían estado dispersos de una forma al azar, aquí y allá, a intervalos relativamente amplios. En esos vecindarios el tráfico de vehículos debía de haber sido escaso en el momento del eclipse, puesto que se había producido después del fin de un día normal de trabajo.

La Gran Autopista del Sur, sin embargo, atestada por los últimos habitantes de los pueblos cercanos que trabajaban en la ciudad y viceversa, debió de haberse convertido en una auténtica casa de locos en el instante mismo en que la calamidad golpeó el mundo.

—Mira eso —susurró Theremon, alucinado—. ¡Mira eso, Siferra!

Ella sacudió la cabeza, abrumada.

—Increíble. Increíble.

Había coches por todas partes…, apiñadas masas de ellos, amontonados en una caótica mezcolanza, apilados en algunos lugares en alturas de dos o tres. La amplia calzada estaba casi completamente bloqueada por ellos, una infranqueable muralla de vehículos accidentados; Miraban en todas direcciones. Algunos estaban volcados. Muchos habían ardido y ahora no eran más que esqueletos. Brillantes manchas de combustible derramado brillaban como lagos cristalinos. Rastros de cristal pulverizado daban a la calzada un brillo siniestro. Coches muertos. Y conductores muertos.

Era la visión más horripilante que habían visto hasta entonces. Un enorme ejército de muertos se extendía ante ellos. Cuerpos derrumbados sobre los controles de sus coches, cuerpos encajados entre vehículos que habían colisionado, cuerpos ensartados tras los volantes. Y una sucesión de cuerpos simplemente tendidos por todas partes como lamentables muñecos desechados a lo largo de las cunetas, con sus miembros congelados en las grotescas actitudes de la muerte.

—Probablemente algunos conductores se detuvieron de inmediato —apuntó Siferra— cuando aparecieron las Estrellas. Pero otros aceleraron, intentando terminar sus viajes y llegar a sus casas, y chocaron contra los que se habían detenido. Y aún otras personas se sintieron tan desconcertadas que olvidaron completamente cómo seguir conduciendo…, mira, éstos se salieron de la autopista por aquí, y este otro debió de haber dado la vuelta e intentó regresar por entre del tráfico que le venía de frente…

Theremon se estremeció.

—Un horrendo y colosal amontonamiento. Coches chocando desde todos lados a la vez. Girando en redondo, volcando, cruzando la calzada hasta los carriles de dirección opuesta. Gente saliendo, corriendo para ponerse a cubierto, siendo alcanzada por otros coches que llegaban en aquel momento. Todo el mundo volviéndose loco de cincuenta maneras distintas.

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