James Morrow - Remolcando a Jehová

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Remolcando a Jehova

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Una recreación auténtica del histórico viaje de Charles Darwin realizado en una réplica exacta de su barco: «qué concepto tan maravilloso para un crucero —había pensado al leer el folleto—, una especie de vacaciones del Club Med para racionalistas.» Durante todo el vuelo a Inglaterra, Cassie se había imaginado presentando un informe a sus amigos de la Liga de la Ilustración de Central Park Oeste, proyectando con orgullo sus diapositivas en color de 35 mm de los pinzones y de los lagartos autóctonos de las islas Galápagos (pensaba sacar unos cincuenta carretes de fotos), descendientes de las mismas bestias de cuyas anatomías Darwin había deducido que la Creación provenía no de la mano de Dios Todopoderoso sino de algo muchísimo más interesante —y continuó entregándose a fantasías alentadoras como aquella cuando, el 12 de junio, el Beagle II partió del puerto Charlestown, en Cornualles, con los veinticuatro camarotes atestados de una insólita colección de profesores de biología, naturalistas de sillón y universitarios mimados que no habían completado sus estudios y a los que sus padres exasperados estaban deportando—. El itinerario ideado por Aventuras Marítimas, S.A. hacía que el Beagle II siguiera la ruta exacta de Darwin, con la excepción de una media vuelta en Joas Pessoa para aprovecharse del canal de Panamá y ahorrarse siete meses. Una vez hubieran explorado las Galápagos, un avión con motor a reacción saldría de Guayaquil para llevarles de regreso a Inglaterra.

Nunca pasaron del ecuador. El huracán Beatrice no se limitó a hundir el Beagle II, lo desgarró como uno de los estudiantes de segundo curso de Cassie al diseccionar un cazón. Mientras el barco se hundía, Cassie se encontró sola en un mar glacial, aferrada a un palo y con su toalla de Betty Boop en la mano, asimilando amargamente el hecho de que entre las estratagemas por medio de las cuales Aventuras Marítimas mantenía el viaje organizado a las Galápagos por debajo de los mil dólares por persona estaba la eliminación de balsas y chalecos salvavidas y de pilas de reserva para la radio de onda corta. Sólo por un milagro de la casualidad logró pescar entre los restos flotantes un transmisor receptor que funcionaba con una manivela y subirse a bordo del bote neumático errante del Beagle.

—En dirección al este… última latitud conocida, dos grados al norte… última longitud conocida, treinta y siete al oeste… que alguien me ayude.

Inexorable y malicioso, el sol salió: su enemigo de un solo ojo, un depredador tan peligroso como cualquier tiburón. La toalla de Betty Boop la protegía de los rayos, pero la sed pronto se volvió intolerable. La tentación de hundir la taza de Elvis en el océano y beber era casi irresistible, aunque como bióloga sabía que eso sería fatal. Sí consumía medio litro de agua del mar, junto con esos veinticinco centímetros cúbicos de H2O ingeriría también una cantidad de sal mucho mayor de la que necesitaba el cuerpo. Si repetía, los riñones ya tendrían suficiente H2O para procesar la sal del primer medio litro, pero no el suficiente para procesar la sal del segundo medio litro. Si bebía una tercera vez… etcétera, etcétera, y nunca podría llevar la delantera. Inevitablemente, los riñones se volverían imperialistas y le robarían el agua a los otros tejidos. Se secaría, cogería fiebre, moriría.

—Ayúdenme —gemía Cassie, girando con mucho dolor la manivela del transmisor receptor—. Ultima latitud conocida, dos al norte… longitud, treinta y siete al oeste… agua… agua… No se lo pediré a gritos a Dios —juró—. No rezaré por que me libere.

De pronto aparecieron las Rocas de Saint Paul, seis agujas de granito que se alzaban del ecuador como estalactitas acuáticas, los picos escarchados con montículos cada vez más altos de excrementos de aves marinas. Por un instante saboreó la poesía peculiar del momento. El 12 de febrero de 1832 el Beagle original había anclado en ese mismo lugar. «Al menos desapareceré a la sombra de Darwin —pensó—. Al menos le he seguido hasta el final.»

