Isaac Asimov - Anochecer

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El planeta Kalgash está al borde del caos, pero solo unas pocas personas se han dado cuenta de ello. Kalgash conoce únicamente la luz diurna perpetua, pues durante más de dos milenios la combinación de sus seis soles ha iluminado el cielo. Sin embargo, ahora empieza a reinar la oscuridad. Pronto se pondrán todos los soles, y el terrible esplendor del anochecer desencadenará una locura que marcará el final de la civilización. Anochecer , novela basada en un relato escrito por Asimov en 1941, permite al lector experimentar el cataclismo que sobrevendrá sobre Kalgash a través de los ojos de un periodista, un astrónomo, un arqueólogo, un psicólogo y un fanático religioso.

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La Oscuridad…

Oh, Dios, la Oscuridad…

Calma. Calma. Eres un hombre muy estable, Sheerin. Eres extremadamente cuerdo. Estabas cuerdo cuando te metiste en esto y seguirás estando cuerdo cuando salgas de aquí.

Tic. Tic. Tic. Cada segundo te acerca un poco más a la salida. ¿Lo hace realmente? Puede que este trayecto no termine nunca. Podrías permanecer aquí dentro para siempre. Tic. Tic. Tic. ¿Me muevo? ¿Me quedan cinco minutos, o cinco segundos, o éste es todavía el primer minuto?

Tic. Tic.

¿Por qué no me dejan salir? ¿No pueden ver que estoy sufriendo aquí dentro?

Ellos no quieren que salgas. Nunca te dejarán salir. Van a…

De pronto, un dolor acuchillante entre sus ojos. Una explosión de agonía en su cráneo.

¿Qué es eso?

¡Luz!

¿Es posible? Sí. Sí.

Gracias a Dios. ¡Luz, sí! ¡Gracias a todos los dioses que hayan llegado a existir nunca!

¡Estaba al final del Túnel! ¡Regresaba a la estación! Tenía que ser eso. Sí. Sí. Los latidos de su corazón, que se habían convertido en un tronar lleno de pánico, empezaban a regresar a la normalidad. Sus ojos, que se ajustaban ahora al regreso de las condiciones normales, empezaron a enfocarse sobre cosas familiares, cosas benditas, los puntales, la plataforma, la pequeña ventana en la cabina de control…

Cubello, Kelaritan, observándole.

Se sintió avergonzado ahora de su cobardía. Recóbrate, Sheerin. En realidad no fue tan malo. Tú tenías razón. No estás tendido en el fondo del vehículo chupándote el pulgar y lloriqueando. Fue alarmante, fue aterrador, pero no te destruyó…, en realidad no fue nada que no pudieras manejar…

—Aquí estamos. Deme su mano, doctor. Arriba…, arriba…

Le alzaron de pie, y lo sujetaron cuando salió del cochecito. Sheerin inspiró profundamente, llenó sus pulmones de aire. Se pasó la mano por la frente y notó que chorreaba.

—El pequeño control de interrupción —murmuró—. Creo que lo perdí en alguna parte…

—¿Cómo se encuentra, doctor? —preguntó Kelaritan—. ¿Cómo fue?

Sheerin se tambaleó. El director del hospital lo sujetó por el brazo para ayudarle a mantener el equilibrio, pero Sheerin le apartó, indignado. No iba a dejarles que pensaran que esos pocos minutos en el Túnel habían podido con él.

Pero no podía negar que le habían afectado. Por mucho que lo intentara, no había forma de ocultarlo. Ni siquiera de sí mismo.

Se dio cuenta de que ninguna fuerza en el mundo le obligaría nunca a efectuar un segundo trayecto a través de aquel Túnel.

—¿Doctor? ¿Doctor?

—Estoy… bien… —dijo con voz espesa.

—Dice que está bien —le llegó la voz del abogado—. Échense atrás. Déjenle solo.

—Sus piernas se están doblando —indicó Kelaritan—. Va a caer.

—No —dijo Sheerin—. No teman. ¡Me encuentro bien, les digo!

Se inclinó hacia un lado y se tambaleó, recuperó el equilibrio, se inclinó de nuevo. El sudor brotaba por todos sus poros. Miró por encima del hombro, vio la boca del Túnel y se estremeció. Apartó la vista de aquella oscura caverna, enderezó los hombros y los alzó como si deseara ocultar su rostro entre ellos.

—¿Doctor? —dijo Kelaritan, dubitativo.

No servía de nada fingir. Aquello era una estupidez, aquel vano y testarudo intento de heroísmo. Dejemos que piensen que fui un cobarde. Dejemos que piensen lo que quieran. Esos quince minutos habían sido la peor pesadilla de su vida. Su impacto aún estaba hundiéndose en él, y hundiéndose, y hundiéndose.

