Ursula Le Guin - El nombre del mundo es Bosque

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El nombre del mundo es Bosque: краткое содержание, описание и аннотация

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Dentro de la gran tradición literaria de las utopías y anti-utopías que se inicia en el siglo XVII,
descubre un universo dinámico y en equilibrio que se mantiene en el tiempo de acuerdo con leyes propias que no admiten la intromisión del hombre. En el planeta Athshe, el ciclo de la vida, la cultura las costumbres, los modos mentales nacen y se desarrollan en la estabilidad autónoma del cosmos.

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Pero la había valorado; desde el comienzo había distinguido a Selver como una persona extraordinaria; “Sam”, como lo llamaban antes, sirviente de tres oficiales que compartían una casa desmontable. Lyubov recordó a Benson, cómo se jactaba del excelente creechi que habían conseguido, de lo bien que lo habían adiestrado.

Muchos athshianos, especialmente los Soñadores de los Albergues, no podían alterar el ritmo policíclico que regía su sueño —reposo para amoldarlo al terráqueo. Si dormían de noche, como los terráqueos, no podían tener sueños paradójicos, REM, cuyo ciclo de ciento veinte minutos regulaba la vida diurna y nocturna de los athshianos, y no podían cumplir la jornada de trabajo terráquea. Una vez que uno ha aprendido a soñar sus sueños en el estado de vigilia total, a apoyar la salud de la mente no en el filo de navaja de la razón sino en el doble platillo, el delicado equilibrio de la razón y el sueño; una vez que uno ha aprendido eso, ya nunca puede olvidarse de cómo pensar. Muchos de los hombres parecían borrachos, confusos, y hasta catatónicos. Las mujeres, atontadas y abatidas, se comportaban con la hosca indiferencia de los recién esclavizados. Los varones no iniciados y algunos de los Soñadores más jóvenes lo toleraban mejor; se adaptaban, trabajaban duramente en los desmontes o se convertían en sirvientes diestros. Sam había sido uno de éstos, un ayuda de cámara eficiente y sin carácter, cocinero, lavandero, mayordomo, friegaespaldas y chivo emisario de tres amos. Había aprendido a hacerse invisible. Lyubov lo había pedido en préstamo como informador etnológico, y gracias a una afinidad de espíritu y de naturaleza, se había granjeado inmediatamente la confianza de Sam. Había encontrado en Sam el informador ideal, profundo conocedor de las costumbres de su pueblo, intérprete lúcido y rápido, que traducía para Lyubov, salvando el abismo entre dos lenguas, dos culturas, dos especies del género Hombre.

Por espacio de dos años, Lyubov había viajado, estudiado, llevando a cabo entrevistas y observaciones, y no había logrado dar con la llave que abriera la mente de los athshianos. Ni siquiera sabía dónde estaba la cerradura. Había estudiado los hábitos de reposo de los athshianos, llegando a la conclusión de que aparentemente no los tenían, que no dormían. Había conectado incontables electrodos a incontables cráneos verdes 31 peludos, sin que llegara a sacar nada en limpio de los trazos que le eran tan familiares, los husos y lazos, las alfas y las deltas y las thetas que aparecían en el encefalograma.

Fue Selver quien le hizo comprender, por fin, el significado athshiano de la palabra “sueño”, que era al mismo tiempo la palabra “raíz” y así puso en sus manos la llave del reino del bosque. Como sujeto de un EEG, fue en Selver donde vio claramente y por primera vez los extraordinarios ritmos de pulsión de un cerebro que entra en un estado onírico sin dormir ni estar despierto: comparar ese estado con el dormir —con —sueños de los terráqueos sería como comparar el Partenón con una choza de barro: básicamente la misma cosa pero con el agregado de complejidad, calidad y control.

¿Qué entonces, qué más?

Selver hubiera podido escapar. Se quedó, primero como criado, más tarde (gracias a uno de los pocos privilegios útiles de Lyubov como especialista) como Asistente Científico; todavía encerrado noche tras noche con los otros creechis en el corral (el Pabellón para el Cuerpo Voluntario de Mano de Obra Autóctona).

—Te llevaré en el helicóptero a Tuntar y trabajaré allí contigo —le había dicho Lyubov, la tercera o cuarta vez que habló con Selver —. Por el amor de Dios ¿por qué te quedas aquí?

