James Morrow - Remolcando a Jehová

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Remolcando a Jehova

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—¿Que deberíamos poner a Dios en hielo antes de que su cerebro muera?

—Exacto. Personalmente, creo que el Papa está siendo demasiado optimista.

Un destello misterioso pero totalmente razonable se apoderó de Van Horne, la luminiscencia inevitable de un hombre al que le han dado la oportunidad de salvar el universo.

—No obstante, si no está siendo demasiado optimista —dijo el capitán, con un ligero temblor en la voz—, ¿cuánto tiempo…?

—El ordenador del Vaticano quiere que crucemos el círculo polar ártico el dieciocho de agosto a más tardar.

Van Horne se trincó el resto de su cerveza.

—Maldita sea, ojalá tuviéramos el Val ahora. Zarparía con la marea de la mañana, con o sin tripulación.

—Su barco llegó al puerto de Nueva York anoche.

El capitán tiró la botella vacía sobre la bobina de AT T.

—¿Está aquí? ¿Por qué no me lo había dicho?

—No sé por qué. Lo siento. —Thomas recogió las fotos y las volvió a meter en la Biblia. Sabía perfectamente por qué. Era una cuestión de poder y control, una cuestión de convencer a este hombre extraño y obsesionado por el petróleo de que la Santa Madre Iglesia, no Anthony Van Horne, llevaba la voz cantante—. Muelle ochenta y ocho…

Con un frenesí de movimiento, el capitán se puso unas gafas de espejo y una gorra con visera de John Deere de talla única.

—Discúlpeme, padre. Tengo que ir a ver mi barco.

—Es tardísimo.

—No es necesario que venga.

—Sí lo es.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—Porque el vapor Carpco Valparaíso está actualmente bajo jurisdicción vaticana —Thomas ofreció una sonrisa larga y vaga al capitán, que fruncía el ceño—, y nadie, ni siquiera usted, puede subir a bordo sin mi permiso.

En su vida y viajes, Anthony Van Horne había visto el Taj Mahal, el Partenón y a su ex novia Janet Yost sin ropa, pero nunca había contemplado una vista tan hermosa como el Carpco Valparaíso reconstruido, elevándose vacío en las aguas iluminadas por la luna junto al muelle 88. Soltó un grito ahogado. Hasta aquel momento exacto y mágico, no había creído del todo que aquella misión fuera real. Sin embargo, allí estaba, en efecto, el viejo y suave Val, atado al embarcadero por media docena de amarras de dacrón, dominando el puerto de Nueva York con toda la desproporción absoluta de una barca de remos en una bañera.

En algunos momentos poco habituales, Anthony pensaba que entendía la antipatía general hacia los transportadores de crudo ultra grandes. Un barco así no tenía arrufo, no había ninguna inclinación suave y ascendente en sus contornos, no tenía caída ni nada del ángulo sutil del mástil y la chimenea con el que los buques de carga tradicionales rendían homenaje a la Era de la Navegación. Con su tonelaje apabullante y su manga amplia, un transportador de crudo ultra grande no surcaba las olas; las oprimía. Barcos grandiosos, barcos monstruosos —pero le parecía que se trataba precisamente de eso: su majestuosidad tremenda, su glamour lento y pesado, la forma en que surcaban el planeta como yates diseñados para proporcionar cruceros de vacaciones para rinocerontes—. Estar al mando de un transportador de crudo ultra grande, caminar por sus cubiertas y sentirlo vibrar debajo de ti, amplificándote la carne y la sangre, era un gesto grandilocuente y desafiante, como mearse sobre un rey o tener tu propia organización terrorista internacional o guardar una cabeza termonuclear en el garaje.

Fueron hasta ella en una lancha llamada la Juan Fernández, pilotada por un miembro del servicio secreto vaticano, un sargento con aspecto de oso y cabello blanco desgreñado y una Colt .45 apretada y calentita contra la axila. Las luces brillaban en todas las plantas de la superestructura de la popa, las siete plantas culminaban en una congestión de antenas, chimeneas, mástiles y banderas. Anthony no estaba seguro de cuál de los estandartes actuales le inquietaba más: el símbolo de las llaves y la tiara del Vaticano o el famoso logo del estegosaurio de la Compañía Caribeña de Petróleo. Decidió que lo primero que haría sería pedirle a Marbles Rafferty que arriara la bandera de Carpco.