—Fue… algo poderoso —dijo—. Muy poderoso. Muy inquietante.

—Pero usted se halla básicamente bien, ¿no es así? —insistió ansioso el abogado—. Un poco estremecido, sí. Pero, ¿quién no lo estaría, después de pasar por la Oscuridad? Pero básicamente está bien. Como sabíamos que estaría. Son sólo unos pocos, muy pocos, los que sufren algún tipo de…

—No —dijo Sheerin. El rostro del abogado era como el de una sonriente gárgola frente a él. Como el rostro de un demonio. No podía soportar verlo. Pero una buena dosis de la verdad exorcizaría al demonio. No era necesario ser diplomático, pensó. No cuando se hablaba con demonios—. Es imposible que nadie pase a través de esa cosa sin hallarse en un grave riesgo. Ahora estoy seguro de ello. Incluso la psique más fuerte recibirá un terrible vapuleo, y las débiles simplemente se derrumbarán. Si abren el Túnel de nuevo, tendrán todos los hospitales mentales de cuatro provincias llenos dentro de seis meses.

—Al contrario, doctor…

—¡No me diga «al contrario»! ¿Ha estado usted en el Túnel, Cubello? No, no lo creo. Pero yo sí. Usted paga por mi opinión profesional: puede conseguirla ahora mismo. El Túnel es mortífero. Es una simple cuestión de naturaleza humana. La oscuridad es más de lo que la mayoría de nosotros podemos soportar, y eso nunca va a cambiar, mientras tengamos como mínimo un sol ardiendo siempre en el cielo. ¡Cierren el Túnel definitivamente, Cubello! ¡En nombre de la cordura, hombre, ciérrenlo! ¡Ciérrenlo!

7

Beenay aparcó su escúter en el apareamiento de la Facultad justo debajo de la cúpula del observatorio y subió con paso rápido el sendero que conducía a la entrada principal del gran edificio. Mientras subía los amplios escalones de piedra de la entrada se sorprendió al oír a alguien llamar su nombre desde arriba.

—¡Beenay! Así que estás aquí después de todo.

El astrónomo alzó la vista. La alta, recia y poderosa figura de su amigo Theremon 762, del Crónica de Ciudad de Saro, se enmarcaba en la gran puerta del observatorio.

—¿Theremon? ¿Me estabas buscando?

—Exacto. Pero me dijeron que no se esperaba que te dejaras ver por aquí hasta dentro de un par de horas. Y luego, justo cuando me iba, te presentas. ¡Hablando de buena suerte!

Beenay subió los últimos escalones y se abrazaron rápidamente. Conocía al periodista desde hacía tres o cuatro años, desde la vez en que Theremon acudió al observatorio a entrevistar a algún científico, cualquier científico, acerca del último manifiesto de aquel grupo de lunáticos, los Apóstoles de la Llama. Gradualmente él y Theremon se habían hecho amigos, pese a que Theremon era unos cinco años mayor que él y procedía de un ambiente más rudo y mundano. A Beenay le gustaba la idea de tener un amigo que no estaba implicado en absoluto con la política universitaria; y Theremon se sentía encantado de conocer a alguien que no estaba interesado en absoluto en explotarle a causa de su considerable influencia periodística.

—¿Ocurre algo? —preguntó Beenay.

—Nada en particular. Pero te necesito de nuevo para efectuar otra vez toda la rutina de la Voz de la Ciencia. Mondior hizo otro de sus famosos discursos de Arrepentios, arrepentios, la condenación está cerca. Ahora dice que está preparado para revelar la hora exacta en que el mundo será destruido. En caso de que estés interesado, esto va a ocurrir el año próximo, el 19 de theptar exactamente.

—¡Ese loco! Es un desperdicio de papel y de espacio imprimir nada sobre él. ¿Cómo es posible que alguien preste la menor atención a los Apóstoles?

Theremon se encogió de hombros.

—El hecho es que la gente se la presta. Mucha gente, Beenay. Y si Mondior dice que el fin está cerca, necesito que alguien como tú se ponga en pie y diga: «¡Eso no es así, hermanos y hermanas! ¡No tengáis miedo! ¡Todo está bien!» O palabras parecidas. Puedo contar contigo, ¿verdad, Beenay?

—Sabes que sí.

—¿Esta tarde?

—¿Esta tarde? Oh, demonios, Theremon, esta tarde tengo un auténtico lío. ¿Cuánto tiempo crees que necesitarás?

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