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Orson Card: Las naves de la Tierra

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Orson Card Las naves de la Tierra

Las naves de la Tierra: краткое содержание, описание и аннотация

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El planeta Armonía, colonizado por humanos hace casi cuarenta millones de años, ha estado siempre bajo el cuidado de una inteligencia artificial: el Alma Suprema, el ordenador que todo lo sabe y todo lo protege. Pero el Alma Suprema ha envejecido y está debil. Debe volver a la lejana Tierra para recabar la ayuda del Guardián. Nafai y su familia, los elegidos del Alma Suprema, deben afrontar una larga travesía por el desierto y dirigirse, aun sin saberlo, hacia el viejo puerto espacial de Armonía que, tras cuarenta millones de años, espera, en silencio y abandonado, la orden que ha de lanzar de nuevo las viejas naves interestelares hacia su largo retorno a la Tierra. Pero no todos los expedicionarios han elegido o aceptado su exilio ni los designios del Alma Suprema. Los odios, las rivalidades y las luchas por el liderazgo hacen todavía más arduo un viaje ya de por si difícil. De nuevo Card se muestra como un maestro en la comprensión de la psicología de las personas y nos ofrece, como ya hiciera en El Juego de Ender, un interesante retrato del ser humano y de sus motivaciones. La lucha por el dominio de un pequeño grupo, los puntos de los diversos sexos, el difícil paso del matriarcado de Basílica a un patriarcado justificado por la dureza de la vida nómada son, en manos de Orson Scott Card, elementos más que suficientes para hacer de libro una narración que se recuerda con satisfacción y agradecimiento.

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—Rasa, mi querida maestra y amiga —dijo Shedemei—, antes que haya concluido este mes, Obring habrá tratado de seducirme aun a mí.

Rasa miró a Shedemei con un asombro que no pudo disimular.

—Vamos, tú no eres su…

—Su tipo es cualquier mujer que últimamente no le haya dicho que no —dijo Shedemei—. Y te advierto, nuestro grupo es demasiado pequeño para soportar la tensión sexual. Si fuéramos como mandriles, con hembras que sólo son atractivas sexualmente pocas veces, entre una preñez y otra, podríamos tener apareamientos improvisados como ellos. Podríamos soportar conflictos periódicos entre los machos, porque terminarían muy pronto y tendríamos paz el resto del año. Pero lamentablemente somos humanos, y nos relacionamos de otra manera. Nuestros hijos necesitan paz y estabilidad. Y somos demasiado pocos para aceptar homicidios.

—Homicidios —dijo Rasa—. Shedemei, ¿qué pasa contigo?

—Nafai ya ha matado a un hombre. Y tal vez sea la persona más bondadosa del grupo, con la excepción de Vas.

—El Alma Suprema le dijo que lo hiciera.

—Sí, de modo que Nafai es el único de este grupo que obedece al Alma Suprema. Los demás estarán aún más inclinados a obedecer a su propio dios.

—¿Qué dios?

—El que les cuelga entre las piernas —dijo Shedemei.

—Los biólogos tienen una visión muy cínica de los seres humanos. Hablas como si fuéramos los animales más inferiores.

—No los más inferiores. Nuestros machos no tratan de devorar a su prole.

—Y nuestras hembras no devoran a los machos —añadió Rasa.

—Aunque algunas lo han intentado.

Ambas rieron. Hablaban en voz baja, y sus camellos estaban separados de los demás, pero sus risas franquearon la distancia, y los demás se volvieron para mirarlas.

—¡No os enfadéis! —exclamó Rasa—. ¡No nos reíamos de vosotros!

Pero Elemak, que cabalgaba cerca del frente de la caravana, volvió grupas y se les aproximó con una expresión de fría cólera.

—Trata de dominarte, Rasa —dijo.

—¿Qué? ¿Mi risa fue demasiado fuerte?

—Tu risa… y tu pequeña broma. A todo pulmón. Esta brisa puede llevar una voz de mujer a kilómetros de distancia. Este desierto no está densamente poblado, pero si alguien te oye, pronto serás violada, asaltada y muerta.

Shedemei sabía que Elemak tenía razón. Era caravanero por profesión. Pero ningún hombre tenía derecho a hablarle a la dama Rasa con ese tono hiriente y socarrón.

Rasa no dio importancia al insulto implícito en la actitud de Elya.

—¿Un grupo tan numeroso como el nuestro? —preguntó con aire inocente—. Pensé que los salteadores se mantendrían alejados.

—Ellos buscan grupos como el nuestro —dijo Elemak—. Más mujeres que hombres. Viajando despacio. Con mucho equipaje. Hablando en voz alta. Dos mujeres que se alejan y se separan del resto del grupo.

Sólo entonces Shedemei comprendió cuan vulnerables eran ella y Rasa. Sintió miedo. No estaba en absoluto acostumbrada a pensar así, a pensar en evitar un ataque. En Basílica siempre estaba a salvo. En Basílica las mujeres siempre estaban a salvo.

