Charles Sheffield - La caza de Nimrod

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Una inteligencia artifical escapa al control de sus creadores y elabora sus propios planes sobre lo que quiere hacer, sin imporrtarle para ello el ser violenta para conseguirlo. Los humanos se unen a un grupo de razas alienígenas para trabajar juntas en la solución del problema, pero tienen muy diferentes ideas sobre cómo abordar el asunto.

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Si le dieran la oportunidad, ¿volvería? ¿Regresaría a los días de flores y juegos? Un hombre había sido el agente de todos aquellos cambios, y de la agonía del Estimulador Tolkov. Si Chan cerraba los ojos podía ver la cara ante él. Esro Mondrian tenía la culpa —¿o el crédito?— de todo lo que le había pasado.

Chan contempló la luna solitaria de Barján y meditó sobre Shikari, sobre la inteligencia, sobre Esro Mondrian, sobre sí mismo.

Cuando la chispa plateada de S'kat'lan se ponía en el polvoriento horizonte barjano, Chan había descubierto una nueva verdad. No importaba lo que sucediera aquí, no querría regresar a la antigua vida en los Gallimaufries. Fuera lo que fuera este regalo mezclado de inteligencia y autoconsciencia, lo quería.

Con ese conocimiento, la urgencia de vengarse de Esro Mondrian se suavizó. Si Mondrian se había ganado el odio de Chan, quizá también se había ganado su gratitud, ya que sus acciones habían arrastrado a Chan, reluctante y lloroso, al mundo de la responsabilidad...

Chan se sumergió en un estado mental remoto y a la vez satisfactorio. Su embelesamiento fue interrumpido de repente cuando el bulto oscuro del Remiendo se movió lentamente sobre él. Abrió los ojos y descubrió para su sorpresa que estaba amaneciendo.

—Escucha —dijo la suave voz de Shikari—. ¿Lo oyes? Es el sonido de la nave de reconocimiento. Los otros están de regreso. Lo sentimos. Nuestro momento de paz y cercanía ha terminado.

19

LA CRIPTA DE HIPERION

Medido por cualquiera de las escalas de inteligencia humana estándar, Luther Brachis formaría parte del porcentaje superior, pero él siempre consideraba este hecho como de importancia trivial. El éxito en su trabajo, decía, no era una función de la inteligencia; al menos había otras tres cualidades más críticas.

Las llamaba las tres P: persistencia, paranoia y persuasión, en ese orden. Lotos Sheldrake sostenía que la persistencia no era más que la palabra que Luther Brachis empleaba para referirse a la testarudez, y que la paranoia y la capacidad de persuasión eran impulsos contradictorios, y ante eso él, simplemente, se echaba a reír. Para Brachis, la cuarta cualidad importante, difícil de definir con una sola palabra, era la habilidad de saber cuál de las otras tres había que aplicar en cada caso.

Brachis había empezado a moverse para contrarrestar el extraño legado del margrave, antes incluso de que le suministraran atención médica tras el incidente de Adestis. Comprendió inmediatamente que había sido atacado por un Artefacto que Fujitsu había creado a su propia imagen. Lo había matado, pero podía haber docenas más. Podrían estar almacenados en cualquier parte del sistema solar, y podían no parecerse en nada al margrave..., ni siquiera tendrían por qué compartir su ADN, lo que conducía a un problema delicado y difícil: ¿cómo podría defenderse Brachis de ataques futuros?

Ahora reconocía la verdad de las palabras de Fujitsu; el brazo del otro hombre era efectivamente largo, y se extendía hacia Luther Brachis desde la tumba.

La Tierra era lo más fácil de manejar. A través del servicio de Cuarentena, Brachis tenía información de todos los individuos que partían del planeta. Resultaba sencillo emplazar rastreadores en cada uno de ellos y asegurarse de que ninguno se aproximaba a él en un radio de un kilómetro, sin disparar un sistema de alarmas.

Pero ¿y si un Artefacto estaba almacenado en cualquier otra parte? El margrave podría haber preparado otros planes para vengar su muerte. Dos zonas de almacenaje tenían que ser examinadas, y ninguna se encontraba en la Tierra; las catacumbas de Phoebe y la Gran Cripta de Hiperión.

En cuanto Brachis fue dado de alta, se dispuso a examinar las dos instalaciones. Se proponía realizar ese trabajo personalmente. Godiva intentó convencerle para que lo delegara en alguien de confianza, argumentando que todavía estaba débil, pero Brachis se negó.

