No estoy seguro. —Hahn frunció el ceño—. ¿Cuántos años hace que ocurrió eso?
—La emisión fue en 2018. ¿Es eso anterior a tu época? Hace sólo once años…
—Entonces yo tenía diecinueve. Supongo que no estaba muy politizado. Podríamos decir que era un chico ingenuo, nada precoz.
—Nos pasó a muchos. Sin embargo, a los diecinueve años ya se es bastante mayor. Supongo que estarías muy ocupado estudiando economía. Hahn sonrió.
—Es cierto. Estaba muy metido en esa ciencia deprimente.
—¿Y nunca oíste la emisión? ¿Tampoco oíste hablar de ella?
—Debo de haberme olvidado.
—El engaño más grande del siglo —dijo Barrett— y tú lo olvidas. El logro máximo del Frente Continental de Liberación. Conoces, por supuesto, el Frente Continental de Liberación.
—Sí, claro.
Hahn parecía incómodo.
—¿A qué grupo dijiste que pertenecías? —A Cruzada Popular por la Libertad.
—No lo conozco. ¿Es uno de los grupos nuevos? —De menos de cinco años. Empezó a funcionar en California en el verano de 2025.
—¿Qué programa tiene?
—Bueno, la línea revolucionaria habitual —dijo Hahn—. Elecciones libres, gobierno representativo, apertura de los archivos policiales, fin de la detención preventiva, restablecimiento del hábeas corpus y de otras libertades civiles.
—¿Y la orientación económica? ¿Puramente marxista o una de las ramas?
—Supongo que ninguna de —las dos cosas. Creíamos en una especie de… bueno, de capitalismo con algunas limitaciones impuestas por el Estado.
—¿Un poco a la derecha del socialismo estatal y un poco a la izquierda del liberalismo? —sugirió Barrett.
—Algo por el estilo.
—Pero ya probaron ese sistema a mediados del siglo xx, y fracasó, ¿verdad? Tuvo su día. Llevó inevitablemente al socialismo total, lo que produjo la violenta reacción compensadora del capitalismo total, y después la caída y el nacimiento del capitalismo sindicalista. Eso nos dio un gobierno que se hacía pasar por libertario mientras reprimía toda las libertades individuales en nombre de la libertad. Entonces, si lo que quería tu grupo era retrasar el reloj económico hasta el año 1955, digamos, sus ideas no debían de tener mucha sustancia.
Hahn parecía aburrido con esa sucesión de abstracciones.
—Usted tiene que entender que yo no estaba en los consejos ideológicos más altos —dijo.
—¿Eras sólo un economista?
—Exacto.
—¿Qué responsabilidades concretas tenías en el partido?
—Planificaba la conversión final a nuestros sistemas.
—¿Basando tus procedimientos en el liberalismo modificado de Ricardo?
—Sí, en cierto modo.
—¿Y evitando, espero, la tendencia al fascismo que aparecía en el pensamiento de Keynes? —Podríamos decir que sí —dijo Hahn, levantándose y ensayando una sonrisa rápida, vaga—. Mire, Jim, me encantaría seguir discutiendo todo esto con usted en otro momento, pero ahora tengo que irme. Ned Altman me pidió que fuera a ayudarle a hacer una danza para atraer los rayos, con la esperanza de que infunden vida a aquel montón de tierra. Así que si no le molesta…
Hahn se retiró rápidamente.
Barrett estaba más perplejo que nunca. Hahn no había «discutido» nada. Lo único que había hecho era mantener una conversación pobre, débil y evasiva, dejándose llevar de un lado para otro por las preguntas de Barrett. Y había dicho un montón de tonterías. Daba la sensación de que no sabía cuál era la diferencia entre Keynes y Ricardo, y que no le importaba, cosa rara en un supuesto economista. Parecía no saber ni remotamente qué representaba su partido político. No había protestado cuando Barrett le soltó una serie de conceptos doctrinarios deliberadamente estúpidos. Tenía tan poca preparación revolucionaria que desconocía la asombrosa broma de Hutchett once años antes.
