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James Morrow: Remolcando a Jehová

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James Morrow Remolcando a Jehová

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—¿Qué verdad?

—Eres culpable, Anthony Van Horne.

—Nunca dije lo contrario.

—Culpable —repitió Rafael, dándose un puñetazo en la palma de la mano como un juez blandiendo un martillo—. Pero más allá de la culpabilidad está la redención, o eso dicen. —El ángel se metió los dedos bajo las plumas del ala izquierda y se calmó un picor—. Cuando hayas terminado la misión, buscarás a tu padre.

—¿A papá?

El ángel asintió.

—A tu distante, caprichoso e infeliz padre. Le dirás que hiciste el trabajo. Y entonces, y esto te lo prometo, entonces recibirás la absolución que te mereces.

—Yo no quiero su absolución.

—Su absolución —dijo Rafael—, es la única que cuenta. La sangre es más densa que el petróleo, capitán. Los ganchos de ese hombre están clavados en ti.

—Me puedo absolver yo mismo —insistió Anthony.

—Ya lo has intentado. Las duchas no lo consiguen. La fuente de Cuxa no lo consigue. Nunca te verás libre de la Bahía de Matagorda, el petróleo nunca te dejará, hasta que Christopher Van Horne te mire a la cara y diga: «Hijo, estoy orgulloso de ti. Le llevaste a su tumba».

Un frío repentino recorrió el claustro de Cuxa. A Anthony se le puso de carne de gallina, los bultitos le cubrían la piel desnuda como bálanos colonizando el casco de un petrolero. Se agachó sobre el estanque y sacó la pluma que flotaba. ¿Qué sabía sobre Dios? Quizá Dios sí tenía sangre, bilis y todo lo demás; quizá sí podía morir. Los profesores de catequesis dominical de Anthony, promotores de una fe tan vaga y genérica que era imposible imaginar a nadie rebelándose contra ella (no hay presbiterianos de Wilmington que hayan dejado de practicar), nunca habían planteado tales posibilidades. ¿Quién podía decir si Dios tenía cuerpo?

—Papá y yo no nos hemos hablado desde Navidad. —Anthony se pasó la pluma suave y mojada por los labios—. Lo último que supe fue que él y Tiffany estaban en España.

—Entonces allí es donde le encontrarás.

Rafael se tambaleó hacia adelante, extendió las manos heladas y se desplomó en los brazos del capitán. El ángel era sorprendentemente pesado, extrañamente rollizo. Qué raro era el universo. Más raro de lo que Anthony había imaginado jamás.

—Enterrarle…

El capitán estudió el cielo tachonado de estrellas. Pensó en su sextante favorito, el que su hermana le había dado cuando se licenció por la Escuela Marítima de Nueva York, un facsímil perfecto del maravilloso instrumento con el que, casi dos siglos antes, Nathaniel Bowditch había corregido y enmendado todos los mapas del mundo. Además, el aparato funcionaba, distinguía Polaris en un instante, filtraba el resplandor de Venus, cribaba al ribeteado Júpiter de las nubes. Anthony nunca navegaba sin él.

—Tengo un sextante exacto y hermoso —le dijo Anthony a Rafael—. Nunca se sabe cuándo se estropeará el ordenador —añadió el capitán—. Nunca se sabe cuándo habrá que gobernarse por las estrellas —dijo el capitán del Valparaíso, con lo cual el ángel sonrió dulcemente y exhaló el último suspiro.

La luna adquirió una blancura misteriosa, recorriendo el cielo como el cráneo de Dios mientras, poco antes del amanecer, Anthony cruzaba el parque Fort Tryon hacia el oeste, acarreando el cuerpo de Rafael Azarías, que se estaba poniendo rígido, lo pasaba por encima del muro de contención y lo lanzaba boca abajo a las aguas frías y contaminadas del río Hudson.