Al anochecer, Cassie había arribado, maniobrando el bote neumático contra el lado de sotavento del islote. Con el transmisor receptor en la mano y la toalla de Betty Boop echada sobre el hombro, se encaramó a la aguja más alta, la piedra pómez recortada le rasgaba las manos y restregaba las rodillas. Una lata helada de Coca-Cola light flotaba en el aire justo fuera de su alcance; una jarra gélida de limonada le hacía señas desde un peñasco vecino; un géiser glacial arrojaba ponche hawaiano hacia el cielo desde una charca formada por la marea. Al alcanzar la cima, se irguió, con la toalla cayéndole por la espalda como la capa de un monarca. Era todo suyo, el pequeño y espantoso archipiélago entero. Su Alteza Real Cassie Fowler, emperatriz de Guano.

Los viajeros se abatían, un escuadrón tras otro, cormoranes descarados se posaban en sus hombros, alcatraces atrevidos le picoteaban el pelo. A pesar de todo, el terror y la miseria, se encontró deseando que sus estudiantes pudiesen ver aquellos pájaros; estaba dispuesta a dar una clase sobre la familia Sulidae en general y sobre el alcatraz patiazul en particular. El patiazul era un pájaro con visión. Mientras que su primo de calzado rojo ponía los huevos en un nido convencional construido cerca de la copa de un árbol, el patiazul utilizaba la imagen de un nido, una abstracción elegante que creaba formando un círculo con un chorro de guano en el suelo. A Cassie le encantaba el alcatraz patiazul, no sólo por su política (los machos hacían la parte que les correspondía de la empolladura y del cuidado de los polluelos), sino también porque ahí había una criatura para la que las distinciones entre vida, arte y mierda eran menos obvias de lo que todos suponían.

Por todos lados se interpretaban los crudos ritmos darwinianos: cangrejos comiendo plancton, alcatraces devorando cangrejos, peces grandes alimentándose de peces pequeños, una orgía eterna de muerte, festín, digestión y eliminación. Cassie nunca se había sentido tan conectada con la salvaje verdad evolucionista. Allí estaba la Naturaleza, la Naturaleza real, de pinzas rojas, de caca blanca, despojada de todo sentimiento rousseauniano, rapsódica como un herpes, romántica como una infección de levadura.

Con las últimas fuerzas que le quedaban ahuyentó a los pájaros, luego se agachó, como Job, entre el guano. Irónicamente, entre las obras de teatro que había escrito, su favorita, Historias bíblicas para adultos, n° 46: El culebrón, era una continuación audaz de Job. Dos mil años después de que Dios le torturara, intimidara y sobornara, el héroe regresa al estercolero para la revancha.

Su lengua era una piedra. Cassie estaba demasiado seca para llorar. No sucumbiré a la fe, juró, mirando fijamente al otro lado del mar vasto y anónimo.

En las trincheras no hay ateos. «Socorro», dijo Cassie con voz áspera, girando la manivela del transmisor receptor. «Por favor. Ayúdenme. El Beagle era un nombre estúpido para un barco», refunfuñó. «Los beagles son sabuesos, no barcos. Socorro. Por favor, Dios, soy yo», murmuró la darwinista que había dejado de practicar. «Soy Cassie Fowler. Las Rocas de Saint Paul. Los beagles son sabuesos. Por favor, Dios, ayúdame.»

4 de julio.

El cumpleaños de nuestra hermosa república. Latitud: 20°9’N. Longitud: 37°15’O. Rumbo: 170. Velocidad: 18 nudos. Distancia recorrida desde Nueva York: 1.106 millas náuticas.

Si no supiera que no es así, diría que Jehová mismo había enviado aquel huracán. No sólo sobrevivimos, sino que nos llevó 184 millas a 40 nudos y ahora llevamos casi un día de adelanto según lo previsto.

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