Parecía falso de la cabeza a los pies.
¿Cómo era posible, entonces, que le hubieran encontrado suficientes méritos para mandarlo a la Estación Hawksbill? Allí sólo enviaban a los principales activistas y a los más eficaces opositores del gobierno. Sentenciar a un hombre a la Estación Hawksbill era casi como sentenciarlo a muerte, paso que no podía dar a la ligera un gobierno tan preocupado por mostrarse benévolo, respetable y tolerante.
Barrett no entendía por qué estaba allí Hahn. Parecía sinceramente angustiado por ese destierro, y era evidente que había dejado Arriba a una esposa amada, pero no había en él ninguna otra cosa que resultara convincente.
¿Sería, como había sugerido Don Latimer, algún tipo de espía?
Barrett rechazó la idea enseguida. No quería que lo afectara la paranoia de Latimer. No era nada probable que el gobierno enviara a alguien a finales del período cámbrico, en un viaje sin retorno, y sólo para espiar a un grupo de revolucionarios avejentados que nunca podrían volver a crear problemas. Entonces ¿qué estaba haciendo allí Hahn?
Habría que seguir vigilándolo, decidió Barrett. El propio Barrett se encargó de parte de esa vigilancia. Pero se ocupó de conseguir ayuda. Cuando menos, el proyecto de vigilancia de Hahn podría servir como una especie de terapia para los casos psicopáticos ambulatorios, los que eran superficialmente funcionales pero que estaban llenos de miedos y supersticiones. Podrían aprovechar esos miedos y supersticiones y jugar a los detectives, lo que mejoraría su propia imagen y ayudaría a Barrett a comprender el significado de la presencia de Hahn en la Estación.
Al día siguiente, durante el almuerzo, Barrett llevó aparte a Don Latimer.
—Anoche hablé un poco con tu amigo Hahn —dijo Barrett—. Y las cosas que me contó me parecieron un poco raras.
Latimer se animó.
—¿Raras? ¿En qué sentido?
Traté de ver qué sabía de economía y de teoría política. O no sabe nada de ninguna de las dos cosas o cree que soy tan imbécil que no necesita decir nada coherente cuando habla conmigo. En cualquier caso, es raro.
—¡Te dije que era sospechoso!
—Bueno, ahora te creo —dijo Barrett.
—¿Qué vas a hacer?
—Por ahora, nada. Así que vigílalo y trata de descubrir por qué está aquí.
—¿Y si es un espía del gobierno? Barrett negó con la cabeza.
—Tomaremos todas las medidas necesarias para protegernos, Don. Pero lo más importante es no actuar de manera precipitada. Quizá lo estamos malinterpretando, y no quiero hacer nada que vuelva incómoda nuestra convivencia. En un grupo como éste, para mantener la cohesión tenemos que evitar las tensiones antes de que ocurran. Así que no seremos nada duros con Hahn, pero lo tendremos controlado. Quiero que me informes con regularidad, Don. Vigílalo atentamente. Hazte el dormido y obsérvalo. Si fuera posible, echa una mirada a escondidas a esas notas que ha estado tomando, pero hazlo con discreción, sin que sospeche.
Latimer enrojeció de orgullo.
—Puedes contar conmigo, Jim.
—Otra cosa. Busca ayuda. Organiza un pequeño equipo para vigilar a Hahn. Ned Altman parece llevarse bien con él; ponlo también a trabajar. Busca otros, algunos de los más enfermos, que necesitan responsabilidades. Ya sabes de quienes hablo. Te pongo al frente dé este proyecto. Recluta a tus hombres y distribuye las tareas. Reúne información y después transmítemela. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dijo Latimer.
Y se pusieron a vigilar al nuevo.
El día siguiente era el quinto que pasaba Lew Hahn en la Estación. Me1 Rudiger necesitaba a otros dos hombres para ir a pescar, en reemplazo de los que habían salido con la expedición al Mar. Interior. «Llévate a Hahn», sugirió Barrett: Rudiger habló con Hahn, a quien pareció gustarle mucho la oferta.
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