Bob Shaw - Las astronaves de madera

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Han pasado veinticinco años desde que los habitantes de Land se vieron obligados a trasladarse a Overland, el planeta hermano que comparte su atmósfera, donde ahora están establecidos en pequeñas comunidades distanciadas entre sí. Contra todo pronóstico, los que se quedaron en Land han conseguido la inmunidad contra la pterthacosis, la enfermedad que forzó la emigración. Su ambicioso soberano reclama derechos sobre Overland, iniciando una guerra que amenaza la vida de los emigrantes. Toller Maraquine, el protagonista de la primera parte, es llamado para organizar una defensa desesperada al frente de una flota de satélites y aeronaves hechos de madera.

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—Muy bien, capitana; ¿qué es ese asunto de tanta importancia?

—Se me ha dicho que fue decisión suya que ninguna mujer tomara parte de los doce primeros ascensos a la zona de ingravidez. ¿Es verdad?

—Sí, es verdad. ¿Por qué?

Las cejas de Berise formaron ahora una línea continua sobre sus ojos de color intenso.

—Con los debidos respetos, milord, deseo hacer uso de mi derecho a protestar garantizado por las estipulaciones del Servicio.

—No hay estipulaciones en tiempo de guerra —Toller la miró con sorpresa—. Aparte de eso, ¿sobre qué tiene que protestar?

—Me presenté voluntaria para los trabajos de vuelo y fui rechazada, simplemente porque soy una mujer.

—Se equivoca, capitana. Si usted fuese una mujer con experiencia en pilotar una nave en la zona de ingravidez y llevar a cabo la maniobra de inversión habría sido aceptada, o al menos considerada. Si fuese una mujer con experiencia en el uso de armas o con fuerza para mover las secciones de las fortalezas habría sido aceptada, o al menos considerada. La razón por la que se ha rechazado es que no está cualificada para este trabajo. Y ahora, ¿puedo sugerir que los dos volvamos a nuestras obligaciones?

Toller se giró con brusquedad y empezó a alejarse cuando la mirada de frustración que había visto en los ojos de Berise tocó una cuerda sensible en su interior. ¿Cuántas veces en su juventud se había enojado y exasperado por tener que someterse a las reglamentaciones? Sentía un desagrado instintivo ante la idea de enviar a una mujer al frente de batalla, pero había aprendido de Gesalla que el valor no es un atributo exclusivamente masculino.

—Antes de que me vaya, capitana —dijo, frenando su marcha—, ¿por qué está tan ansiosa por subir al punto medio?

—No habrá otra oportunidad, milord, y tengo tanto derecho como un hombre.

—¿Cuánto tiempo hace que vuela en aeronaves?

—Tres años, milord.

Berise cumplía con esmero las formalidades del tratamiento, pero su expresión severa y el color encendido de su rostro demostraban claramente su furia contra él, y a Toller eso le gustó. Sentía una simpatía natural por la gente que era incapaz de disimular sus sentimientos.

—Mi decisión sobre los vuelos de montaje es irrevocable —dijo, pensando en demostrarle que los años no le habían despojado de su humanidad, que aún podía comprender las ambiciones de la juventud—. Pero cuando las fortalezas estén situadas serán frecuentes los vuelos de abastecimiento, y las tripulaciones de las fortalezas rotarán de acuerdo a un orden regular. Si puede contener su impaciencia, al menos un poco, tendrá numerosas ocasiones de probar su valor en el azul central.

—Es usted muy amable, milord.

La inclinación de Berise fue mayor de lo necesario, y su sonrisa sugería más diversión que gratitud.

«¿Me he expresado con demasiada pomposidad?», pensó, observando como se alejaba. «¿Se está riendo de mí esa joven?»

Reflexionó sobre ello un momento y después chasqueó la lengua con fastidio, al darse cuenta de lo trivial del tema que lo había apartado de sus importantes responsabilidades.

El patio de armas en la parte posterior del palacio fue elegido como lugar para el despegue, en parte porque estaba totalmente cerrado, y en parte porque así le resultaba más fácil al rey Chakkell controlar cada uno de los aspectos del proyecto de las fortalezas espaciales.

