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Orson Card: Nacidos en la Tierra

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Orson Card Nacidos en la Tierra

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En esta nueva entrega de «La Saga del Retorno», Shedemei y el Alma Suprema supervisan, ya en la Tierra, la evolución de los humanos descendientes de Nafai y Elemak y su interacción con las nuevas especies que habían evolucionado en el planeta. Surgen de nuevo los problemas de siempre: racismo, explotación, enfrentamientos tribales, etc. El recurso de la hibernación permite mantener la presencia de Shedemei y su poderoso manto de capitana en un papel que deviene mítico y, en cierta forma, bíblico. Pero el misterio sigue siendo al paradero del Guardián de la Tierra cuya presencia, pese a todo, Shedemei y el Alma Suprema creen percibir, de vez en cuando, de forma siempre sutil e imprecisa.

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Pero la respuesta de Mon no daba a Padre muchos elementos de juicio.

—¿Un sueño? —dijo el rey—. El primer rey de los nafari tenía sueños verdaderos.

—Y también su esposa —añadió Bego.

—La gran reina Luet —dijo Padre, asintiendo con un gesto de la cabeza—. Bego es sabio y nos recuerda la historia. Ambos tenían sueños verdaderos. Y también otros entre ellos. Y entre la gente del cielo, y también entre la gente del suelo, en aquellos días. Pero ésa era la edad heroica.

Mon habría querido insistir: Es un sueño verdadero. Pero ya había visto a su padre resistirse en el consejo cuando los hombres defendían su alegato repitiendo lo mismo una y otra vez. Si tenían pruebas, bien, podían hablar y eran escuchados, pero si se limitaban a machacar con lo mismo, Padre les creía cada vez menos. Así que Mon contuvo la lengua, y continuó mirando a su padre a los ojos, sin inmutarse.

Oyó que bGo le murmuraba a su otro-yo:

—Ya sé cuál será la comidilla de la semana.

—El joven tiene coraje —respondió Bego.

—También tú —dijo bGo.

En el silencio, Aronha se levantó, pero en vez de pedir Mon el oído del rey, caminó hasta detenerse detrás de su padre. Era un privilegio que sólo poseía el heredero del trono, hablar en privado con el monarca delante de los demás consejeros sin ofender, pues no era presunción que el heredero demostrara cierta intimidad con el rey.

Padre escuchó a Aronha y asintió.

—Esto se puede decir en voz alta —otorgó. Aronha regresó a su asiento.

—Conozco a mi hermano —dijo—. El no miente.

—Claro que no —dijo Monush, y Husu se hizo eco de esas palabras.

—Más aún —dijo Aronha—, Mon nunca afirma saber lo que no sabe. Cuando no está seguro, lo dice. Y cuando está seguro, siempre tiene razón.

Mon sintió un cosquilleo al oír semejantes palabras de labios de su hermano. Aronha no sólo lo defendía, sino que hacía una afirmación tan osada que Mon sintió miedo por él. ¿Cómo podía afirmar semejante cosa?

—Bego y yo lo hemos notado —dijo Aronha—. ¿Por qué creéis que Bego arriesgó su puesto de comensal para introducir las palabras de Mon? Ni siquiera Mon se da cuenta de ello. En general está inseguro de sí. Es fácil de persuadir; nunca discute. Pero cuando sabe algo de veras, jamás se retracta, por mucho que discutamos. Y cuando se mantiene en sus trece de esa manera, como bien sabemos Bego y yo, nunca se equivoca. Ni siquiera una vez. Yo apostaría mi honor y la vida de hombres capaces a la verdad de lo que él dice hoy. Aunque creo que el sueño no es de Mon, si él dice que es un sueño verdadero y que se trata de los zenifi, entonces sé que es la verdad tal como si viera al viejo Zenif con mis propios ojos.

—¿Por qué crees que el sueño no es de Mon? —preguntó Padre, con repentina cautela.

—Porque él no dijo que lo fuera —dijo Aronha—. Si lo fuera, él lo habría dicho. No lo dijo, así que no lo es.

—¿De quién fue el sueño? —preguntó el rey.

—De la hija de Toeledwa —respondió Mon.

De inmediato estalló un alboroto, en parte porque Mon había osado mencionar el nombre de la difunta reina en una celebración, pero sobre todo porque había llevado las palabras de una mujer a la mesa del rey.

—¡Aquí no habríamos oído esa voz! —exclamó uno de los viejos capitanes.

Padre alzó las manos y todos callaron.

