Paolo Bacigalupi - La chica mecánica

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Premios Hugo, Nebula, Locus (Primera Novela) Y John W. Campbell Memorial 2010.
Bienvenidos al siglo XXII. Anderson Lake es el hombre de confianza de AgriGen en Tailandia, un reino cerrado a los extranjeros para proteger sus preciadas reservas ecológicas. Su empleo como director de una fábrica es en realidad una tapadera. Anderson peina los puestos callejeros de Bangkok en busca del botín más preciado para sus amos: los alimentos que la humanidad creía extinguidos. Entonces encuentra a Emiko… Emiko es una «chica mecánica», el último eslabón de la ingeniería genética. Como los demás neoseres a cuya raza pertenece, fue diseñada para servir. Acusados por unos de carecer de alma, por otros de ser demonios encarnados, los neoseres son esclavos, soldados o, en el caso de Emiko, juguetes sexuales para satisfacer a los ricos en un futuro inquietantemente cercano… donde las personas nuevamente han de recordar qué las hace humanas.

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Kip sale de la piscina y deja el montón de papeles empapados en el regazo del doctor. Este hace un gesto y el ladyboy empieza a empujar la silla hacia la puerta de la mansión. El doctor le indica a Kanya que lo siga.

– Vamos. Será solo un momento.

El doctor examina uno de los portaobjetos con los ojos entrecerrados.

– Me sorprende que creáis que se trata de una mutación inerte.

– Solo se han dado tres casos.

Gibbons levanta la cabeza.

– Por ahora. -Sonríe-. La vida es un algoritmo. Dos se convierte en cuatro, cuatro en diez mil, diez mil en una epidemia. Puede que toda la población esté contagiada y no nos hayamos dado cuenta. Puede que esta sea la etapa final. Terminal sin síntomas, como el pobre Kip.

Kanya mira al ladyboy de reojo. Kip sonríe con delicadeza. En su piel no se aprecia nada. Su cuerpo no presenta ninguna señal. Si se está muriendo no es por culpa de la enfermedad del doctor. Y sin embargo… Kanya retrocede un paso involuntariamente.

El doctor sonríe.

– No pongas esa cara de preocupación. Tú padeces el mismo mal. Después de todo, la vida es mortal de necesidad. -Se asoma al microscopio-. No es un gorgojo independiente. Se trata de otra cosa. Tampoco es roya. No se aprecia la firma de AgriGen. -De pronto, pone cara de contrariedad-. Esto no me interesa. No es más que un error estúpido. Indigno de mi intelecto.

– ¿Y eso es bueno?

– Las plagas accidentales matan igual que las demás.

– ¿Hay alguna manera de ponerle freno?

El doctor coge una corteza de pan cubierta de moho verdoso y la observa con atención.

– Hay muchos hongos beneficiosos para la salud. Y otros tantos que resultan perjudiciales. -Le ofrece el trozo de pan a Kanya-. Pruébalo.

Kanya da un paso atrás. Gibbons sonríe de nuevo y da un bocado. Vuelve a ofrecérselo.

– Confía en mí.

Kanya se niega y se obliga a no sucumbir a la superstición y a musitar alguna plegaria implorando suerte y purificación a Phra Seub. Se imagina al hombre santo sentado encima de una flor de loto. Esforzándose por no responder a las provocaciones del doctor, acaricia sus amuletos.

El doctor pega otro mordisco. Sonríe mientras una miga rueda por su barbilla.

– Si lo pruebas, te garantizo que obtendrás una respuesta.

– Jamás aceptaría nada de tu mano.

El doctor se ríe.

– Ya lo has hecho. Todas las vacunas que te pusieron de pequeña. Todas las inoculaciones. Todas las dosis de refuerzo. -Vuelve a ofrecerle el pan-. Esto es más directo, nada más. Te alegrarás de haberme hecho caso.

Kanya inclina la cabeza en dirección al telescopio.

– ¿Qué es esa cosa? ¿Tienes que realizar más ensayos?

Gibbons niega con la cabeza.

– ¿Eso? No es nada. Una estúpida mutación. Un resultado estándar. Los veíamos a todas horas en nuestros laboratorios. Basura.

– Entonces, ¿por qué es la primera noticia que tenemos de ella?

Gibbons compone un gesto de impaciencia.

– Vosotros no cultiváis la muerte como hacemos nosotros. No jugáis con los rompecabezas de la naturaleza. -Un destello de pasión e interés ilumina fugazmente los ojos del doctor. Un destello travieso y voraz-. No os imagináis las cosas que conseguimos crear en nuestros laboratorios. Esto es una pérdida de tiempo. Esperaba que me presentaras un desafío. Algo de los doctores Ping y Raymond. O de Mahmoud Sonthalia, tal vez. Eso sí que sería un auténtico reto. -Por un momento, su mirada pierde el cinismo que la caracteriza. Es como si estuviera en trance-. Ah. Esos sí que son oponentes dignos.

