—¿Estás diciendo que puede que no funcione?
—Claro que funcionará, tan seguro como que mi nombre es Apollo Belvedere Smith.
—Entonces lo utilizaré cuando vayamos de camino a la Granja. —Bey señaló el indicador de la cuenta atrás—. ¿Ves eso? Puedes mirar los resultados de tu trabajo en tiempo real si no sales de aquí antes de cuarenta segundos. La escotilla se asegura automáticamente treinta segundos antes de que se inicie el impulso. ¿Vas a venir con nosotros?
—¡Ni hablar! —Aybee saltó hacia la salida de la cabina—. Llámenos y díganos lo que consigue. Leo Manx está también ansioso.
Se marchó, pero cuando los otros dos se dirigían hacia los camastros, volvió a asomar la cabeza.
—Eh, Hombre Lobo. ¿De verdad que golpeó a esos tres tipos anoche, antes de chocar conmigo?
Bey se abrochó el cinturón, aferrando contra su pecho la bolsa de Aybee.
—Todo lo contrarío. No los toqué, pero uno me dio un golpe en las costillas, y la otra me pisó. Puedo mostrarte el hematoma.
—No se moleste. Cuando ves una pierna peluda, las has visto todas. Pero eche un vistazo a las noticias. Dicen que usted los atacó, sin previo aviso. Se marcha de aquí justo a tiempo.
Aybee también se marchó. Los dos pasajeros oyeron cerrarse la escotilla exterior apenas dos segundos antes de que la sirena anunciara que el impulsor se conectaba.
La entrega de último minuto de Aybee resultó ser una bendición. Bey había intentado entablar de nuevo conversación con Sylvia cuando se pusieron en camino, pero ella estaba obviamente inquieta por algo y después de unos minutos él sacó el casco flexible, conectó los electrodos y se colocó el aparato sobre la cabeza.
Aybee no se había molestado en darle detalles sobre las instrucciones de funcionamiento. Bey permaneció durante un rato sentado en la oscuridad, preguntándose si había olvidado conectarlo. Estuvo a punto de quitarse el casco, pero no quería enfrentarse al ansioso rostro de Sylvia. Si el aparato funcionaba como le habían dicho, debería estar concentrándose en el recuerdo más claro que tuviera del Bailarín. Fue fácil recordar aquella figura diminuta apareciendo desde la izquierda de la pantalla…
Era como cambiar de forma, pero con una diferencia. En este caso, la compulsión venía de fuera, no de su propia voluntad. Bey seguía consciente, pero no tenía control sobre nada. En su mente, el Bailarín cruzó la pantalla, se detuvo, y volvió a ponerse en marcha. Baile, pausa, ajuste, vuelta atrás, baile. Baile, pausa, ajuste, vuelta atrás, baile. Lo hizo una y otra vez, cada vez tan similar a la anterior que Bey no pudo detectar ningún cambio. Baile, pausa, ajuste, vuelta atrás. Intentó contar, mientras el acto se repetía eternamente, docenas de veces, cientos de veces, miles de veces. Baile, pausa, ajuste, vuelta atrás. Una interminable e invariable procesión de Bailarines apareciendo uno a uno ante su campo de visión, retorciéndose, volviéndose, retrocediendo de espaldas hasta perderse de vista. Se clavaban cada vez más profundamente en su cráneo, a través de la protectora envoltura de las meninges, hundiéndose en los tiernos pliegues de su cerebro, mientras él gritaba en silencio pidiendo ser liberado.
Por fin sucedió. El ciclo se rompió con sorprendente brusquedad. Bey se estremeció y recuperó la consciencia, y se encontró contemplando los asustados ojos de Sylvia Fernald. Tenía el casco en las manos.
—Lo siento. —Extendió la mano como dispuesta a tocarle la frente, pero la retiró al instante—. Estaba segura de que tenía usted problemas. Permaneció tendido durante mucho rato, y luego empezó a gemir. Temí que estuviera sintiendo dolor. ¿Iban mal las cosas?
Bey se cubrió los ojos con las manos. La luz se había vuelto demasiado brillante, y tenía un terrible dolor de cabeza.