—Mi esposa Thele está en el pabellón —le había contestado Selver.

Lyubov había tratado de conseguir que la soltaran, pero Thele trahilaba en las cocinas del cuartel general y los sargentos que dirijan el personal de cocina no toleraban ninguna intromisión de los “galonudos” y los “sabihondos”. Lyubov debía tener sumo cuidado, pues podían llegar a vengarse en la mujer. Ella y Selver parecían dispuestos a esperar con paciencia, hasta que pudieran escapar juntos, o los liberaran. Hombres y mujeres vivían estrictamente separados en los pabellones creechis —hecho que nadie parecía saber —y las parejas rara vez tenían la oportunidad de verse. Lyubov consiguió concertar algunas citas entre ellos en la cabaña donde vivía solo, al norte del poblado. Fue cuando Thele volvía al cuartel general de uno de esos encuentros cuando Davidson la vio y se sintió atraído al parecer por su gracia frágil y tímida. La había hecho llevar a sus habitaciones esa noche, y la había violado.

La había mando en el acto, tal vez; eso ya había ocurrido antes, como consecuencia de la disparidad Isla; o bien ella había dejado de vivir. Como algunos terráqueos, los athshianos tenían el don de un auténtico deseo de muerte, y podían dejar de vivir. En uno u otro caso era Davidson quien la había matado. Crímenes de esa naturaleza ya se habían cometido antes. Lo que no había ocurrido antes era lo que hizo Selver, el segundo día después de la muerte de su mujer.

Lyubov había llegado al lugar del enfrentamiento cuando ya estaba finalizando.

Recordaba los ruidos; él corriendo por la Calle Mayor al calor del sol; el polvo, el nudo de hombres. Todo el incidente pudo haber durado sólo cinco minutos, mucho tiempo para una lucha homicida. Cuando Lyubov llegó, Selver estaba cegado por la sangre, una especie de juguete con el que Davidson se entretenía; y sin embargo se había recobrado y volvía a atacar, no con un furor frenético, sino con una desesperación inteligente. Y seguía atacando. Y a la postre, era Davidson el que estaba enajenado, loco de furia y miedo ante esa terrible persistencia; había derribado a Selver de un revés, y se había adelantado, con la bota levantada, listo para pisotearle la cabeza. En ese preciso instante, Lyubov entró en el círculo. Consiguió detener la pelea (pues a pesar de la sed de sangre y venganza de los diez o doce hombres que miraban, ya había sido saciada con creces, y apoyaron a Lyubov cuando le ordenó a Davidson que se retirase); y desde entonces él había odiado a Davidson y Davidson le había odiado a él, por haberse inmiscuido entre el matador y su propia muerte.

Porque si el suicida es quien mata al resto de nosotros, el asesino se mata a sí mismo, aunque tiene que hacerlo una y otra y otra vez.

Lyubov había levantado a Selver, un peso ligero en sus brazos. La cara mutilada se había apretado contra la camisa de Lyubov empapándola de sangre y mojándole la piel.

Había llevado a Selver a su cabaña; le entablilló la muñeca rota, hizo todo lo que pudo por la herida, y lo acodó en su cama; noche tras noche trataba de hablarle, de llegar a él, a aquella desolación de dolor y humillación. Todo eso era, por supuesto, contrario al reglamento.

Nadie le mencionó los reglamentos. No tenían por qué. Si alguna vez había disfrutado de una cierta posición entre los oficiales de la colonia, sabía que ahora la estaba perdiendo.

Siempre había intentado estar del lado del cuartel general, cuestionando sólo los casos de brutalidad extrema contra los nativos, tratando de persuadir antes que desafiar, y de conservar en lo posible un mínimo de poder e influencia. El no podía impedir la explotación de los athshianos. Era mucho peor de lo que su entrenamiento le había permitido esperar, pero poco podía hacer al respecto aquí y ahora. Sus informes a la Administración y a la Comisión de Derechos podrían —luego del viaje circular de cincuenta y cuatro años —tener algún efecto; era posible incluso que Terra decidiese que la política de Colonia Abierta aplicada en Athshe era un craso error. Mejor cincuenta y cuatro años tarde que nunca. Si sus superiores dejaban de tolerarlo, censurarían o invalidarían sus informes, y entonces no habría ninguna esperanza.

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