—Tienes razón, aquí no habríamos oído esa voz. Pero mi hijo cree que el mensaje de esa voz debía oírse, así que se atrevió a traerlo, y Ha-Aron ha manifestado su creencia en ello. Lo único que debemos preguntarnos en este consejo es qué haremos, ahora que sabemos que los zenifi nos piden ayuda.

De inmediato se abordaron cuestiones en las que Mon no sería consultado, y se sentó a escuchar. No se atrevía a mirar a nadie, por temor a romper la disciplina y mostrar una sonrisa de alivio, de gratitud por ser sólo un niño, el segundogénito.

Husu se oponía a que gente del cielo arriesgara la vida para rescatar a los zenifi; en vano Monush argumentó que la primera generación, la que había rechazado toda asociación humana con los ángeles, ya había muerto a esas alturas. Mientras discutían aquel tema, con la participación de otros consejeros, Mon se arriesgó a mirar a su hermano. Para su consternación, Aronha lo miró directamente, con una sonrisa. Mon movió la cabeza para ocultar su propia sonrisa, pero en ese momento fue más feliz que nunca en su vida.

Luego se volvió hacia Bego, pero fue bGo quien le susurró:

—¿Y si mueren cien hombres por este sueño de Edhadeya?

Las palabras apuñalaron a Mon en el corazón. No había pensado en ello. Enviar un ejército a territorio elemaki, por largos y angostos desfiladeros donde a cada momento era posible una emboscada, resultaba una temeridad; pero el consejo de guerra no se preguntaba si correrían el riesgo, sino quién encabezaría la expedición.

—No arruines el triunfo del niño —murmuró Bego—. Nadie obliga a los soldados a ir. Él ha dicho la verdad, y con osadía. Honor a él. —Bego alzó su copa de vino con especias.

Mon sabía que debía alzar su copa de vino doblemente rebajado.

—Fue tu voz la que abrió las puertas, Ro-Bego. Bego bebió, frunciendo el ceño.

—No me vengas con tus títulos de persona media, niño. bGo sonrió, una expresión rara en él.

—Mi otro-yo está sumamente complacido —dijo—. Debes disculparlo, porque eso siempre lo amarga. Padre propuso una solución intermedia.

—Que los espías de Husu custodien a los soldados humanos de Monush hasta que encuentren un paso que les permita sortear los puestos elemaki. Por lo que sabemos, hay caos entre los reinos de la tierra de Nafai, y tal vez una incursión sea más segura que de costumbre. Cuando Monush cruce la frontera, los espías se quedarán allí a esperar su regreso.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó Husu.

—Ochenta días —dijo Monush.

—Es la temporada de las lluvias en las serranías —dijo Husu—. ¿Debemos congelarnos o morirnos de hambre? ¿Cuál es el plan?

—Mantén cinco hombres allí durante diez días —dijo el rey—. Luego otros cinco, y otros más, de diez días en diez días.

Monush alzó la mano izquierda para manifestar su acuerdo. Husu alzó el ala izquierda, pero aun así masculló:

—Rescatar a esos racistas inútiles… sí, sin duda vale la pena. Mon se sorprendió de que Husu pudiera hablar con tanta insolencia.

—Entiendo el rencor que la gente del cielo siente por los zenifi —dijo Padre—. Por eso no me ofende que te mofes al aceptar mi propuesta.

Husu inclinó la cabeza.

—Mi rey es más benévolo de lo que su servidor merece.

—Es la pura verdad —murmuró bGo—. Algún día Husu irá demasiado lejos y todos pagaremos por ello.

El «todos» debía de aludir a toda la gente del cielo, pensó Mon. Era inquietante pensar que alguien pudiera responsabilizar a todo el pueblo del cielo por la impertinencia de Husu.

—Eso no sería justo —dijo Mon. bGo rió entre dientes.

—Escucha, Bego, dice que no es justo… como si eso significara que no puede ocurrir.

—En lo más íntimo del corazón de todo hombre humano —susurró Bego—, la gente del cielo no es más que un hatajo de bestias impertinentes.

—Eso no es cierto —protestó Mon—. ¡Te equivocas! Bego lo miró divertido.

—Yo soy humano, ¿verdad? —preguntó Mon—. Y en lo más íntimo de mi corazón los ángeles son el pueblo más bello y más esplendoroso de todos.

Mon no había gritado, pero la intensidad de sus palabras había acallado otras voces. En el repentino silencio, comprendió que todos le habían oído. Vio la sorprendida expresión de su padre y se ruborizó.

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