—Yo diría que sí, pero Aybee no estaría de acuerdo. Creo que forzó demasiado la tolerancia de convergencia de su programa. Podría haberme pasado días intentando reconstruir lo que vi. Tal vez nunca lo habría conseguido. Podría haberme quedado en ese maldito bucle eternamente. De cualquier forma, ahora me encuentro bien. —Extendió la mano y cogió la mano izquierda de Sylvia, apretando lo bastante fuerte para que el acto reflejo de ella no la liberara—. Le agradezco lo que ha hecho, Sylvia. Nunca podría haberme zafado yo solo.
Lo había hecho por impulso, pero de repente se convirtió en un experimento. ¿Cómo reaccionaría ella?
Sylvia permitió el contacto durante medio segundo tal vez. Luego retiró la mano decididamente y con la derecha pulsó un interruptor en el costado del instrumento. Hubo un chasquido y un breve zumbido. Esperó un momento y tocó el panel frontal.
Bey se la quedó mirando.
—¡Sabe cómo funciona!
—Lo miré lo bastante mientras estaba usted ahí tendido. Y sabía que Aybee haría un diseño sencillo… dice que quiere que su trabajo sea como la Armada Nubáquea, concebido por un genio para ser manejado por idiotas. Sé qué botones pulsar; si eso hace de mí una experta… —Calló un momento, la mano todavía delante del panel frontal—. ¿Quiere ver si ha conseguido algo? Hay un reproductor. Podríamos conectarlo a la pantalla.
Ahora le tocó a Bey el turno de estar ansioso. Quería saber, ¿no? Después de tantos meses de preocupación… Pero también se sentía inquieto, con la misma incomodidad subliminal que había experimentado cuando supo que Mary le enviaba un mensaje desde el otro lado de la Luna.
—¿Bien? —Sylvia Fernald estaba esperando, su fino y largo dedo colocado sobre un punto del panel.
«El dedo móvil escribe, y al haber escrito sigue adelante, y ni la piedad ni la sabiduría harán que tache mi media línea…» Bey se sintió a punto de experimentar un cambio irreversible cuyo agente era aquel dedo expectante. El viejo Ornar, el fabricante de tiendas, podía estar advirtiéndole. Después de meses de aceptar al Bailarín como heraldo de la locura, tal vez Bey estaba a punto de descubrir otras posibilidades más sombrías. El conocimiento no podía ser más temible que la ignorancia.
Estaba muy cansado. Le dolía la cabeza más que nunca. Tenía la mente hecha papilla. Y permaneció allí sentado, incapaz de hablar, incapaz de asentir, contemplando aquel dedo inmóvil.
— ¿Bien? —Sylvia se impacientaba. Y no era de extrañar. ¿Qué le ocurría? Tenía que comprender. Y sin embargo se sentía sumergiéndose de nuevo en un semitrance, apartando sus pensamientos del presente…
Bey se sacudió. Fuesen o no malas noticias, tenía que saber.
Se sentó, se estremeció y asintió.
—Adelante.
La pantalla fluctuó, se oscureció y cobró vida lentamente. Hubo un salpicar de vivos colores, un caleidoscopio de imágenes superpuestas: hombres rojos corriendo, bailando, saltando, sentados con las piernas cruzadas, escapando unos encima de otros. Entonces las exposiciones múltiples se desvanecieron, y surgió una imagen. Era como Bey la recordaba, pero ahora con claros y aterradores detalles. El hombrecillo, la sonrisa de dientes afilados, la forma de andar, la voltereta hacia atrás, la sacudida de sus ágiles miembros. Los ojos magnéticos. La voz. Allí estaba la misma cantinela, creciendo al final de la frase para enmarcar una pregunta no del todo inteligible. Bey observó, escuchó y se sintió transportado a una deslumbrante revisión del pasado. Extendió la mano para volver a reproducir la secuencia. Y otra vez más. La cuarta vez, la mano de Sylvia llegó primero, y apartó la suya.
—Se acabó por ahora. —Había visto la expresión en sus ojos. Se había hundido en su propia fuga.
Bey suspiró.
—Aybee lo ha conseguido. Dijo que lo haría. Así era, ya lo sabe. Exactamente.
Читать дальше