—Esto requiere mi atención personal. Fujitsu no se merece menos. Ven conmigo si quieres.

Godiva se echó a temblar y rehusó hacerlo.

—Viajaré contigo, pero no bajaré a las criptas... ¡todos esos horribles semicadáveres congelados! Me hacen pensar en lo que podría haberte pasado si no hubieras escapado de Adestis justo a tiempo. Eso no es para mí, Luther.

Las catacumbas de Phoebe eran relativamente pequeñas y muy bien organizadas. Luther Brachis pudo inspeccionarlas del principio al fin en una sesión maratoniana, y se sintió aliviado de que no hubiera ninguna sorpresa acechando en ellas. Pero sabía que la Cripta de Hiperión sería otro asunto.

Los primeros exploradores del sistema medio habían ignorado a Hiperión poco más o menos. El sexto satélite mayor de Saturno era una masa de roca abultada y desigual cuyo exterior oscuro y lleno de cráteres sugería que era la superficie más antigua de todo el sistema Saturniano. No había apenas agua, pocos gases, y probablemente tampoco ningún yacimiento de minerales interesantes. Había sido un viejo explorador desencantado, Raxon Yang, en su último viaje, y antes de que sus pulmones se pudrieran, quien exploró por primera vez los cráteres creados por los meteoritos. Había descubierto una estructura peculiar en el fondo de uno de ellos, un túnel que zigzagueaba profundamente bajo la castigada superficie de aquella luna.

El viejo Raxon Yang lo siguió, cada vez más hacia abajo, pasando el punto que recomendaba la cordura y donde podía haber yacimientos útiles de metal. A siete kilómetros bajo la superficie, descubrió la cara superior del Diamante Yang.

No supo en ese momento lo que había encontrado. El túnel, en su final, tenía sólo un metro y medio de diámetro, y apenas le permitía cargar con sus instrumentos. Advirtió que era de diamante, cuando sus herramientas indicaron que sería difícil de cortar, ya en el primer intento. Yang extrajo una muestra de medio metro, todo lo que podía transportar, y se arrastró lentamente hasta la superficie. Por el camino emplazó un marcador, señalando su reivindicación, y la serie de trampas habituales. La probabilidad de que alguien más apareciera por allí en años era ciertamente mínima, pero cuesta trabajo renunciar a los viejos hábitos.

Yang regresó a Ceres. Eso sucedió en los días en que la reconstrucción del planetoide era un sueño para el futuro. Ceres estaba aún en la frontera, y era un centro de comercio violento y floreciente más allá del Cinturón de Asteroides.

Raxon Yang enseñó su muestra al grupo habitual de fulleros y tramposos que controlaban el suministro de capital. Intentaron las técnicas de costumbre: robarle la muestra, tratar de engañarle para que revelara la localización de su hallazgo, y decirle que el diamante era de calidad inferior y que no merecía la pena excavarlo. El viejo Yang ya había oído todo eso antes. Esperó. Y por fin ellos renunciaron y le dieron lo que necesitaba, a cambio de un porcentaje del cincuenta por ciento de los intereses en el hallazgo. Yang llenó los formulismos, compró equipo, contrató especialistas y se marchó a Hiperión, siguiendo una trayectoria secreta, para sacar a la luz su descubrimiento.

Y sin embargo, Yang seguía sin saber lo que había encontrado. Los análisis habían confirmado que era un diamante de lo más puro y refinado, perfectamente transparente y libre de imperfecciones y decoloraciones. Yang había expuesto los argumentos naturales a sus patrocinadores; había allí un cuerpo carbonífero que, al ser golpeado por el impacto de un planetoide que viajaba a gran velocidad, había generado calor y una presión tremenda. El resultado: el diamante.

¿Pero de qué tamaño? Yang no tenía idea. No había puesto mucho énfasis en su verborrea..., eso quedaba para sus inversionistas. Descubrió la verdad en su segundo descenso al cráter. El Diamante Yang tenía la forma aproximada de un pulpo que tuviera cincuenta tentáculos. La cabeza, a siete kilómetros por debajo de la superficie, demostró ser casi esférica en la parte superior y de poco menos de catorce kilómetros de diámetro. Los tentáculos se esparcían en todas direcciones, cada uno de ellos con medio kilómetro de anchura y de treinta o cuarenta de longitud.

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