«Estamos en manos de un ludópata.»

En un arranque de inspiración, Kanya ve al doctor desde un punto de vista completamente nuevo. Un intelecto feroz. Un hombre que llegó a la cumbre de su especialidad. Un hombre celoso y competitivo. Un hombre que se encontró sin competidores que le hicieran sombra, por lo que cambió de bando y se unió al reino de Tailandia en busca de nuevos estímulos. Un ejercicio intelectual. Como si Jaidee hubiera decidido librar un combate de muay thai con las manos atadas a la espalda para ver si era capaz de ganar dando solo patadas.

«Estamos a merced de un dios veleidoso. Juega a nuestro favor únicamente por diversión, y cerrará los ojos y se echará a dormir cuando empecemos a aburrirle.»

La idea es aterradora. Este hombre existe tan solo para competir, para jugar una partida de ajedrez con la evolución, una partida a escala mundial. Un ejercicio de ego, un gigante solitario repeliendo los ataques de docenas de otros, un gigante que los derriba al vuelo con las manos desnudas mientras se carcajea. Pero todos los gigantes caen tarde o temprano, ¿y qué le deparará entonces el destino al reino? Tan solo de pensarlo, la piel de Kanya se perla de sudor.

Gibbons está observándola.

– ¿Tienes más preguntas que hacerme?

Kanya se sacude el miedo de encima.

– ¿Estás seguro? ¿Sabes ya lo que tenemos que hacer? ¿Te basta con echarle un vistazo?

El doctor se encoge de hombros.

– Si no me crees, podéis seguir los métodos habituales y hacer caso de los libros de texto hasta que muráis. O podéis reducir el distrito industrial a cenizas y atajar el problema de raíz. -Sonríe-. Esa sí que sería una solución contundente, de las que os gustan a los camisas blancas. El Ministerio de Medio Ambiente siempre ha sido muy aficionado a ellas. -Agita una mano-. Esta basura todavía no es especialmente viable. Muta rápidamente, sin duda, pero es frágil, y los huéspedes humanos no son ideales. Debe entrar en contacto con las membranas mucosas: las ventanas de la nariz, los ojos, el ano, algo próximo a la sangre y a la vida. Algo donde pueda reproducirse.

– Entonces estamos a salvo. No es peor que la hepatitis o el fa’gan .

– Pero sí mucho más propenso a mutar. -Vuelve a mirar a Kanya-. Deberías saber otra cosa. El responsable que buscas debe de tener baños químicos. Algún lugar donde se cultiven productos biológicos. Una planta de HiGro. Instalaciones de AgriGen. Una fábrica de neoseres. Algo por el estilo.

Kanya observa de soslayo a los mastines.

– ¿Los neoseres podrían ser portadores?

Gibbons se agacha y da unas palmaditas a uno de los perros guardianes, provocándola.

– En el caso de las aves y los mamíferos, sí. Yo miraría primero en algún sitio con tanques. Si estuviéramos en Japón, apostaría por alguna guardería de neoseres, pero la fuente original podría ser cualquiera relacionado con productos biológicos.

– ¿Qué clase de neoseres?

Gibbons resopla exasperado.

– No es cuestión de «clases», sino de exposición. Si se cultivaron en tanques contaminados, podrían ser portadores. Claro que, si permitís que esa basura siga mutando, pronto habrá llegado a las personas. Y descubrir su origen será irrelevante.

– ¿De cuánto tiempo disponemos?

Gibbons se encoge de hombros.

– No estamos hablando de la vida útil del uranio ni de la velocidad de un clíper. Esto no es predecible. Las bestias bien alimentadas aprenden a darse atracones. La enfermedad, cultivada en una ciudad húmeda y densamente poblada, prosperará rápidamente. Decide por ti misma cuánto quieres preocuparte.

Kanya da media vuelta, frustrada, y se encamina hacia la puerta.

– ¡Buena suerte! -exclama Gibbons a su espalda-. Siento curiosidad por saber cuál de tus muchos enemigos acaba contigo primero.

Kanya hace oídos sordos a la provocación y sale corriendo al aire libre.

Kip se acerca a ella, secándose el pelo con una toalla.

– ¿Ha colaborado el doctor?

– Lo suficiente.

La risa de Kip es un trino melodioso.

– Eso pensaba yo antes. Pero he descubierto que nunca lo revela todo de golpe. Omite detalles. Detalles importantes. Le gusta tener compañía. -Acaricia el brazo de Kanya, que se obliga a no dar un respingo. Pese a haber detectado su reacción, Kip se limita a sonreír delicadamente-. Le gustas. Querrá que vuelvas.

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