– ¿Se trata de un sitio que frecuentéis a menudo los farang ?
– Como ya he dicho antes, no es el colmo de la elegancia. Lo siento mucho. -Anderson le hace una seña-. Por aquí. -Cruza la estancia y aparta una cortina para revelar el escenario del interior.
Emiko yace sobre las tablas con Kannika de rodillas encima de ella. Los espectadores se agolpan mientras Kannika provoca los movimientos delatores del diseño de la chica mecánica. Su cuerpo tiembla y se estremece sincopadamente a la luz de las luciérnagas. El somdet chaopraya se detiene en seco y se queda mirando fijamente.
– Creía que eran exclusivos de los japoneses -murmura.
– Hemos encontrado otro.
Kanya se sobresalta. Se trata de Pai, que está de pie en el umbral. Kanya se frota la cara. Estaba sentada en su mesa, intentando redactar otro informe, aguardando noticias de Ratana. Y ahora tiene hilillos de saliva en el dorso de la mano y manchas de tinta por todas partes. Dormida. Y soñando con Jaidee, sentado junto a ella y riéndose de todas sus justificaciones.
– ¿Estabas durmiendo? -pregunta Pai.
Kanya se restriega los ojos.
– ¿Qué hora es?
– La segunda de la mañana. El sol lleva un rato en el cielo. -Pai, un hombre con la cara picada que debería ser su superior pero ha sido adelantado por Kanya, espera pacientemente a que esta termine de despabilarse. Pertenece a la vieja escuela. Adoraba a Jaidee y su forma de actuar, y recuerda cuando el Ministerio de Medio Ambiente era respetado en vez de ridiculizado. Un buen hombre. Un hombre cuyos sobornos Kanya conoce perfectamente. Aunque Pai sea un agente corrupto, Kanya sabe quién posee qué, y por eso confía en él.
– Hemos encontrado otro -repite.
Kanya endereza la espalda.
– ¿Quién más lo sabe?
Pai menea la cabeza.
– ¿Se lo has llevado a Ratana?
Pai asiente.
– El fallecimiento no se había calificado de sospechoso. Nos costó descubrirlo. Es como buscar un pececillo plateado en un arrozal.
– ¿A nadie le pareció extraño? -Kanya respira hondo y deja escapar el aliento en un siseo irritado-. Hatajo de incompetentes. Nadie recuerda cómo llega siempre. Qué rápido se olvida todo.
Pai escucha la perorata de la capitana asintiendo ligeramente con la cabeza. Las cicatrices y los cráteres de su rostro miran fijamente a Kanya. Otra enfermedad insidiosa. Kanya no recuerda si fue un gorgojo pirata o alguna variedad de la bacteria phii .
– Entonces, ¿con este ya van dos?
– Tres. -Kanya se queda pensativa-. ¿Nombre? ¿Tenía nombre la víctima?
Pai niega con la cabeza.
– Fueron meticulosos.
Kanya asiente contrariada.
– Quiero que recorras los distritos y mires a ver si alguien ha denunciado la desaparición de algún pariente. Tres personas. Pide que les hagan fotos.
Pai se encoge de hombros.
– ¿Se te ocurre alguna idea mejor?
– A lo mejor la autopsia desvela algún rasgo en común -sugiere Pai.
– Sí, vale. Eso también. ¿Dónde está Ratana?
– Ha mandado el cuerpo a las fosas. Dice que te reúnas con ella.
Kanya hace una mueca.
– Cómo no. -Ordena los papeles y deja a Pai enfrascado en sus fútiles pesquisas.
Mientras sale del edificio de administración se pregunta qué haría Jaidee en su lugar. A él nunca le faltaba la inspiración. Jaidee podía pararse de repente en mitad de la calle, asaltado de pronto por un golpe de genio, y acto seguido estaban cruzando la ciudad a toda velocidad, buscando el origen de la infección, e invariablemente, siempre acertaba. A Kanya le revuelve el estómago pensar que ahora el reino depende de ella.
«Soy una vendida. Me han comprado. Soy una vendida», piensa.