—Y echad otro vistazo a los hombres de nuestra caravana —dijo Elemak—. ¿Cuál de ellos sería capaz de pelear para salvaros de una banda de tres o cuatro salteadores, por no hablar de una docena?

—Tú —dijo Rasa. Elemak la miró fijamente.

—En este descampado, donde ellos tendrían que mostrarse desde cierta distancia, supongo que podría. Pero preferiría no hacerlo. Así que aproximaos y callaos. Por favor.

Ese Por favor contribuyó poco a morigerar la severidad de su voz, pero eso no impidió que Shedemei decidiera obedecerle. No confiaba, como Rasa, en que Elemak pudiera protegerlas sin ayuda de una banda de merodeadores, aunque fuera pequeña.

Elemak la miró de soslayo, con una expresión que ella no supo interpretar, dio media vuelta y cabalgó con su camello hacia el frente de la pequeña caravana.

—Será interesante ver quién manda cuando lleguemos al campamento de Wetchik, si tu marido o Elemak —dijo Shedemei.

—No hagas caso de los alardes de Elya —dijo Rasa—. Será mi esposo quien mande.

—Yo no estaría tan segura. Elemak toma su autoridad con mucha naturalidad.

—Le agrada esa sensación de poder. Pero sólo sabe imponerse mediante el miedo. ¿No comprende que el Alma Suprema protege esta expedición? Si algún merodeador piensa siquiera en aproximarse, el Alma Suprema le hará olvidar la idea. Estamos tan a salvo como si estuviéramos en nuestra cama, en nuestro hogar.

Shedemei no le recordó que pocos días atrás se habían sentido muy inseguras en sus camas. Tampoco mencionó que Rasa acababa de demostrar el argumento de Shedemei: cuando pensaba en hogar y seguridad, pensaba en Basílica. El fantasma de su antigua vida en la ciudad los acecharía durante largo tiempo.

Esta vez fue Kokor quien detuvo su bestia y aguardó a que Rasa la alcanzara.

—Te has portado mal ¿eh, mamá? —dijo—. ¿El díscolo Elemak tuvo que venir a reprenderte?

La puerilidad de Kokor exasperó a Shedemei. Claro que Kokor siempre la exasperaba. Era falsa y manipuladora, y era sorprendente que sus lamentables triquiñuelas surtieran efecto con tanta frecuencia, pues de lo contrario Kokor habría encontrado nuevos recursos.

Pero, al margen de los resultados habituales de su actuación, las triquiñuelas de Kokor no surtían efecto con su propia madre.

Rasa le clavó una mirada glacial y respondió:

—Shedya y yo conversábamos en privado, querida. Lamento que hayas entendido mal y pensaras que te habíamos invitado a compartir la charla.

Kokor tardó sólo un instante en comprender, y su rostro se oscureció… ¿de furia? Luego miró desdeñosamente a Shedemei y dijo:

—Madre está decepcionada porque no he salido como tú, Shedya. Me temo que ni mi cerebro ni mi cuerpo tenían suficiente belleza interior.

Luego, torpemente, apuró el paso de su camello y se les adelantó.

Shedemei sabía que Kokor había querido insultarla, recordándole que la única belleza que ella poseería en toda su vida sería la interior. Pero hacía tiempo que Shedemei había superado su envidia adolescente por las muchachas hermosas.

Rasa parecía estar pensando lo mismo que ella.

—Es raro, ¿verdad? Los que carecen de atractivos físicos son capaces de apreciar la belleza física de los demás, pero los que sufren una mutilación moral son ciegos a la bondad y la decencia. De veras creen que no existe.

—Saben que existe, claro que sí —dijo Shedemei—. Pero nunca saben qué personas la tienen. Claro que mis actuales sentimientos no me revelarían como un dechado de belleza moral.

—¿Pensabas en el homicidio? —preguntó Rasa.

—Nada tan directo ni definitivo. Sólo deseaba que Kokor tuviera unas espantosas magulladuras en el trasero.

—¿Y Elemak? ¿Lo maldijiste con otra incomodidad?

—En absoluto. Como bien dices, no era preciso que nos hiciera obedecer por medio del miedo. Pero creo que tiene razón. A fin de cuentas, el Alma Suprema no siempre ha logrado salvarnos del peligro. No, a Elya no le guardo rencor.

—Ojalá fuera tan madura como tú, entonces. Me disgustó que me hablara con tanta arrogancia. Sé por qué lo hace, desde luego… él piensa que mi jerarquía en la ciudad constituye una amenaza para su autoridad en el desierto, así que me ha puesto en cintura. Pero debería comprender que tengo suficiente criterio para aceptar su liderazgo sin necesidad de que me humille.

—No se trata de lo que tú necesitas, sino de lo que él necesita. Y él necesita sentirse superior a ti. Llegado el caso, también yo lo necesito, anciana tonta.

Por un instante Rasa la miró horrorizada. Pero cuando Shedemei estaba por explicarle que era una broma (¿por qué nadie entendía nunca sus humoradas?), Rasa sonrió pícaramente.

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