Las fortalezas eran cilindros de madera de doce metros de largo y un diámetro de cuatro metros. Cada uno de ellos había sido construido en tres secciones. Se fabricaron dos prototipos para una fase inicial, y las secciones que los componían estaban apoyadas sobre sus lados planos en el lado oeste del patio, como si fuesen tambores gigantes. Los enormes globos que debían transportarlas a la zona de ingravidez estaban ya montados, y reposaban sobre la tierra endurecida; la tripulación de tierra mantenía abiertos sus orificios, mientras los ventiladores a manivela servía para llenarlos de aire caliente. Era una técnica desarrollada en la época de la Migración, para disminuir el riesgo de dañar las envolturas de lienzo cuando los quemadores arrojasen a su interior el gas caliente.

—Sigo diciendo que es una locura que asciendas en esta fase —dijo Ilven Zavotle al atravesar el patio de armas junto con Toller—. Y aún no es demasiado tarde para nombrar un suplente.

Toller negó con la cabeza y apoyó una mano en el hombro de Zavotle.

—Aprecio tu preocupación, Ilven, pero sabes que debe hacerse así. Los tripulantes están aterrorizados, y si piensan que yo tengo miedo de subir con ellos, serían totalmente inútiles.

—¿No estás asustado?

—Tú y yo ya hemos estado antes en la zona de ingravidez, y sabemos cómo manejarnos allí.

—Las circunstancias son diferentes —dijo Zavotle, con tristeza—. Sobre todo respecto de nuestra segunda visita.

Toller le dio un empujón tranquilizador.

—Tu sistema funcionará. Apostaré mi vida en ello.

—Déjate de bromas.

Zavotle se apartó de Toller y fue a reunirse con un grupo de técnicos que esperaba para presenciar la salida. Había demostrado ser tan valioso para el proyecto de las fortalezas espaciales que, poco después de la primera reunión, Chakkell lo nombró ingeniero jefe, librando de esta forma a Toller de gran parte de su excesivo trabajo, y a él del primer ascenso. En consecuencia, Zavotle había comenzado a sentirse responsable de que su amigo se expusiera a peligros cuyo alcance apenas podía imaginar, y su desazón fue creciendo gradualmente durante los últimos días.

Toller levantó la vista al cielo, donde el gran disco de Land estaba suspendido en el cénit, y una vez más pensó que podría morir allí arriba, a medio camino entre los dos planetas. Al analizar su reacción ante aquel pensamiento, lo más inquietante era que no sentía verdadero miedo. Estaba determinado a evitar que lo mataran y a conducir la misión a un final exitoso, pero había muy poco del miedo natural de los seres humanos ante la posibilidad de que su vida se extinguiera. ¿Era porque no podía concebir que Toller Maraquine, el hombre situado en el centro de la creación, debiera sufrir el mismo destino que el resto de los mortales, o porque temía que Gesalla tuviera razón? ¿Amaba en realidad la guerra tanto como la había amado el príncipe Leddravohr? ¿Explicaba eso la desazón que había sentido durante los últimos años?

El pensamiento era perturbador y deprimente, y lo apartó de sí para concentrarse en sus deberes inmediatos. Todo el día hubo una actividad intensa alrededor de las seis secciones de las fortalezas, mientras se cargaban las provisiones y se hacían los arreglos de última hora en los motores y en el resto del material. Ahora el área estaba relativamente vacía, con sólo los equipos de lanzamiento y los tripulantes de vuelo junto a sus naves de extraño aspecto. Algunos de ellos intercambiaron palabras o miradas al ver a Toller aproximarse, sabiendo que el ascenso estaba a punto de comenzar. Los pilotos eran todos hombres maduros, seleccionados por su experiencia en el vuelo de la Migración; pero los demás eran jóvenes en su mayoría, elegidos por sus aptitudes físicas, y estaban bastante recelosos acerca de lo que iba a ocurrir. Comprendiendo sus preocupaciones, Toller aparentó tranquilidad y buen humor al llegar a la hilera de globos que se agitaban lentamente.

—Las condiciones de viento son perfectas, así que no os retendré —les dijo, elevando la voz sobre el repiqueteo y el zumbido de los ventiladores de inflado—. Sólo tengo una cosa que decir. Es algo que habéis oído ya muchas veces, pero es tan importante que vale la pena repetirlo aquí. Debéis permanecer atados a las naves durante todo el tiempo, y llevar los paracaídas permanentemente. Recordad estas reglas básicas y estaréis en el espacio tan seguros como en tierra. Y ahora emprendamos la tarea que el rey nos ha encomendado.

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