Cuando llegó al Ministerio de Medio Ambiente en calidad de topo de Akkarat, le sorprendió descubrir que los contados privilegios del ministerio siempre eran suficientes. El tributo semanal de los puestos callejeros para quemar algo que no fuera el costoso metano legal. La satisfacción de una noche de patrulla pasada en la cama. Era una existencia cómoda. Incluso a las órdenes de Jaidee. Y ahora el destino ha querido que tenga que esforzarse por hacer bien su trabajo, y que este sea importante, y que lleve tanto tiempo sirviendo a dos amos que ya no logra recordar a quién debería darle prioridad.
«Tendría que haberte reemplazado otro, Jaidee. Alguien digno. El reino se tambalea porque no somos fuertes. No somos virtuosos, no seguimos la senda de las ocho bifurcaciones y la enfermedad se ha desatado otra vez.»
Y es ella la que debe hacerle frente, como Phra Seub, pero sin su fortaleza ni su sentido de la integridad.
Kanya cruza los patios saludando a los demás agentes con la cabeza, ceñuda. «Jaidee, ¿por qué quiso tu kamma que yo fuera tu segunda al mando? ¿Que tu vida estuviera en mis manos? ¿A qué bromista se le ocurrió algo así? ¿Fue obra de Phii Oun, el espíritu cheshire, encantado de esparcir más sangre y carroña por el mundo? ¿De ver cómo crecen las montañas de cadáveres?»
Frente a ella, unos hombres con la cara cubierta con máscaras de gas se ponen firmes cuando la ven abriendo las puertas del crematorio. Pide que le entreguen una mascarilla, pero la deja colgando del cuello. Un oficial no debería mostrar miedo, y sabe que la máscara no la salvaría. Un amuleto de Phra Seub le inspiraría más confianza.
La explanada de tierra de las fosas se extiende ante ella, enormes agujeros practicados en el suelo rojo, revestidos para evitar las filtraciones de una capa freática poco profunda. La tierra está empapada, y sin embargo la superficie se cuece al calor. La estación seca no tiene fin. ¿Llegará alguna vez el monzón este año? ¿Será su salvación o los ahogará? Hay personas que no juegan a otra cosa, las apuestas cambian a diario. Pero con el clima tan alterado, ni siquiera los simuladores informáticos del Ministerio de Medio Ambiente son capaces de precisar la llegada del monzón de un año para otro.
Ratana está de pie al filo de una de las fosas. De los cuerpos calcinados a sus pies se elevan viscosas columnas de humo. Los buitres y los cuervos vuelan en círculos sobre su cabeza. Un perro que se ha colado en el complejo se pasea furtivo contra las paredes, en busca de restos.
– ¿Cómo ha entrado? -pregunta Kanya.
Ratana levanta la cabeza y observa al perro.
– La naturaleza siempre encuentra un resquicio por el que abrirse camino -comenta lacónica-. Si dejamos comida abandonada, irá a por ella.
– ¿Habéis encontrado otro cadáver?
– Los mismos síntomas.
Ratana tiene el cuerpo encorvado, los hombros hundidos. El fuego crepita a sus pies. Uno de los buitres desciende. Un agente uniformado dispara un cañón y la explosión envía al buitre chillando de regreso a las alturas. Reanuda sus círculos. Ratana cierra los ojos brevemente. Las lágrimas amenazan con desbordar las comisuras de sus ojos. Sacude la cabeza como si quisiera armarse de valor. Kanya la contempla entristecida, preguntándose si alguna de las dos seguirá con vida al final de esta nueva plaga.
– Deberíamos avisar a todo el mundo. Informar al general Pracha. Y al palacio -añade Ratana.
– ¿Ya estás segura?
Ratana exhala un suspiro.
– Fue en otro hospital. En la otra punta de la ciudad. Una clínica callejera. Asumieron que se trataba de una sobredosis de yaba . Pai los encontró por casualidad. Una conversación anodina camino del Bangkok Mercy en busca de pruebas.
– Por casualidad. -Kanya sacude la cabeza-. No me había dicho nada. ¿Cuántos podría haber ahí fuera? ¿Cientos ya? ¿Miles?
– No lo sé. Lo único positivo es que no hemos detectado ningún indicio de que sean contagiosos de por sí.
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