Mientras la lancha se deslizaba junto a la popa del Valparaíso, Anthony agarró la escala de Jacob y empezó a ascender a la cubierta de barlovento, con el padre Ockham justo detrás. Tenía que decir algo de este sacerdote fanático del control: el hombre tenía valor. Ockham subió por la pared lateral con un aplomo perfecto, una mano en el maletín, la otra en los travesaños, como si hubiera estado subiendo escaleras de cuerda toda la vida.

El aparejo de remolque recién instalado se alzaba nítidamente frente a los edificios de Jersey City perfilados contra el horizonte: dos cabrestantes poderosos atornillados a la cubierta de popa como un par de rollos de pianola gigantescos, enrollados no con amarras corrientes sino con cadenas muy resistentes, con eslabones tan gruesos como cámaras de rueda. Al final de cada cadena había un ancla enorme, veinte toneladas de hierro, un ancla para pescar una ballena, atar un continente, amarrar la luna.

—Está viendo una obra muy elaborada. —Ockham abrió el maletín y sacó una lista de control rosa cuadriculada sujeta a una tablilla con sujetapapeles de Masonite—. Las anclas las trajeron en ferrocarril desde Canadá, los motores llegaron en avión desde Alemania, los cabrestantes los importaron de Bélgica. Los japoneses nos vendieron las cadenas baratísimas, hicieron una oferta un diez por ciento más baja que USX.

—¿Pidieron ofertas para todo esto?

—La Iglesia no es una institución lucrativa, Anthony, pero sabe lo que vale un dólar.

Entraron en el ascensor y subieron tres pisos hasta la cubierta del administrador de la cocina. La cocina principal estaba abarrotada. Mujeres entusiastas, robustas y con aspecto de ser competentes, vestidas con tejanos y camisas de trabajo caquis, iban y venían por la gran cocina de acero inoxidable, llenando los congeladores y las neveras de provisiones: envases de helado, ruedas de queso, tablas de jamón, medias reses, sacos de cereales Cheerios, barriles de leche, reservas de aceite para ensalada selladas en bidones de 200 litros como gran parte del crudo de Texas. Un montacargas de horquilla Toyota alimentado con propano pasó dando resoplidos, el cuerpo naranja salpicado de herrumbre, las horquillas sosteniendo una tarima con un montón enorme de cajones de huevos frescos.

—¿Quién demonios son esta gente? —preguntó Anthony.

—Estibadores del Vaticano —explicó Ockham.

—A mí me parecen mujeres.

—Son carmelitas.

—¿Qué?

—Monjas carmelitas.

En el centro de la cocina estaba el corpulento Sam Follingsbee, con un delantal blanco y supervisando el caos como un policía dirigiendo el tráfico. Al ver a sus visitantes, el cocinero se acercó, caminando como un pato, y les saludó levantándose el sombrero grande y flexible con pinta de bollo de nata.

—Gracias por la recomendación, señor —Follingsbee agarró firmemente la mano de su capitán—. Necesitaba este barco, en serio —balanceando el vientre imponente hacia el sacerdote, preguntó—, ¿padre Ockham, verdad? —Ockham asintió con la cabeza—. Padre, estoy confuso, ¿cómo es que un viaje horrible de Carpco se merece los servicios de todas estas hermanas encantadoras, por no decir nada de usted?

—Éste no es un viaje de Carpco —dijo Ockham.

—Entonces, ¿qué pasa?

—Cuando estemos en alta mar, las cosas quedarán más claras. —El sacerdote tamborileó con los dedos huesudos sobre la lista de control—. Ahora yo haré una pregunta. El viernes presenté una solicitud para mil hostias de comulgar. Se parecen un poco a fichas de póquer…

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