Sacerdote

Thomas Wickliff Ockham, un buen hombre, un hombre que amaba a Dios, las ideas, los clásicos del cine y a sus hermanos de la Sociedad de Jesús, zigzagueaba por el local abarrotado de la Séptima Avenida, haciendo pasar su maletín con cuidado entre la aglomeración de pelvis y traseros. En la pared del otro extremo le llamaba un mapa, una red intrincada de líneas multicolores, como la palma de la mano nervada y sangrante de un Cristo cubista. Al llegar hasta él, se puso a trazar su recorrido. Se bajaría en la calle Cuarenta y dos. Cogería el tren N en dirección sur hasta Union Square. Caminaría hacia el este por la Catorce. Encontraría al capitán Anthony Van Horne de la Marina Mercante brasileña, zarparía en el vapor Carpco Valparaíso y enterraría un cadáver imposible.

Se sentó entre un coreano arrugado que tenía una maceta con un cactus en la falda y una mujer negra atractiva que llevaba un vestido hinchado de premamá. Para Thomas Ockham, la red del metro de Nueva York era una antesala del Reino: asiáticos codeándose con africanos, hispanos con árabes, gentiles con judíos, sin fronteras, todas las demarcaciones borradas, todos los hombres unidos a la Iglesia Universal e Invisible, el Cuerpo Místico de Cristo, aunque si la media docena de fotos brillantes que había en el maletín de Thomas decían la verdad, entonces, por supuesto, no había ningún Reino, ningún Cuerpo Místico, al estar muertos Dios y sus dimensiones varias.

Italia había sido diferente. En Italia todo el mundo tenía el mismo aspecto. Todos le habían parecido italianos…

La Iglesia se enfrenta a una crisis grave: así empezaba la petición críptica de la Santa Sede, una misiva oficial del Vaticano que salía del fax del departamento de física de la Universidad de Fordham. ¿Pero qué clase de crisis? ¿Espiritual? ¿Política? ¿Financiera? La misiva no lo decía. Grave, obviamente, lo bastante grave como para que la Sede insistiera en que Thomas cancelara sus clases de la semana y tomara el vuelo de medianoche a Roma.

Al coger un taxi en el aeroporto, le dijo al conductor que le llevara directamente a la Gesù. Ser un jesuíta en Roma y no recibir la comunión en la iglesia madre de la sociedad era como ser un físico en Berna y no visitar la oficina de patentes. En efecto, durante su último viaje al Conseil Européen pour la Recherche Nucléaire de Génova, Thomas se había tomado un día libre y había hecho la peregrinación al norte indicada y, al final, se había arrodillado ante la misma mesa de palisandro en la que Albert Einstein había escrito el gran artículo de 1903, La electrodinámica de los cuerpos en movimiento, aquel matrimonio de inspiración divina de luz y materia, de materia y espacio, de espacio y tiempo.

De modo que Thomas bebió la sangre, consumió la carne y salió para el hotel Ritz-Reggia. Media hora después, estaba en el suntuoso vestíbulo estrechándole la mano al cardenal Tullio Di Luca, el secretario de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios del Vaticano.

Monsignor Di Luca no estaba muy hablador. Flemático como la luna y con el rostro no menos marcado y sombrío, invitó a Thomas a cenar en el elegante ristorante del Ritz-Reggia, donde su conversación nunca fue más allá de los escritos de Thomas, sobre todo de La mecánica de la gracia de Dios, su reconciliación revolucionaria de los físicos postnewtonianos con la Eucaristía. Cuando Thomas miró a Di Luca directamente a los ojos y le preguntó sobre la «crisis grave», el cardinale contestó que su audiencia con el Santo Padre sería a las nueve de la mañana en punto.

Doce horas después, el desconcertado sacerdote salió tranquilamente del hotel, cruzó el patio de San Damasco y se presentó a un maestro di camera con penacho en la soleada antecámara del palacio del Vaticano. Di Luca apareció al instante, tan adusto a la luz matutina como bajo los candelabros del Ritz-Reggia, acompañado por el célebre secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Eugenio Orselli, menudo, dinámico y con sombrero rojo. Uno al lado de otro, los clérigos cruzaron la puerta doble del estudio papal. Thomas hizo una pausa breve para admirar a la guardia suiza con sus picas de acero reluciente. Roma sabía lo que se hacía, decidió. Así era, la Santa Sede estaba en guerra, saliendo siempre al campo contra todos aquellos que querían reducir a los seres humanos a meros simios ambiciosos, a pedazos de protoplasma afortunados, a máquinas excepcionalmente inteligentes y complejas.

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